miércoles, 28 de diciembre de 2011

Dioses de carne y hueso.

Si no fuese un frívolo declarado, no me gustarían las Navidades. Y si no fuera un ateo de nacimiento, tampoco. Porque mucha gente no se da cuenta, pero todos participamos de esta nueva religión que es el consumismo. Ya sé que no descubro América, que no es nada nuevo, que es un tema recurrente y moralista hasta la náusea, pero yo no voy por ese camino. A mí la moralidad me da igual, porque participo del circo conscientemente y lo seguiré haciendo, pase lo que pase. Sería inútil erigirse en contra de tanto ornamento y exceso. Y no lo digo por aquella excusa repugnante de que una sola persona no puede cambiar el mundo, porque es mentira. Lo digo más bien porque me entretiene el despliegue, incluso me reconforta de un modo perverso y nada cristiano.

Si hablo de cristianismo es porque celebramos el nacimiento de Jesús, pero, claro, desde entonces han pasado muchas cosas. Ahora ya no se reza, pero tampoco es tan distinto. Se memorizan eslóganes publicitarios, los villancicos son canciones de anuncios de turrón, cava y juguetes y hemos sustituido los éxtasis místicos por anuncios de perfume –casi imposibles de diferenciar-. Las vidrieras y retablos con cuadros de apóstoles se han cambiado convenientemente por enormes carteles con mujeres desnudas cubiertas por capas rojas y gorros de Papá Noël. Y, por si fuera poco, ya no hay que echar a los mercaderes de ningún templo, porque ahora el templo por excelencia es suyo y se llama Centro Comercial.

Si se fijan, podrán comprobar cómo la arquitectura de los centros comerciales se acerca cada vez más a la de las antiguas catedrales. Ya no son esos edificios de pasillos retorcidos, confusas escaleras mecánicas y pequeñas tiendas apretujadas. Ahora tenemos interminables naves coronadas por bóvedas de cristal y alturas libres de decenas de metros. Si uno no ve a Dios comprando en Zara es porque no quiere.

Y tal vez les parezca retorcido, pero reconozco que me alegra el buen funcionamiento de toda esta maquinaria de propaganda e impostura. Me alegra que casi nadie se acuerde del motivo real de esta celebración. Los que me conocen saben que considero a la religión como una fuente de problemas, un motivo de discriminación, de guerras estúpidas, una forma de engañar a las personas para que aplacen sus sueños y anhelos hasta después de la muerte. También una excusa para convertir a la sociedad en rebaño y para ganar dinero a costa de la espiritualidad de los semejantes. Aunque también aprecio su carga histórica, su importancia en cada aspecto de nuestra sociedad actual y el consuelo del que ha provisto a muchas personas sin otra opción, o el arte y las buenas acciones hechas en nombre del dios de turno.

Por eso, el motivo de mi alegría no nace del desprecio o la manía hacia la religión, sino a la sospecha de que se ha sustituido por algo más sano que un señor crucificado y unos cuantos consejos represivos. Se ha sustituido por la familia y los amigos, o, más bien, por celebrar el simple hecho de estar vivo y de que quienes te importan también lo estén. Se ha sustituido por todos esos dioses de carne y hueso que hablan con nosotros y se preocupan sinceramente. Por todos los que comparten nuestros deseos, deseos sencillos, banales, prosaicos. Grandiosos deseos humanos que hacen pequeños los divinos.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Interiorismo psicopático.


Llegaron al barrio sin hacer mucho ruido, gracias al cloroformo, claro. Eran dos jóvenes, hombre y mujer, solteros y, ahora, residentes en Madrid. No se podía decir que tuvieran nada más allá de la amistad, pero sí que disfrutaban haciendo cosas juntos. Sobre todo una: su afición común, la pasión los definía como enfermos mentales. La psicopatía. Disfrutaban planeando el asesinato, investigando el lugar del crimen, valorando las variables que podían ponerlos en peligro y, finalmente, ejecutando a la víctima de la forma más compartida posible.

La última ocasión no fue una excepción. Se apostaron durante días en una azotea desde la cual se podían observar decenas de ventanas anónimas que pronto dejaron de serlo. La zona les había seducido desde el principio. Un sitio tranquilo, una calle sin demasiado tráfico, un lugar céntrico, con todos los servicios posibles y bien comunicado. Quizás demasiado cara para alquilar o comprar, pero eso no era ningún impedimento para nuestros nuevos vecinos. De hecho, tuvieron más suerte de la esperada, ya que la ventana más indiscreta de Madrid les proporcionó la víctima perfecta.


No había cortinas que impidieran la vigilancia de aquel anciano marchito que caminaba desnudo ante el televisor. Lo vieron tumbarse una y otra vez en el sofá de cuero negro, lo vieron intentar dormir noche tras noche y no conseguirlo nunca. Lo vieron sin ir a trabajar, sin apenas salir de casa, sin recibir llamadas de teléfono, o la más mínima visita. Pronto lo tuvieron claro y, al día siguiente, cloroformo mediante, llamaron a la puerta, lo durmieron y lo apuñalaron en el corazón con el mismo puñal, la mano de él sobre la mano de ella. No hubo gritos –no convenían-, tampoco hizo falta repetir la herida. Con una bastó. La respiración se extinguió y un corriente de sangre caliente fluyó sobre la piel pálida de su nuevo casero.

Él se empeñó en disecarlo. Había trabajado desde pequeño ayudando a su padre en el taller de taxidermia y sabía cómo hacer las cosas. A ella no le hizo gracia la ocurrencia, prefería cortarle las orejas, como siempre había hecho, y cenárselas a la plancha, pero respetaba el capricho. Al fin y al cabo, él le había dado el gusto muchas veces. Así pues, aquella misma tarde salieron a comprar los productos necesarios y también algo de champú y comida en buen estado –su casero sólo comía yogures caducados, según pudieron ver-. El paseo por López de Hoyos, una calle muy comercial y bulliciosa, les resultó agradable. Él anonimato allí era sencillo: mucha gente, mucho rostro distinto y de diferentes razas y edades. Cada vez se sentían más cómodos.

-Oye, ¿no crees que deberíamos de comprar unas cortinas?
-¿Por qué? Mejor así, que piensen que no tenemos nada que ocultar. Es más, estoy pensando que dentro de nada es Navidad y creo que deberíamos llenar la casa de luces y adornos, pero que se vean bien desde la calle y desde las otras casas.
-¿ Y para qué narices quieres llenar el piso de porquerías?
- Es sencillo: nadie que tenga un árbol de navidad gigante mataría a otro ser humano.

Y así lo hicieron. Compraron cientos de luces multicolores, decenas de bolas brillantes y kilómetros de espumillón.


En cuanto llegaron a casa, mientras ella ponía el árbol, él se dedicó a las laboriosas tareas de disecación del anciano. Estaba muy contento con el trabajo, se sentía un artista. Tanto era así que decidió tomarse la licencia de elegir una postura para el cadáver; con los brazos extendidos y las manos en forma de ganchos, para poder colgar los abrigos. El resultado fue verdaderamente satisfactorio y pronto estuvo terminado y listo para usarse en su lugar de honor, un rincón del recibidor.

Por las noches, la iluminación navideña hiere a la oscuridad como una cuchilla de felicidad excesiva. Estoy convencido de que, si los Reyes Magos pudieran verla, pasarían olímpicamente de  la estrella de Belén y terminarían en el piso de enfrente, disecados y sin orejas que sujeten sus coronas. A día de hoy, la pareja convive tranquila. No ha llamado ningún familiar y nadie ha echado de menos al casero disecado. Ellos hacen vida normal de cara al público, con sus semblantes iluminados por colores intermitentes. Y debieron de cogerle el gusto a la parafernalia navideña, porque durante unos breves instantes, al abrir la puerta del salón, puede verse una figura hierática desnuda, con los brazos extendidos  y cubierta de espumillón y luces que se apagan y se encienden, se apagan y se encienden, se apagan y se encienden…


Felices fiestas, queridos lectores.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Pornografía democrática.

Miedo me da ver lo bien que se llevan ahora Rajoy y Zapatero, sobre todo con sus antecedentes de pareja conflictiva a lo Pimpinela. Resulta que, de un día para otro, el del PP gana las elecciones y el del PSOE se retira de la vida política y todo parece solucionado. Uno dice que las relaciones son fluidas y cordiales, el otro que hablan todos los días y otros tantos llegan a pronunciar la palabra “amistad” –toma ya-. Visto el panorama, quien escribe ya se imagina un: “cuelga tú; no, cuelga tú; no, cuelga tú; no, a la de tres colgamos los dos”. Por no hablar del paso de los reproches más salvajes de antaño a los actuales: “No, Mariano, no te pienso besar hasta que te afeites la barba, que me pinchas”.

Si hasta se tuvo que interponer Bono el día de la Constitución para cortar el flirteo institucional. Luego reprendió a todo el mundo; se le veía incómodo, aunque es persona aficionada a las notas de sociedad y a las portadas de Hola y también a Dios y a Marx, pero eso ya es otra historia. Porque el tema que nos ocupa se desarrolla en este preciso instante, en este teclear o en aquel dormitar de siesta. Sí, como lo oyen, ahora mismo Mariano está llamando a José Luis. Tiene miedo, se siente inseguro –“si lo llego a saber, no gano las elecciones”-. Sabe que, tarde o temprano, los españoles se preguntarán dónde se ha metido desde que salió al balcón genovés. Pobre hombre, él que se creía ganador de un sorteo de viviendas de protección oficial, ahora se da cuenta de que la Moncloa es un marrón y que no sólo hereda deudas, sino también el discurso que tanto criticó a Zapatero, el de la colaboración de la oposición. Por eso, a pesar de las buenas relaciones, el gallego no duerme bien. ¿Y si los socialistas, en lugar de colaborar, le hacen la misma oposición obstruccionista y verdulera que a él le dio tantas alegrías? No, José Luis no le haría eso, pero ¿y Rubalcaba?

Así que, ante la duda, sigue escondido. Y no dice nada, ni siquiera quiénes serán los ministros, seguramente porque ya nadie lo quiere ser. Con todo lo que lo habían jaleado, tendrá que recurrir a los trepas de siempre y olvidarse de los intelectuales salvadores de la patria. ¿Qué más da? Si, pase lo que pasé, se hará lo que diga Alemania, que para eso mandan. Aunque Rajoy es consciente de que prometió un mayor peso de España en Europa, y ya se ha puesto manos a la obra. Sin ir más lejos, hace poco recibió en su búnker de la calle Génova al viceprimer ministro británico, a quien puso al tanto de la distribución de los partidos en el Congreso de los Diputados. “Está Amaiur”, dijo consternado. El inglés, a su vez, puso cara de póker, porque no tenía ni idea de quienes eran los que tanto trastornaban al popular. “Los de ETA”, puntualizó Rajoy, haciendo gala de una diplomacia que, cuanto menos, nos asegura futuros momentos de diversión. Y, siendo justos, tampoco se le puede echar en cara el comportamiento. Ya dijo que no pensaba hablar con estos vascos en concreto. Se ve que, aunque tengan más votos que el PNV, es más cómodo hacer cómo que no existen.

Sea como fuere, y por obsceno que parezca, me entretiene nuestra política. Es digna del sentido del humor más irónico y sofisticado, aunque a veces raye en el cinismo. Acabamos de salir de un gobierno de izquierdas que llevó a cabo políticas de derechas, que dio más dinero que cualquier otro a la Iglesia Católica, un gobierno presidido por el único partido socialista monárquico del mundo. ¿Dónde sino en España? En nuestro querido país, donde se subvenciona la educación privada con dinero público, dónde la medicina pública se lleva a cabo en centros privados, donde los partidos no valen lo que sus votos y donde Zapatero defenderá las políticas de Rajoy en la próxima cumbre de la UE. Spain is different, vaya que sí. Gracias a ello, hemos conseguido un nuevo hito en la historia. Lo compartiré con ustedes, pero sean discretos con la primicia: Hasta que Mariano forme nuevo gobierno el 22 de diciembre, nuestro país será la única monarquía anárquica de derechas de la historia.