Si no fuese un frívolo declarado, no me gustarían las Navidades. Y si no fuera un ateo de nacimiento, tampoco. Porque mucha gente no se da cuenta, pero todos participamos de esta nueva religión que es el consumismo. Ya sé que no descubro América, que no es nada nuevo, que es un tema recurrente y moralista hasta la náusea, pero yo no voy por ese camino. A mí la moralidad me da igual, porque participo del circo conscientemente y lo seguiré haciendo, pase lo que pase. Sería inútil erigirse en contra de tanto ornamento y exceso. Y no lo digo por aquella excusa repugnante de que una sola persona no puede cambiar el mundo, porque es mentira. Lo digo más bien porque me entretiene el despliegue, incluso me reconforta de un modo perverso y nada cristiano.
Si hablo de cristianismo es porque celebramos el nacimiento de Jesús, pero, claro, desde entonces han pasado muchas cosas. Ahora ya no se reza, pero tampoco es tan distinto. Se memorizan eslóganes publicitarios, los villancicos son canciones de anuncios de turrón, cava y juguetes y hemos sustituido los éxtasis místicos por anuncios de perfume –casi imposibles de diferenciar-. Las vidrieras y retablos con cuadros de apóstoles se han cambiado convenientemente por enormes carteles con mujeres desnudas cubiertas por capas rojas y gorros de Papá Noël. Y, por si fuera poco, ya no hay que echar a los mercaderes de ningún templo, porque ahora el templo por excelencia es suyo y se llama Centro Comercial.
Si se fijan, podrán comprobar cómo la arquitectura de los centros comerciales se acerca cada vez más a la de las antiguas catedrales. Ya no son esos edificios de pasillos retorcidos, confusas escaleras mecánicas y pequeñas tiendas apretujadas. Ahora tenemos interminables naves coronadas por bóvedas de cristal y alturas libres de decenas de metros. Si uno no ve a Dios comprando en Zara es porque no quiere.
Y tal vez les parezca retorcido, pero reconozco que me alegra el buen funcionamiento de toda esta maquinaria de propaganda e impostura. Me alegra que casi nadie se acuerde del motivo real de esta celebración. Los que me conocen saben que considero a la religión como una fuente de problemas, un motivo de discriminación, de guerras estúpidas, una forma de engañar a las personas para que aplacen sus sueños y anhelos hasta después de la muerte. También una excusa para convertir a la sociedad en rebaño y para ganar dinero a costa de la espiritualidad de los semejantes. Aunque también aprecio su carga histórica, su importancia en cada aspecto de nuestra sociedad actual y el consuelo del que ha provisto a muchas personas sin otra opción, o el arte y las buenas acciones hechas en nombre del dios de turno.
Por eso, el motivo de mi alegría no nace del desprecio o la manía hacia la religión, sino a la sospecha de que se ha sustituido por algo más sano que un señor crucificado y unos cuantos consejos represivos. Se ha sustituido por la familia y los amigos, o, más bien, por celebrar el simple hecho de estar vivo y de que quienes te importan también lo estén. Se ha sustituido por todos esos dioses de carne y hueso que hablan con nosotros y se preocupan sinceramente. Por todos los que comparten nuestros deseos, deseos sencillos, banales, prosaicos. Grandiosos deseos humanos que hacen pequeños los divinos.