Llegaron al barrio sin hacer
mucho ruido, gracias al cloroformo, claro. Eran dos jóvenes, hombre y mujer,
solteros y, ahora, residentes en Madrid. No se podía decir que tuvieran nada
más allá de la amistad, pero sí que disfrutaban haciendo cosas juntos. Sobre
todo una: su afición común, la pasión los definía como enfermos mentales. La
psicopatía. Disfrutaban planeando el asesinato, investigando el lugar del
crimen, valorando las variables que podían ponerlos en peligro y, finalmente,
ejecutando a la víctima de la forma más compartida posible.
La última ocasión no fue una
excepción. Se apostaron durante días en una azotea desde la cual se podían
observar decenas de ventanas anónimas que pronto dejaron de serlo. La zona les
había seducido desde el principio. Un sitio tranquilo, una calle sin demasiado
tráfico, un lugar céntrico, con todos los servicios posibles y bien comunicado.
Quizás demasiado cara para alquilar o comprar, pero eso no era ningún
impedimento para nuestros nuevos vecinos. De hecho, tuvieron más suerte de la
esperada, ya que la ventana más indiscreta de Madrid les proporcionó la víctima
perfecta.
No había cortinas que impidieran
la vigilancia de aquel anciano marchito que caminaba desnudo ante el televisor.
Lo vieron tumbarse una y otra vez en el sofá de cuero negro, lo vieron intentar
dormir noche tras noche y no conseguirlo nunca. Lo vieron sin ir a trabajar,
sin apenas salir de casa, sin recibir llamadas de teléfono, o la más mínima
visita. Pronto lo tuvieron claro y, al día siguiente, cloroformo mediante,
llamaron a la puerta, lo durmieron y lo apuñalaron en el corazón con el mismo
puñal, la mano de él sobre la mano de ella. No hubo gritos –no convenían-,
tampoco hizo falta repetir la herida. Con una bastó. La respiración se
extinguió y un corriente de sangre caliente fluyó sobre la piel pálida de su
nuevo casero.
Él se empeñó en disecarlo. Había
trabajado desde pequeño ayudando a su padre en el taller de taxidermia y sabía
cómo hacer las cosas. A ella no le hizo gracia la ocurrencia, prefería cortarle
las orejas, como siempre había hecho, y cenárselas a la plancha, pero respetaba
el capricho. Al fin y al cabo, él le había dado el gusto muchas veces. Así
pues, aquella misma tarde salieron a comprar los productos necesarios y también
algo de champú y comida en buen estado –su casero sólo comía yogures caducados,
según pudieron ver-. El paseo por López de Hoyos, una calle muy comercial y
bulliciosa, les resultó agradable. Él anonimato allí era sencillo: mucha gente,
mucho rostro distinto y de diferentes razas y edades. Cada vez se sentían más
cómodos.
-Oye, ¿no crees que deberíamos de
comprar unas cortinas?
-¿Por qué? Mejor así, que piensen
que no tenemos nada que ocultar. Es más, estoy pensando que dentro de nada es
Navidad y creo que deberíamos llenar la casa de luces y adornos, pero que se
vean bien desde la calle y desde las otras casas.
-¿ Y para qué narices quieres
llenar el piso de porquerías?
- Es sencillo: nadie que tenga un
árbol de navidad gigante mataría a otro ser humano.
Y así lo hicieron. Compraron cientos
de luces multicolores, decenas de bolas brillantes y kilómetros de espumillón.
En cuanto llegaron a casa,
mientras ella ponía el árbol, él se dedicó a las laboriosas tareas de
disecación del anciano. Estaba muy contento con el trabajo, se sentía un
artista. Tanto era así que decidió tomarse la licencia de elegir una postura
para el cadáver; con los brazos extendidos y las manos en forma de ganchos,
para poder colgar los abrigos. El resultado fue verdaderamente satisfactorio y
pronto estuvo terminado y listo para usarse en su lugar de honor, un rincón del
recibidor.
Por las noches, la iluminación
navideña hiere a la oscuridad como una cuchilla de felicidad excesiva. Estoy
convencido de que, si los Reyes Magos pudieran verla, pasarían olímpicamente
de la estrella de Belén y terminarían en
el piso de enfrente, disecados y sin orejas que sujeten sus coronas. A día de
hoy, la pareja convive tranquila. No ha llamado ningún familiar y nadie ha
echado de menos al casero disecado. Ellos hacen vida normal de cara al público,
con sus semblantes iluminados por colores intermitentes. Y debieron de cogerle
el gusto a la parafernalia navideña, porque durante unos breves instantes, al abrir
la puerta del salón, puede verse una figura hierática desnuda, con los brazos
extendidos y cubierta de espumillón y
luces que se apagan y se encienden, se apagan y se encienden, se apagan y se
encienden…
Felices fiestas, queridos
lectores.
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