miércoles, 21 de diciembre de 2011

Interiorismo psicopático.


Llegaron al barrio sin hacer mucho ruido, gracias al cloroformo, claro. Eran dos jóvenes, hombre y mujer, solteros y, ahora, residentes en Madrid. No se podía decir que tuvieran nada más allá de la amistad, pero sí que disfrutaban haciendo cosas juntos. Sobre todo una: su afición común, la pasión los definía como enfermos mentales. La psicopatía. Disfrutaban planeando el asesinato, investigando el lugar del crimen, valorando las variables que podían ponerlos en peligro y, finalmente, ejecutando a la víctima de la forma más compartida posible.

La última ocasión no fue una excepción. Se apostaron durante días en una azotea desde la cual se podían observar decenas de ventanas anónimas que pronto dejaron de serlo. La zona les había seducido desde el principio. Un sitio tranquilo, una calle sin demasiado tráfico, un lugar céntrico, con todos los servicios posibles y bien comunicado. Quizás demasiado cara para alquilar o comprar, pero eso no era ningún impedimento para nuestros nuevos vecinos. De hecho, tuvieron más suerte de la esperada, ya que la ventana más indiscreta de Madrid les proporcionó la víctima perfecta.


No había cortinas que impidieran la vigilancia de aquel anciano marchito que caminaba desnudo ante el televisor. Lo vieron tumbarse una y otra vez en el sofá de cuero negro, lo vieron intentar dormir noche tras noche y no conseguirlo nunca. Lo vieron sin ir a trabajar, sin apenas salir de casa, sin recibir llamadas de teléfono, o la más mínima visita. Pronto lo tuvieron claro y, al día siguiente, cloroformo mediante, llamaron a la puerta, lo durmieron y lo apuñalaron en el corazón con el mismo puñal, la mano de él sobre la mano de ella. No hubo gritos –no convenían-, tampoco hizo falta repetir la herida. Con una bastó. La respiración se extinguió y un corriente de sangre caliente fluyó sobre la piel pálida de su nuevo casero.

Él se empeñó en disecarlo. Había trabajado desde pequeño ayudando a su padre en el taller de taxidermia y sabía cómo hacer las cosas. A ella no le hizo gracia la ocurrencia, prefería cortarle las orejas, como siempre había hecho, y cenárselas a la plancha, pero respetaba el capricho. Al fin y al cabo, él le había dado el gusto muchas veces. Así pues, aquella misma tarde salieron a comprar los productos necesarios y también algo de champú y comida en buen estado –su casero sólo comía yogures caducados, según pudieron ver-. El paseo por López de Hoyos, una calle muy comercial y bulliciosa, les resultó agradable. Él anonimato allí era sencillo: mucha gente, mucho rostro distinto y de diferentes razas y edades. Cada vez se sentían más cómodos.

-Oye, ¿no crees que deberíamos de comprar unas cortinas?
-¿Por qué? Mejor así, que piensen que no tenemos nada que ocultar. Es más, estoy pensando que dentro de nada es Navidad y creo que deberíamos llenar la casa de luces y adornos, pero que se vean bien desde la calle y desde las otras casas.
-¿ Y para qué narices quieres llenar el piso de porquerías?
- Es sencillo: nadie que tenga un árbol de navidad gigante mataría a otro ser humano.

Y así lo hicieron. Compraron cientos de luces multicolores, decenas de bolas brillantes y kilómetros de espumillón.


En cuanto llegaron a casa, mientras ella ponía el árbol, él se dedicó a las laboriosas tareas de disecación del anciano. Estaba muy contento con el trabajo, se sentía un artista. Tanto era así que decidió tomarse la licencia de elegir una postura para el cadáver; con los brazos extendidos y las manos en forma de ganchos, para poder colgar los abrigos. El resultado fue verdaderamente satisfactorio y pronto estuvo terminado y listo para usarse en su lugar de honor, un rincón del recibidor.

Por las noches, la iluminación navideña hiere a la oscuridad como una cuchilla de felicidad excesiva. Estoy convencido de que, si los Reyes Magos pudieran verla, pasarían olímpicamente de  la estrella de Belén y terminarían en el piso de enfrente, disecados y sin orejas que sujeten sus coronas. A día de hoy, la pareja convive tranquila. No ha llamado ningún familiar y nadie ha echado de menos al casero disecado. Ellos hacen vida normal de cara al público, con sus semblantes iluminados por colores intermitentes. Y debieron de cogerle el gusto a la parafernalia navideña, porque durante unos breves instantes, al abrir la puerta del salón, puede verse una figura hierática desnuda, con los brazos extendidos  y cubierta de espumillón y luces que se apagan y se encienden, se apagan y se encienden, se apagan y se encienden…


Felices fiestas, queridos lectores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario