Hoy vuelvo a escribir sobre la misma mesa que más horas me ha visto escribir. También sobre el mismo teclado del mismo ordenador. Y me da miedo dar tanto poder a las cosas, creer que influyen sobre mi estado de ánimo, sobre mi creatividad –sea eso lo que sea-, o sobre mi agilidad de juntaletras. Aquí encima, en esta misma posición, rodeado de cientos de trastos acumulados durante la infancia y la adolescencia, escribí esa novela que no me atrevo a revisar. Pero también estudié, garabateé mis primeros poemas y dibujé con plastidecor casas en las que quería vivir de mayor. Ahora lo veo bien; esto es un santuario. Y perdonen si me pongo místico, pero los lugares son lo que en ellos se ha vivido. No digo que se impregnen de ningún tipo de energía psíquica, sino que las personas están inseparablemente unidas a sus entornos, y cuanto más íntimos, más profunda es la unión. Prestamos alma a lo inerte.
Por eso aquí se me viene la vida encima. No la vida que me queda, sino la que fue, que es la que importa, la que me hace ser quien soy, la que me ha traído hasta aquí de nuevo. Y vengo reconciliándome con todo como si lo palpase con los ojos, como si lo viese con la piel, o lo escuchase con la boca y saborease sus sonidos –el eco de las teclas sabe a café-. Nada ha cambiado prácticamente, y sin embargo yo soy distinto. Serán esos brotes de filósofo presocrático que de vez en cuando asaltan mi tranquila indiferencia, pues me vuelvo intenso, me pongo estupendo y escupo trascendencias, inmanencias y mudanzas. Se me atraganta el alma en la garganta para escapar de mi cuerpo cambiante y empadronarse en el mundo de las ideas. Allí Platón sortea pisos de protección oficial. Da igual la hipoteca, ¿qué son unos euros a cambio de ser la esencia de las demás cosas?
Pero yo trago saliva, cuando no café o whisky, y bajo el alma hasta su sitio-el alma vive en el estómago-. Se me rebela y carraspeo para amonestarla, o para hacerle cosquillas y que me sonría y se desarme ante mis zalamerías. Intento ligármela, me pongo seductor y platónico. Le explico que no tiene por qué aspirar a ser una idea de mí mismo, porque todavía está inconclusa. Se lo toma mal, me dice que ella me hace ser quien soy y que pasa de la experiencia. Yo la invito a una copa y le digo es inmanente y que puede aprovecharse de mí. Eso le gusta, me sigue el juego. Y yo lanzo los dados en forma de órdago. Le susurro al oído que el mundo de las ideas es nuestro, porque tenemos las palabras, que yo la necesito para que sean más que objetos y que ella me quiere para enseñarle lo material, para hacerla vibrar con los sentidos, para colmar de placer cada párrafo de mi vida. Para escribirla y hacerla eterna.
Mi alma no es la mía, pero se deja querer y yo la quiero. No la vendería; ya regalé la mía a quien me dio la suya.