Después de cuatro meses sin ver el mar, lo encontré enorme. Yo lo recordaba más pequeño, menos desértico, más profundo. Pero estaba aplastado, liso, asténico, si eso es posible. Parecía que le hubieran quitado las burbujas que lo hacen hervir, o las rocas a las que tiene que adaptarse a golpe de ola y hasta las corrientes que lo tejen en franjas de distintos azules. No sé qué le encontré, que lo miré con ojos de extraño después de toda una vida juntos. Anduve buscando esa mueca de espuma que siempre reconocía, o aquella curva de cadera en su orilla, o la lengua de agua trasparente sobre la arena que viene, limpia y se va, que borra las huellas una y otra vez. Y no estaba.
Algo desconcertado miré al cielo -que es lo que hacen los humanos cuando no saben explicar las cosas- y vi un lienzo de nubes perfectamente recortado y delimitado. Me pareció el borde de un blando edredón nórdico. Si hubiera sido lo suficientemente alto, habría intentado tirar de él y cubrirme, o echarlo al mar, a ver si se convertía en temporal. Todo muy extraño, muy ajeno. Pensé que sería debido a aquello que dicen de tomar distancia para ver las cosas con perspectiva. Y no hay mayor distancia que la del tiempo. Cinco minutos son mucho más que cinco metros, pero yo siempre he preferido la cercanía, hasta de lo malo, quizás para poder controlarlo, o al menos intentarlo.
Será por eso que me sentí extraño en mi tierra, o mejor; que sentí mi tierra extraña. Caminé unos pasos por la orilla. Me descalcé para reconocerla con el tacto, casi como dos amantes ciegos que se saben de memoria. Encontré la arena fría y mojada y paseé por la orilla sin rumbo definido. Cuando empecé a sentir más frío de la cuenta, di la vuelta y, sin previo aviso, todo volvió a ser como siempre. La arena de la orilla no tiene memoria. Mis pasos habían desaparecido y, una vez más, me vi en mitad de la playa sin un solo indicio de cómo había llegado hasta allí.
No existía el pasado. No existía ningún recorrido, como si hubiese llegado volando, como si hubiese caminado sobre el mar plomizo y plano de aquel día. De pronto, una ráfaga de viento y una ola inadvertidas habían bajado el telón de la irrealidad y habían disuelto mis días de ausencia. Volví entonces sobre mis pasos borrados, sintiendo que ya no me pertenecían, y pensando que la memoria tiene esas cosas. Nuestra realidad es cambiante y los recuerdos la reflejan en sus miles de combinaciones, hasta el punto de distorsionar la verdad para convertirla en algo aun más cierto. Por eso, al ver sólo una cara más, un momento detenido en un día cualquiera, la imagen no concuerda y la memoria parece falsa.
Tan sólo hay que esperar un tiempo, dejar que corra el día para que la luz ilumine de otra forma, o las olas rompan de una manera determinada, o el viento sople de donde toca, o que ella vaya de mi mano. Entonces nuestro pasado se pondrá en marcha y empezaremos a relacionar matices con otros del presente. Aunque sean momentos distintos, sentiremos que el mundo late de nuevo con nosotros. Porque el devenir, por sí sólo, sin conexiones previas, es magia; magia sin trucos. Un decorado que no sabemos explicar, o una explicación que solemos decorar.
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