Cuando pienso cosas como la siguiente me siento un poco testigo de Jehová o un naturópata desquiciado: ¿Hasta qué punto la medicina va contra natura?¿Dónde está el límite entre el tratamiento y la agonía médica? No se alarmen, mi racionalismo está fuera de toda duda y, también en este caso, me alejo asqueado ante chamanismos y supersticiones estúpidas. Es más, suelo ser de la opinión de que el ser humano no puede crear nada que sea contra natura, porque hasta el más terrible veneno y la más agresiva radioactividad están compuestos de las mismas partículas que nosotros. Sólo es cuestión de orden.
Sin embargo, por motivos personales, en los últimos días he visto que también es una cuestión de uso. Me explico: sigo de acuerdo con la premisa de que todo lo humano es natural, por más químico y artificial que sea, pero no así su utilización. De hecho, en ciertas circunstancias, luchamos contra el orden de las cosas con un empeño suicida, hasta dejarnos la dignidad en el camino con tal de vencer nuestra suerte.
No se puede preservar la vida a toda costa.Tal vez les parezca incompatible con mis creencias racionales y seguramente me echen en cara un doble rasero, pero el tema es más complejo y va más allá de dobles y triples raseros, como si quieren ser cien. Es más, habrá tantos raseros como personas y casos concretos. Yo jamás me opondría a salvar la vida de una persona que, al recuperarse, pueda disfrutar plenamente de su existencia. Y, por ello, tampoco entenderé esa obcecación maliciosa por mantener un corazón latiendo cuando el resto de la persona ha dejado de latir. Somos mucho más que una maquina. Digan lo que digan y lo llamen como lo llamen, tenemos alma. No creo que sea algo trascendente, pero sé que mientras vivimos existe y que, cuando el alma muere, el cuerpo sólo es un montón de carne. Prefiero no pensar en la cantidad de cuerpos sin alma que siguen funcionando, aunque sólo sea como entidades materiales, como una planta, o aún menos.
Y luego están los familiares y el egoísmo, cosa que puedo entender. La pérdida de un ser querido es el trance más doloroso por el que puede pasar una persona. Porque los demás son parte de nosotros mismos. El problema viene cuando no podemos asumir que seguirán siéndolo, en nuestros recuerdos y en aquello que aprendimos de ellos, o cuando necesitamos aferrarnos a una imagen tangible, una imagen que no tiene nada que ver con la que rememoramos y que terminará por sustituirla. Una imagen grotesca y desconcertante.
Creo en el derecho a la vida sobre cualquier otra cosa, y en consecuencia creo en el derecho a la muerte. La vida de un hombre sólo le pertenece a él y sólo él debe decidir cuándo poner el punto y final. Sin embargo, son muchos los casos en los que el enfermo no puede decidir por sí mismo y entonces deberá ser la familia y los médicos quienes se armen de valor y de sentido común. De lo contrario habrán salvado un cuerpo, pero no habrán devuelto la vida a nadie, porque la muerte es parte de la vida. La medicina nos ayuda a esquivar el final mientras queramos y podamos, pero no a costa de crear una ilusión de vivir. O una vida en la que preferiríamos estar muertos.
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