Desde hace unos días vengo
luchando contra una disyuntiva que me trae de cabeza. Siempre me he presentado
ante el mundo como un ser radicalmente racional, pétreo casi de tan tangible y
terrenal. Sin embargo, la propia racionalidad y, más concretamente, el pensamiento
me ha planteado un gran problema en su propia condición de inmaterial. Me
explicaré mejor: todo vino de una conversación en apariencia metafísica, pero
ya casi mundana de tan manida, cuyo objeto no era otro que la existencia de una
inteligencia desligada del cuerpo.
Como ustedes podrán suponer, mi
postura fue la que siempre ha sido, que no. Que nuestro ser más inmaterial
necesita de la base física para poder funcionar, que el cerebro, con sus
impulsos eléctricos alimentados por nuestra energía, es el que genera el
pensamiento. Que todo viene de la manzana, el filete o el whisky que nos
tomemos, si me permiten el efectismo. Que nuestra alma no es más que el
procesamiento del mundo que nos rodea, cosa que no deja de ser mágica y
apasionante.
No obstante, no es un argumento
que suela convencer a los más espirituales. Yo, que tengo vergonzosas debilidades
poéticas, apenas me puedo erigir como adalid de la ciencia. Al contrario, soy
un hombre de letras, pero tampoco olvido que el conocimiento científico nació del
filosófico y el filosófico del simple diálogo trascendental con uno mismo. Por
eso me paro a escuchar y pongo en duda no sólo lo espiritual, sino sobre todo
lo material, lo que creemos conocer. Porque lo más cercano es lo menos
cuestionado. Y, de entre lo más cercano, lo más familiar y desconocido somos
nosotros mismos.
Y es que, entre tanta
materialidad que tanto me tranquiliza, entre tantos átomos, células, nervios y
órganos, nace algo absolutamente inmaterial. Nuestro pensamiento. No dudo del
proceso mediante el cual transformamos nuestro alrededor en energía, no dudo de
los instrumentos físicos que lo posibilitan, pero me quedo desarmado ante el
momento en que consiguen crear de la nada algo que no existe físicamente, algo
que no reside en ningún domicilio fisiológico, algo que nos define más aun que
nuestro físico.
De momento sigo pensando en la
necesidad de lo físico. No creo en la trascendencia del alma más allá del
apagón vital, pero me pregunto por la trascendencia del pensamiento una vez
liberado de sus ataduras corpóreas. Esa energía, ya formada, con una
personalidad y unos rasgos definitorios, ¿cómo se deshace? ¿en qué se
transforma? Si fuese sólo electricidad, probablemente nos quedaríamos en una
toma de tierra un poco más mística que el calambrazo de un cable pelado. Pero,
si sólo fuese electricidad, el pensamiento podría cuantificarse, podría
medirse, y además podría reproducirse fuera del cuerpo, fuera del cerebro, en
un aparato que tendría la misma categoría que una persona. Nadie podría negarle
su legitimidad, pues es el pensamiento lo que nos define.
Sea como fuere, me resisto a aceptar
que el pensamiento sólo está compuesto por energía. Algo que va en contra de
todo mi sistema de creencias me dice que nuestra expresión inmaterial es mucho
más que el resultado de un proceso celular. No me refiero a nada religioso o
espiritual en el sentido clásico de los términos, sino más bien a algo que
todavía no se ha descubierto, algo emocionante: el momento en el que nuestro
ser tangible, dependa o no de lo material, se torna intangible . Y, sin
embargo, sigue existiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario