A I ván.
Como ya les conté, la semana pasada pude disfrutar de unos días de asueto en Alicante. Pues bien, uno de mis entretenimientos preferidos desde la infancia consiste en registrar una y otra vez cualquier cajón que se me cruce en el camino. Da igual que lo haya abierto mil veces, poco importa que conozca su contenido de memoria, porque de vez en cuando–cada vez menos- encuentro algo que creía perdido. En este caso, el protagonista del hallazgo fue un libro, pero no un libro cualquiera, sino uno de los libros que más he disfrutado. El título, Todo sobre fantasmas. ¡Qué más se puede pedir!
Todavía recuerdo perfectamente el día que lo compré, un atardecer nublado en plena feria del libro. Debía de tener unos doce años y andaba holgazaneando por la ciudad con mi amigo Iván. Cuando lo vimos, apilado junto a otros en un puesto tan idéntico a otro como todos los demás, no pudimos resistirnos. No teníamos dinero suficiente, así que nos tocó ir a nuestras respectivas casas a coger la cantidad precisa –no recuerdo cuántas pesetas- y bajar con el corazón en un puño, con el miedo galopando en las sienes por si alguien había adquirido milagrosamente los veinte ejemplares. Pero, contra todo pronóstico, ahí seguían, listos para forjar leyendas indelebles en nuestras breves existencias, así, sin pretensiones ni dramatismo.
No me lo creía cuando lo recuperé, al fondo del armario del escritorio, impecable, impoluto, como la Biblia que nunca tuve. En la portada, el título, una fila de monjes fantasmales y una somera enumeración de los temas tratados. El mundo se quedó en silencio. La ruidosa casa de mis padres se convirtió en la cripta de una catedral desierta y yo abrí mi libro como la primera vez, como cada vez que abro un cajón, o como cada vez que me despierto, con la absoluta certeza de que lo cotidiano esconde secretos maravillosos. Y así fue. Nada más volver la página, se me vinieron a la cabeza decenas de imágenes, cómo la tarde que compramos el libro, cuando nos sentamos en un banco a bucear en sus increíbles historias. Pero sobre todo aquella primera noche, cuando me quedé a solas con mi ejemplar en la habitación, con todo en silencio y empecé a revisar las fotos de los fantasmas, los relatos sobre casas encantadas o buques errantes y, más que nada, el capítulo titulado “Cazador de fantasmas”.
Ahora, con mi visión algo desengañada, miro con una mezcla de condescendencia y ternura en pretendido aspecto profesional de la publicación. Pero, en su momento, a pesar de identificarlo como un libro juvenil, por no decir infantil, todo aquello encajaba a las mil maravillas en mi realidad. Porque, aunque soy ateo de nacimiento y carezco por completo de conciencia religiosa, siempre me han fascinado las historias de fantasmas. No lo puedo evitar, va contra toda mi racionalidad y, desde luego, no quebranta mi escepticismo. Sin embargo me gustan, me resulta adictivo el cosquilleo del miedo en la nuca, o el escalofrío que primero hiela y luego reconforta. Será que aunque no crea en el más allá, el más acá me ha influido sin remedio. No es algo que oculte. En cierta forma, creo que hace juego con el resto de mis gustos frívolos, pero me quedo sin argumentos cuando alguien me señala lo incongruente de mi pasión: “Si no crees lo más mínimo, no puede tener gracia”. En esas ocasiones, replico que sí la tiene. Porque creo a muchas personas que dicen haber visto un fantasma, porque yo mismo lo he visto. Pero no creo en el fantasma, creo en los engaños del cerebro, en la sugestión, en esa increíble experiencia que transgrede las leyes de lo racional, como el amor, la ira o la poesía. Sólo por eso ya merece la pena.
Y sólo por eso, una tarde, poco después de comprar los libros, Iván y yo salimos a cazar fantasmas. En el capítulo al que me referí antes recomendaban una cámara con película de infrarrojos. A nosotros nos bastó mi vieja cámara y una lámina trasparente de plástico rojo y un montón de casas abandonadas en la playa de San Juan, fruto de planes parciales y expropiaciones múltiples. Cogimos dos bicis y recorrimos cada casa haciendo fotos, fotos que luego fueros rojas, fotos con nubes blancas que salían por las ventanas y se introducían por las puertas. Cuando las recogimos del revelado no podíamos creerlo. Habíamos fotografiado formaciones fantasmales. Ni se nos pasó por la cabeza que la lámina de plástico rojo delante del objetivo debía reflejar y deformar hasta el más mínimo rayo de luz. Y qué importa, si fue una de las tardes más increíbles que recuerdo, con el consiguiente debate, la posterior investigación y anotación de los resultados, ya documentados, en un cuaderno de campo. Aquello no tiene precio.
Así que, a día de hoy, seguiré investigando el mundo con esa misma mirada. Abriré todos los cajones que se me crucen en el camino y me entusiasmaré como entonces cuando las cosas parezcan salir bien. El mundo es cuestión de percepción y más en estos tiempos en que nos hipotecan la felicidad, en que los ladrones dan gracias a dios por su absolución y en que la justicia cree que puede seguir siéndolo sin mirar al pasado. Yo prefiero ilusionarme con lo más banal y no me importará descubrir la trampa años después, porque en su momento no fue un truco, y eso hace que todavía siga siendo magia.
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