miércoles, 30 de junio de 2010

Eterno aprendiz.

Saben ustedes que odio la primera persona, sobre todo cuando yo no soy la primera persona. Saben el miedo que me acecha al hablar sobre mí y que esto que escribo termine por parecer un diario de adolescente aquejado de un severo trastorno hormonal transitorio –o no-. También saben que soy un tipo celoso de su intimidad, que sólo desea la fama para autoafirmarse profesionalmente, pero nunca personalmente. Mi ego es de presunto escritor, no de presunto ser humano.

Dicho esto, debo confesarles que a veces me sobrevuelan los adjetivos. Los veo rondándome la cabeza y de vez en cuando cierro los ojos y me agacho, en espera del adjetivazo que me encasille de un golpe fatal. De mí se han dicho muchas cosas –la mayoría malas, por fortuna-, otras tantas se han murmurado y otras menos se han presentado por escrito, en maravillosa instancia que debe de quedar para la posteridad.

A mi me gustan las primeras, las malas, por sinceras. Me gustan los adjetivos peyorativos, es más: me gusta hasta el término “peyorativo”. Y me gusta cuando me sobrevuelan sin pretender disimular el picado en barrena hacia el centro mismo de mi frente o mi nuca –colleja calificativa-. Me gusta cómo me activan, cómo me encienden, cómo hacen que mi ingenio se ponga en marcha para desautorizar tal o cual estimación sobre mi persona. Podrán ustedes asombrarse ante mi carácter conflictivo/masoquista, sin embargo, hasta hace un tiempo esto sólo se refería a la faceta personal. Es curioso: podía aguantar todo tipo de injurias personales, pero ninguna profesional.

Supongo que podía aguantarlas porque, sinceramente, me resbalaban cual jabón carcelario. Pero el punto de vista cambia radicalmente cuando cambia el emisor del mensaje. Eso es algo que yo debía saber. Al fin y al cabo, en la facultad me hicieron creer que yo era un experto en comunicación –algún profesor endógamo diría comunicólogo-, pero está claro que todavía me queda mucho por aprender. Así pues, me sorprendió, no tanto el dolor por lo dicho como la empatía con mi interlocutor. El hecho de comprender que quizás en esta ocasión me sentía más necesitado de perfección personal que de brillantez profesional.

No me activé. No me encendí. No traté de rebatir con ágiles argumentos ni enrevesados giros retóricos. ¿Para qué? No sólo había razón en sus palabras, sino que me importaban. Eran valoraciones sinceras, no de las que sobrevuelan. No tenían la intención de hacerme daño, nada de collejas calificativas ni adjetivazos traicioneros; sólo sinceridad dolida. No cabían argumentos en contra, no me resbalaba nada, se quedaba pegado. No podía aguantar porque no quería reconocerme. Y, sin embargo, sólo cabía asumir mi error y desear ser capaz de mirar a los demás, en lugar de coleccionar espejos.

Ahora, una vez roto el cristal que me reflejaba, veo que hay alguien al otro lado. Y no soy yo, es alguien dispuesto a curar mi puño magullado por los cristales y destellante por el azogue. Es alguien que no siempre me mira con aprobación, pero cuya sola mirada ya es motivo de orgullo. Los ojos de los demás pueden llegar ofrecernos nuestro reflejo más fiel. En consecuencia, en lo sucesivo dejaré mi brillante agumentario, mi ego y mis ínfulas semidivinas para lo profesional, en donde soy un eterno aprendiz.

martes, 22 de junio de 2010

Verano.

La cadencia lenta de los rayos de sol a través de las cortinas blancas. Las ondas de luz se forman sobre el sofá como si hubiesen dejado caer los rayos en hebras blanquecinas a merced del aire. El aire cálido rodeando los cuerpos estáticos y el agua como salvación y objetivo. Los besos templados a media noche, cuando la luna no calienta y la cama no acaba de enfriarse. Verano a grandes rasgos y en pequeños detalles. Los despertares que no terminan nunca, las vueltas de sábana, el arroparse de madrugada, las siestas diáfanas y extendidas. El zumo de naranja de mañana fuera de temporada, las tostadas con aceite en la terraza sin los toldos puestos, con el sol todavía tibio. El mar liso, planchado, pendiente de los vientos que no terminan de llamarle. Y luego la bola de fuego que asciende lentamente, haciendo que el aire baile de calor sobre las superficie ardientes. El hielo del vermouth del aperitivo deshaciéndose entre la rodaja de limón y su corteza amarilla. El mejor café granizado del mundo, tarde tras tarde en la terraza de mi amigo Germán. Los ocasos comiendo pipas y acumulando cáscaras a nuestros pies. La cena breve en espera de las copas en la playa. Los paseos por la orilla cuando el agua está más caliente que el aire y el mar duerme y respira sal. El ronroneo del motor de la Vespa y mi camisa hinchada por el aire. El limón granizado, el helado de mantecado –mantecao, vaya-. Las calas blancas de piedras redondas, el sonido del agua, ola tras ola, escapando bajo ellas. El camino de plata titilante que dibuja la luna desde la playa al horizonte difuso -¿dónde empieza el cielo y termina el mar?-. Verano en pequeños recuerdos.

Hasta los párrafos parecen estirarse, desperezarse sin conseguirlo. Ahora, en Madrid, el calor amenaza con la suave sugerencia del pestañeo de un termómetro. Grado a grado me va entornando los ojos y hace que pesen las pestañas. Sé que la ciudad terminará por dormirse también, poco a poco, sin que nos apercibamos. Cuando llegue agosto, las noches se taparán con el silencio de la ausencia.

Entonces ya hará más fresco y quizás las luces de la Gran vía se acuesten antes, cansadas de todo un año sustituyendo al firmamento. Quizás se dejé ver alguna estrella en este terrible cielo rojo nocturno. Entonces los párrafos y las tardes serán más breves y todo cuanto anhelamos del estío andará ya resacoso y desgastado, desesperado de invierno para volver a ser mágico. Porque los deseos cotidianos también precisan de la tregua de la imposibilidad para no perder la magia.

En el cénit del verano llega la asunción de lo extraordinario como cotidiano. Todo cuanto hemos estado deseando a lo largo del invierno se reproduce día a día, hasta parecer permanente. Con el declive suben las acciones de las costumbres estivales y se aprecian en la medida en que su vida se acorta. El ser humano es así; desprecia lo que tiene y sobrevalora lo que ansía, en lugar de darse cuenta de que todo es mágico en su momento y cómo tal ha de vivirse.

Porque lo sé, a mí no me engañan. Cuando lleven tres meses de calor insoportable y el salitre haya convertido sus pieles en un bolso de cocodrilo de contenido visceral, rogarán por un abrigo. Se les irá la vida por la poesía marchita de las hojas descendiendo en suave vaivén desde los árboles hasta la acera. Querrán ver el espectáculo de colores en los parques y los bosques. Querrán darse los últimos baños en un mar solitario, frío y transparente. Les asaltará con una fuerza casi erótica el sol de otoño que calienta pero no quema. Se morirán por arroparse junto a su pareja bajo las mantas y dormir abrazados sin ventiladores ni aires acondicionados –ni condicionados, en el caso de quien escribe-. Y cuando ya lo tengan, darán su vida porque llegue la navidad. Porque, sí, admitámoslo, el Corte Inglés, bajo su empresarial apariencia, cumple el sueño de toda persona: vivir por anticipado. El futuro hecho presente, sin la depreciación de lo posible. De ahí los precios de quien vende sueños a quien carece de ellos. Es peligroso vivir en el futuro, pues entonces hoy siempre será ayer.

martes, 15 de junio de 2010

Atrapar la vida.

A veces camino por la calle con la mente muy por encima de los áticos llenos de plantas. Me van y me vienen pensamientos que casi puedo ver bajar y subir a través de los rayos de sol de los que huyo. No quiero, en cambio, evitar esos pensamientos, por puro fugaces, por instantáneos y perecederos. Antes solía apuntarlos, es más, llevaba siempre un folio doblado y un bolígrafo bic que corté por la mitad, pero ahora me planteo que tal vez los desvirtúe al fijarlos.

Las ideas fugaces, como las estrellas, cruzan la bóveda craneana y te hacen sonreír o emocionarte. Durante ese breve lapso de tiempo, tus ojos no ven y tus oídos no oyen. Caminas por inercia y maniobras con la precisión de un siniestro autómata. Te golpean el alma, te despiertan por dentro y luego desaparecen dejando una estela a la altura de su brillo. Por eso, al echar mano del papel y el bolígrafo y luego releerlas, no terminamos de entender que habíamos visto de especial en ellas.

Esta circunstancia afecta a casi todos los momentos maravillosos que se evaporan antes de marchitarse. Es en su fugacidad en dónde reside su magia y, en consecuencia, no tiene sentido buscar prorrogarlos. A todos se nos ocurre, desde los ya mencionados “pensamientos de luz”, hasta un bebé que nos devuelve la sonrisa desde el hombro de su madre, pasando por el mágico e intermitente cruce de miradas con la atractiva desconocida de turno que nos las responde. Nada de ello esta hecho para durar y nada de ello debe tener mayor trascendencia.

Este conjunto de polaroids mentales no se registra en la memoria a largo plazo, no tiene ningún significado más allá de unos pocos minutos después de sucederse. No obstante, forman parte del continuo devenir y ayudan a mantener la perspectiva frente a los momentos e ideas que sí deben perdurar, porque no son fugaces, porque son necesarios y porque no sólo tienen significado por si mismos, sino que nos lo prestan a nosotros.

Por ello, suele ser mejor olvidarse el papel en casa al lado del bolígrafo y dejarse llevar por todos esos instantes. Permitir que se cuelen la ideas en nuestras cabezas como se filtra el sol a través de las hojas de los árboles. Nadar entre la gente de cara en cara sin buscar la que queremos encontrar. Las ideas importantes y las personas importantes destacan por sí mismas. No necesitan de recordatorios ni fotografías, porque se graban a fuego en la cabeza, porque te paran en seco y te impiden pensar en cualquier otra cosa.

Es mejor caminar sin pisar el suelo del todo hasta que nos cojan de la mano y ocupemos el sitio que nos corresponde. Podemos dejarnos acariciar y mecer por el continuo devenir con la seguridad de que en algún momento se parará y dará igual todo cuanto hayamos apuntado en mil papeles. La historia ya la habremos escrito sin trazar una línea. Sólo entonces entenderemos que no podemos atrapar la vida, que todo cuanto nos queda es dejarnos atrapar por ella.

martes, 8 de junio de 2010

Pasando de la política.

Nunca me erigiría como adalid del idealismo político. Tal vez no me defina por mis convicciones desinteresadas acerca de una utopía social alejada de intereses económicos. Es posible que no crea en un sistema centrado en la persona como elemento principal de sus preocupaciones y medidas. Y no lo hago, no por falta de ganas, sino por falta de convicción en el sentido estricto del término. No me convence, no creo que sea aplicable, funcional o como quiera decirse. Sin embargo sí tengo mis intereses políticos: Me informo sobre los distintos programas electorales, valoro mi afinidad ideológica, la sopeso con la utilidad de mi voto, voto y sigo al corriente de la acción de gobierno, vigilando si se ajusta a lo prometido.

No pido que todo el mundo haga eso –se ve que también me falta convicción en ese sentido-, pero, si la sociedad se queja de los políticos, antes debería de echarse un ojo a sí misma. Tampoco los políticos deberían quejarse del hastío y del desinterés general hacia ellos. Los elevados porcentajes de abstención son más absentismo que abstención. Simplemente se pasa de la política porque no se cree –no sin razón- en la capacidad de los políticos para solucionar los problemas de los ciudadanos. A eso se une una ignorancia crónica que da lugar a dos tipos de votantes. El primero, el no-votante y, el segundo, el integrista político.

Este último me parece especialmente interesante, por ridículo –como cualquier integrista-. Tiene especial presencia entre los partidos de derechas y se basa en votar a un logotipo haga lo que haga el que lo sostiene. Supongo que viene del gusto de este tipo de votantes por los estandartes, monigotes, soflamas, lemas y todo tipo de ornamentación y parafernalia que oculte la ausencia de contenido. Al igual que sus lidercillos de cabecera, se dedicarán a insultar sin reflexionar, pero, sobre todo, a criticar sin proponer. Y lo harán porque desconocen que una cosa es la oposición y otra muy distinta la contra. Dentro de su referida ignorancia crónica, desconocen que los partidos que no gobiernan deberían dedicarse a plantear alternativas a las medidas del gobierno. Y da igual, prefieren palabrería, gritos y descalificaciones varias. Al que le gusta la mierda no debería importarle el fondo del programa político. Se presupone que olerá mal.

A estos votantes les da igual el nivel de corrupción al que puedan llegar sus dirigentes. Les da igual lo encausados, enjuiciados o condenados –divina y humanamente- que puedan estar. Les votarán aunque sea lo último que hagan, aunque luego les roben el dinero de sus mismísimas cuentas corrientes. Están ávidos de führercilllos, duces y generalísimos varios. Adoran verse reflejados en la impunidad de sus admirados. Quieren que se salgan con la suya. Quieren que ganen los malos. Y lo quieren por una cosa, porque ellos harían exactamente lo mismo. Porque serían igual de corruptos y porque no utilizarían su poder para lograr el bien general –con lo agradable que es el particular-. Porque tampoco creen en la política y sus nociones sobre los principios democráticos servirían de inspiración para no pocas dictaduras.

Pero, ¿qué queremos? Los partidos políticos dan pena, cuando no asco. Las ideologías se funden en una amalgama informe y sólo identificable por los colorines de las banderolas. Los partidos (El Partido) de derechas gritan, aúllan, insultan y no proponen nada, porque no tienen ni idea de qué harían si estuvieran en el poder. De hecho creo que se alegran profundamente y piensan: “Menos mal que no ganamos. Y que se ponga peor, que así nos los quitamos de encima y a ver si mientras se recupera un poco la situación”. Entre los partidos de Izquierdas, el partido que se define socialista defiende una curiosa máxima: en época de bonanza, los agentes capitalistas tienen derecho a todas sus ganancias y a pasar del estado. Es más, si les bajan los impuestos y les dan ventajas fiscales, pues mejor que mejor. Y en época de crisis, no pasa nada, el estado se hace cargo del estropicio y les paga los desmanes. Mientras tanto ninguno de los grandes bancos ha registrado pérdidas. Han bajado su ritmo de crecimiento, pero no han dejado de ganar dinero.

Tampoco me cuadra el funcionamiento de la ley electoral. No sé porque partidos regionalistas, como el PNV con 303.246 votos, pueden obtener seis escaños, mientras que Izquierda Unida con 963.040 sólo consigue dos. Si, ya sé, me dirán que es para atender el carácter multicultural de España y para que todas las autonomías estén representadas en el Congreso. Pero, ¿para tal efecto no estaba el Senado? Ah, perdón, se me olvidaba que el Senado no sirve para nada. Sinceramente, me veo pasando de la política en breve.

Y me asusta.

martes, 1 de junio de 2010

De Madrid al... purgatorio.

Un escalón, dos, tres, cuatro –compruebo que sigo sabiendo contar- y llego al vestíbulo de la estación de metro de Alfonso XIII. Nada cambia, salvo el precio del bono de diez viajes, que dentro de poco será más caro que pagar diez viajes de uno en uno. Mi ánimo es el de costumbre, cuando uso el transporte público, ceño fruncido y humor irritable. Sin embargo, en pleno estío, se agrava por un motivo que considerarán comprensible: el maldito calor subterráneo me confirma que una de las líneas lleva directa al infierno. Y yo no tengo nada en contra del infierno ni de sus habitantes, pero en verano me hastía por pura exageración térmica.

Tras cerciorarme de haber escogido la línea de metro correcta –la que no lleva al infierno, ni al cielo, Diosmelibre-, desciendo por las escaleras mecánicas. Me pongo a la derecha, para evitar ser arrollado por los que venden tiempo a cambio de vida, y me siento parte de una cadena de despiece. Mecido por el lento traqueteo de los escalones, mi mirada se cruza con la de los que suben hacia la luz gris de Madrid. Ellos ya han recorrido el viaje que a mi todavía me espera. Se me ocurre que su destino es mi partida y me doy cuenta de que sus ojos son mates. Tal vez sea el aire seco y ardiente que les ha obstruido el lagrimal, o tal vez sea que no hay alma que conecte con su nervio óptico.

Al final de la escalera mis pensamientos se me antojan dramáticos y exagerados. “Sólo vas a coger el metro”. Pero no puedo frenarme; tal vez algún tipo de microondas transmitidas a través de la catenaria me controlan el pensamiento, ahora que ya casi he llegado al ánden. “Sí –me digo presa del delirio- a medida que uno desciende, esas malditas ondas de control cerebral te atraviesan los tímpanos y te convierten en parte del relleno cárnico de los convoyes del infierno”. Como veo que los razonamientos adquieren tintes paranoides, decido distraerme en mis compañeros de espera, hasta que llegue el tren.

Un japonés-cámara-en-mano me recuerda inevitablemente los atentados con gas del metro de Tokio. El pensamiento me tranquiliza y me recuesto en el banco metálico, agradablemente frio, hasta que escucho el chirrido sobre las vías. (Ya llega). Me levanto con cierta desgana y miro el reloj sin ver la hora. Entro en el vagón y me siento después de mirar que el asiento no contenga vómito, armas blancas, armas negras o una ensalada de los tres ingredientes. De momento estoy a salvo y durante varias estaciones me dedico a mirar mi reflejo en el cristal de enfrente. Veo mi cara traslúcida sobreimpresa en el fondo negro y vertiginoso de los túneles, fugazmente iluminados por la luz de neón. La misma luz que titubea, que tartamudea sobre mi cabeza, como si no se me acabase de ocurrir la idea que me hará rico –feliz ya soy-.

No me doy cuenta de mi soledad hasta que sube un hombre y se sienta enfrente de mí. Ya no veo mi reflejo, ya no me hago compañía. Algo abatido por lo impracticable de mi narcisismo, me dedico a estudiar a mi acompañante. No acierto a decir si es alto o bajo, porque está sentado y adivino una incipiente joroba bajo una camisa amarilla que otrora fue blanca. Tampoco podría asegurar una edad, quizás cuarenta y muchos, tal vez cincuenta y tantos, puede que roce los sesenta. Tiene el pelo, sucio y tieso, algo ralo en la zona de la coronilla –se refleja sobre mi reflejo en el cristal-. No me había fijado en que me mira, me mira de tal forma que no sé si me ve.

Tiene la mirada opaca, como la que podría tener un caballo. No puedo adivinar ningún estado de ánimo. Ni siquiera las líneas de expresión que rasgan su piel bronceada parecen haber tenido expresión que las cause. Su cara es afilada -es un hombre delgado pero compacto-, el mentón, prominente. Sin saber exactamente por qué, me siento amenazado por este hombre vacío por dentro. De repente, sin advertir cambio alguno en su semblante, abre la boca y con la agresividad que le presuponía, me increpa: “¿Qué?”. Pero no es un “qué” normal, no lo es en absoluto. Puedo sentir como la “e” se abre en su boca hasta tener el acento al revés –“¿Què?”.

No contesto, bajo la cabeza y me voy hacia la puerta más próxima, a esperar a ser salvado de la terrible presencia por la siguiente estación. Pero no llega, tarda demasiado. Comienzo a impacientarme y miro a mi alrededor. Los diagramas de las líneas están sobreimpresos en blanco y negro y carecen de estaciones. Son líneas lisas, ininterrumpidas, sin trasbordo posible. Entonces, lo veo reflejado tras de mí. Es bajito, muy bajito. Sus movimientos son rápidos, pero erráticos, torpes. Me doy la vuelta y lo miro con fuerza –si es que alguien puede mirar así-. Su expresión no cambia, claro, y su boca de nuevo se tuerce en un “Quèèèèè…” que ocupa todo el espacio del tren. Alzo la cabeza y leo el cartel luminoso que hay sobre la puerta que comunica un vagón con otro: “Purgatorio”, luce intermitentemente y se alterna con: “Próxima parada: No”.

Maldita sea, me he vuelto a equivocar de línea. Se me olvidaba por qué odio el transporte público. Se me olvidaba que a veces es preferible el infierno. Lo dicho, me he equivocado de línea.