Con siete años me puse por primera vez aquella vieja chaqueta de esmoquin. Ya le había echado el ojo meses antes, a principios del verano, al fondo de un armario en el chalet de mis abuelos. La había estado mirando casi todos los días, había fantaseado con su pasado esplendoroso de fiestas y había acariciado casi con devoción sus solapas de raso. Pero hasta aquella noche no me había atrevido a dejarme abrazar por la lana negra, ni me había abrochado su botón único forrado del mismo raso que las solapas redondeadas. Poco me importó que me estuviese gigante, tampoco que diese un calor considerable en pleno agosto y menos aún el hecho de completar el atuendo con un bañador de palmeras y una camiseta de propaganda de recambios de moto. Y no me importó porque llevaba mi pistola de agua en el bolsillo interior y porque estaba a punto de encaramarme al techo del garaje y de descubrir una trama de espionaje internacional en casa de los vecinos. Pero, sobre todo, no me importó porque aquella noche acababa de ver mi primera película de James Bond, Goldfinger.
Recuerdo haber esperado el silencio en la casa. Recuerdo haber apagado la luz y haber leído en la oscuridad. También recuerdo la luz tenue de la noche, seccionada a franjas por las contraventanas catalanas. Menos aun podría olvidar la pantalla iluminada de mi reloj-calculadora Casio y en la vida dejaré de sentir el peso de la chaqueta del esmoquin sobre mis hombros, su rigidez, el roce del raso contra mi cuello moreno. En ese instante el mundo se paró literalmente durante un minuto y lo sé porque en la pantalla del reloj dejaron de ser las 2:58 para ser las 3:00. Y sonó la alarma que me había puesto por si me dormía. Porque esa era la hora pensada, la hora precisa y exacta en la que debía de poner en marcha mi misión de espía bien vestido. Aunque reconozco que me sobresalté, y que se me tambaleó el aplomo al escuchar semejante escándalo. Luego supe que nadie había oído nada y que, en mitad de la noche, los susurros se convierten en gritos, las sonrisas en gemidos y la luna en el sol.
Así que, una vez recuperada la compostura, me apresuré a descorrer los cerrojos de las contraventanas. Me latía el corazón en la garganta y se me perló la frente de sudor. La tensión del momento era máxima; aquellos pasadores oxidados, sus rieles artrósicos por las capas de pintura… Tampoco contaba con el chasquido de la madera, aprisionada la una junto a la otra, durante todo un invierno de lluvias y humedades. De hecho, llegué a pensar que no podría salir. Me tomé continuos descansos para tranquilizarme y encendía compulsivamente la pantalla del reloj –me retrasaba en mi misión-. Cada segundo que me detenía, la brisa del mar me enfriaba la cara y me templaba el ánimo. Gracias a ella y a que me había arremangado el exceso de tela, conseguí liberar una hoja de la ventana. Era la primera vez que tenía la noche para mí solo y me sorprendió vivir en blanco y negro. Me sorprendieron los árboles, sus hojas largas como dedos y los volúmenes de las sombras, tan planas durante el día. Me dejé llevar por el frescor y el olor a humedad; descubrí que el silencio estaba compuesto por cientos de pequeños ruidos que la luz aplasta como si fueran hormigas. Me puse a contar las semillas que caían de los eucaliptos, como pasos sin pies, sobre un techo de uralita azul, que parecía agua negra y congelada. Y finalmente apoyé la escalera contra la cornisa del garaje y ascendí peldaño a peldaño, escuchando el crujir de la madera y a punto de disculparme por utilizar el esqueleto de un árbol muerto.
Cuando subí y me erguí sobre el techo, el cielo cobró sentido. Por primera vez entendí que todo ese azul no estaba vacío, que las estrellas lo sujetaban y que la luz, cuando ciega, no nos deja ver bien las cosas. Tenía el mundo a mis pies y los pinos a la altura de los ojos. Me sentía como si pudiera tutear a la naturaleza, y no por falta de respeto, sino por la certeza de formar parte de ella. Al fin y al cabo, el mundo entero parecía ser como aquel silencio imperceptible, hecho de cientos de pequeños ruidos sin los que no podría existir; con una afinación tan perfecta que pasa inadvertida y una autoría tan anónima como compartida.
Aquella noche, enfundado en mi esmoquin, supe que pertenecía a algo muy grande, algo tan grande como para ser la pequeñísima parte de algo aún más grande. Por eso, años después he vuelto a ponerme aquella chaqueta. Me la he puesto con la certeza de que su lana negra se tiñó aún más y que su raso destella como la luna aquella noche.
Aquella noche en la que el mundo se paró durante un minuto para que yo me subiera.