viernes, 30 de marzo de 2012

Películas que recordaré (III): Goldfinger.

Con siete años me puse por primera vez aquella vieja chaqueta de esmoquin. Ya le había echado el ojo meses antes, a principios del verano, al fondo de un armario en el chalet de mis abuelos. La había estado mirando casi todos los días, había fantaseado con su pasado esplendoroso de fiestas y había acariciado casi con devoción sus solapas de raso. Pero hasta aquella noche no me había atrevido a dejarme abrazar por la lana negra, ni me había abrochado su botón único forrado del mismo raso que las solapas redondeadas. Poco me importó que me estuviese gigante, tampoco que diese un calor considerable en pleno agosto y menos aún el hecho de completar el atuendo con un bañador de palmeras y una camiseta de propaganda de recambios de moto. Y no me importó porque llevaba mi pistola de agua en el bolsillo interior y porque estaba a punto de encaramarme al techo del garaje y de descubrir una trama de espionaje internacional en casa de los vecinos. Pero, sobre todo, no me importó porque aquella noche acababa de ver mi primera película de James Bond, Goldfinger.

Recuerdo haber esperado el silencio en la casa. Recuerdo haber apagado la luz y haber leído en la oscuridad. También recuerdo la luz tenue de la noche, seccionada a franjas por las contraventanas catalanas. Menos aun podría olvidar la pantalla iluminada de mi reloj-calculadora Casio y en la vida dejaré de sentir el peso de la chaqueta del esmoquin sobre mis hombros, su rigidez, el roce del raso contra mi cuello moreno. En ese instante el mundo se paró literalmente durante un minuto y lo sé porque en la pantalla del reloj dejaron de ser las 2:58 para ser las 3:00. Y sonó la alarma que me había puesto por si me dormía. Porque esa era la hora pensada, la hora precisa y exacta en la que debía de poner en marcha mi misión de espía bien vestido. Aunque reconozco que me sobresalté, y que se me tambaleó el aplomo al escuchar semejante escándalo. Luego supe que nadie había oído nada y que, en mitad de la noche, los susurros se convierten en gritos, las sonrisas en gemidos y la luna en el sol.

Así que, una vez recuperada la compostura, me apresuré a descorrer los cerrojos de las contraventanas. Me latía el corazón en la garganta y se me perló la frente de sudor. La tensión del momento era máxima; aquellos pasadores oxidados, sus rieles artrósicos por las capas de pintura… Tampoco contaba con el chasquido de la madera, aprisionada la una junto a la otra, durante todo un invierno de lluvias y humedades. De hecho, llegué a pensar que no podría salir. Me tomé continuos descansos para tranquilizarme y encendía compulsivamente la pantalla del reloj –me retrasaba en mi misión-. Cada segundo que me detenía, la brisa del mar me enfriaba la cara y me templaba el ánimo. Gracias a ella y a que me había arremangado el exceso de tela, conseguí liberar una hoja de la ventana. Era la primera vez que tenía la noche para mí solo y me sorprendió vivir en blanco y negro. Me sorprendieron los árboles, sus hojas largas como dedos y los volúmenes de las sombras, tan planas durante el día. Me dejé llevar por el frescor y el olor a humedad; descubrí que el silencio estaba compuesto por cientos de pequeños ruidos que la luz aplasta como si fueran hormigas. Me puse a contar las semillas que caían de los eucaliptos, como pasos sin pies, sobre un techo de uralita azul, que parecía agua negra y congelada. Y finalmente apoyé la escalera contra la cornisa del garaje y ascendí peldaño a peldaño, escuchando el crujir de la madera y a punto de disculparme por utilizar el esqueleto de un árbol muerto.

Cuando subí y me erguí sobre el techo, el cielo cobró sentido. Por primera vez entendí que todo ese azul no estaba vacío, que las estrellas lo sujetaban y que la luz, cuando ciega, no nos deja ver bien las cosas. Tenía el mundo a mis pies y los pinos a la altura de los ojos. Me sentía como si pudiera tutear a la naturaleza, y no por falta de respeto, sino por la certeza de formar parte de ella. Al fin y al cabo, el mundo entero parecía ser como aquel silencio imperceptible, hecho de cientos de pequeños ruidos sin los que no podría existir; con una afinación tan perfecta que pasa inadvertida y una autoría tan anónima como compartida.

Aquella noche, enfundado en mi esmoquin, supe que pertenecía a algo muy grande, algo tan grande como para ser la pequeñísima parte de algo aún más grande. Por eso, años después he vuelto a ponerme aquella chaqueta. Me la he puesto con la certeza de que su lana negra se tiñó aún más y que su raso destella como la luna aquella noche.

Aquella noche en la que el mundo se paró durante un minuto para que yo me subiera.

sábado, 17 de marzo de 2012

Películas que recordaré (II): La ventana indiscreta.

Mientras escribo, escucho el resonar de tacones en la calle. Es un sonido muy particular, muy característico. Un sonido que no puede ser otra cosa y que no va y viene y se corta o nace, sino que surge y se desvanece. En la quietud de la noche parece casi una afrenta rítmica al silencio, o mejor, una historia que reverbera por las fachadas oscuras, buscando una ventana por la que entrar. Yo no puedo evitar mirar, será por los años que he vivido solo, o será por mi espíritu cotilla, disfrazado de curiosidad algo morbosa. O será más bien porque confundo la ventana con una pantalla y las cortinas con el telón y las vidas ajenas con películas algo más reales, pero lejanas desde mi palco privilegiado. Quizás sea por todo eso, o quizás sea por cierta película de Hitchcock.

Era ya mayor cuando vi íntegramente La ventana indiscreta. Tengo recuerdos anteriores, como de otras películas, retazos infantiles, indeterminados, pero aquella vez tardía la viví de una manera especial. Y fue así porque, como ya he dicho, vivía solo en este mismo piso que ahora es de dos. Vivía enclaustrado, mientras estudiaba periodismo –qué ironía-. No salía apenas, es más; me recluía en una soledad enfermiza, intensa y agradable, en la que sólo el cine y las ventanas me mantenían unido al mundo exterior. Una soledad en la que yo, al contrario que James Stewart, no tenía una pierna rota, pero sí su obsesión. Y también unos prismáticos.

Con James compartí la estrategia de apagar la luz y situarme al fondo de la habitación, cobijado por la penumbra y huyendo de la frontera que delimita la luz amarilla de las farolas. Desde allí, apostado entre el escritorio y el aparador quería confundirme con el vacío, apenas existir. Sin saberlo, buscaba una existencia aún más pasiva que la mía, algo que me hiciese sentir vivo -aunque fuera por comparación- y terminé por encontrarlo en un vecino, a quien bauticé como el terrible hombre de enfrente. También imaginaba a otros vecinos escrutando el enorme espacio negro de mi ventana abierta, preguntándose por aquello que no podían distinguir, o descubriendo el brillo delator de una lente de aumento –ese escalofrío simultáneo a ambos lados de la calle-.

Les ruego que me disculpen el comportamiento. No lo hacía con malicia. Es sólo que siempre he vivido en otro plano de la realidad, en un plano de espectador que transforma lo cierto en ficción y la ficción en lo cierto. Por eso, cuando apagué la luz y no abrí la ventana, sino que puse aquella película tan familiar y desconocida, la viví como si tuviese a James en mi salón. Lo vi moverse en la silla de ruedas de un lado a otro. No le dije ni una palabra, no quise molestarlo. Es más, yo también quería mirar lo que él miraba. Lo sentía como propio, como real. En nada se diferenciaba aquel patio de attrezzo de las fachadas de mi calle, ni los vecinos, ni el asesino ficticio de mi terrible hombre de enfrente. Éramos iguales, o eso creía yo, mientras seguía refugiado en la oscuridad, esperando al asesino ficticio, precedido de sus pisadas. Sus pisadas al otro lado de la puerta, que no van y vienen, ni se cortan o nacen. Sus pisadas que son una historia que surge y se acerca y deja de escucharse para poder verse, en forma de sombra bajo la rendija de la puerta. Luego conseguirá entrar, convertido en aterradora realidad, y James intentará deslumbrarlo con el flash de su cámara. Pero se acercará, cada vez más y no podremos evitar enfrentarnos a él.

Eso fue lo que aprendí cuando acabó el metraje; aprendí que yo no tenía una pierna rota, y que si no salía a buscar la realidad, ella misma vendría a por mí. Y de malos modos. Aprendí que debía deslumbrar a la realidad sin que llegase a asustarme y a que debían ser mis pasos los que la sorprendieran. Aprendí que desde los prismáticos no se pueden tocar las cosas y, sobre todo, aprendí que jamás tendría a Grace Kelly en mi salón si no me convertía en protagonista de mi propia vida.

Como no me gustan las rubias, con permiso de Grace, conseguí a una preciosa morena. Y ahora, cuando imagino mi ventana desde fuera, la veo como la película que siempre había deseado vivir… Y cierro las cortinas, por si acaso.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Peliculas que recordaré (I): El sueño eterno.




Era una tarde de invierno de hace mucho, mucho, mucho tiempo. Una de esas tardes de invierno que rozan el abismo de la memoria infantil, entre brumosa e inventada, allá por los cinco o seis años. No sabría decir si ya vivía en Alicante o sólo pasaba una de mis frecuentes estancias en la casa de mis abuelos. No tengo claros los detalles, pero sí el ambiente, el ambiente es lo que siempre queda; el calor pesado de la calefacción, el frio eterno de mi abuelo –nene, cierra la puerta, que hay corriente- y la tele enorme encendida. También los sillones mullidos, demasiado mullidos y los cuadros que siguen tapizando las paredes. Los cuadros con paisajes de la que luego fue mi tierra, pintados por pintores con los ojos heridos sin remedio por el sol reflejado en el mar, o el polvo arcilloso de la montaña en verano. Aquellos cuadros fueron mi primera ventana a la realidad que tan bien me acogió –con tanta calidez-. Las otras ventanas fueron el enorme mirador del salón y aquel gigantesco televisor de tubo, con películas que ya nadie ve y el latido mortecino de las líneas de barrido, que hacen palpitar la imagen.
Y aquella lejana tarde de invierno, lo que la pantalla ofreció fue una película en blanco y negro. Como casi siempre que esto ocurría, mi abuelo, con su bata de máximo abrigo y su voz grave, aclaraba: “Esta la pusimos en los cines”. Supongo que, a medida que se envejece, entendemos el mundo gracias a nuestros recuerdos y apoyamos las experiencias presentes en las pasadas. Así todo es lineal, uniforme y comprensible. Manejable en definitiva. Pero a mí, aquellas aclaraciones me servían para hacer volar mi imaginación, para recrear un cine antiguo, con butacas de terciopelo rojo y un pequeño palco superior, con su altura libre de tres pisos y un amago de escenario abrazando la pantalla. Y el cañón de luz del proyector, con su murmullo mecánico de reloj de precisión y su facultad para trasportar la imagen a través del aire. A través del polvo en suspensión, que empaña la imagen final, como se empañan los recuerdos. Yo lo agradezco, así mi vida parece una película, y uno siempre es el protagonista, por muy mal pagado que esté.
Así pues, hundido en el sofá mullido, con el televisor sustituido por la penumbra de un cine cerrado y la expectación de un niño de cinco años, la programación perdió su color y comenzó a latir con la primera película que recuerdo: El sueño eterno. Años después he podido verla en varias ocasiones. La primera vez fue quince años después del primer visionado y la sensación no fue decepción, sino desconcierto. En primer lugar, porque no entendí nada y, en segundo, porque no entiendo como pude aguantar todo el metraje con tan sólo cinco años. Aun así la disfruté y la sigo disfrutando de vez en cuando. Tal vez con el tiempo haya conseguido desentrañar la trama del montaje más incomprensible de la historia del cine –hoy en día sería un ejercicio de vanguardia-, pero no se la contaré. Al fin y al cabo puede ser un buen pasatiempo y es la mejor manera de afrontar la película, como el detective protagonista, tratando de desentrañar el misterio.
Lo que quedó para siempre fue Humphrey Bogart. No Philip Marlowe, a quien encarna, o tal vez sí, o tal vez fueron lo mismo uno y otro. Sea como fuere, yo quise ser Humprhey. Y quise ser él antes que James Bond, Regminton Steele o Terminator –sí, esas eran mis aspiraciones-. Aquel tipo bajito, canijo, con aquellos rasgos toscos y talante canallesco me conquistó para siempre. No sé si la primera vez llegué a entender del todo su cinismo, su ironía y su cansancio de existir, pero creo que me quedé con la esencia. Saqué una conclusión inequívoca de la que luego hice bandera: la actitud y la personalidad nos definen por encima de nuestro físico. Y la atracción de lo intangible al final es más fuerte y duradera que la física.
Desde entonces, empezaron a gustarme los sombreros –un poco ladeados- y las gabardinas y los misterios turbios. Desde entonces vivo a medio camino entre lo que quiero ser y lo que soy, entre la ficción que escribo y la realidad que vivo. Y las entretejo hasta perder el sentido, hasta creerme capaz de atravesar el aire iluminando el polvo en suspensión para llegar a la pantalla en forma de letras. Las entretejo hasta hacer de mi vida un sueño eterno del que no quiero despertar jamás.



jueves, 1 de marzo de 2012

Un toque de atención.

Cuanto más tiempo pasa desde la victoria de la derecha, más se me confirman las sospechas habituales. La primera y más importante es el gran error de Zapatero, que fue quitar importancia a la crisis. A mí me defraudó en su momento, por la intencionalidad, pero luego me cabreó definitivamente, por lo tonto de la estrategia. Antes de llegar Rajoy, ya supuse lo que iba a hacer; exactamente lo mismo que Zapatero –lo que diga Merkel-, pero haciéndose la víctima y por boca de Soraya. Todo ello desde algún lugar escondido en el rincón más oscuro del sótano de la Moncloa. Y ahí sigue.

La segunda sospecha es que “se iba a montar la de Dios”, porque, si bien los recortes socialistas fueron de todo menos socialistas, ahora los lleva a cabo el Partido Popular, lo que me demuestra una cosa: preferimos que el PSOE actúe como un partido de derechas a que lo haga un partido de derechas. No nos indigna ya desde el principio que el Partido Socialista sea monárquico (!), o que financie a la Iglesia con mayor generosidad que cualquier otro. En cambio, nos llevamos las manos a la cabeza si el místico de Camps, un tipo que le guiña el ojo a Dios, decide gastarse una millonada de dinero público en invitar a Valencia a ese Papa tan siniestro.

Supongo que no sabemos identificar la ironía, o que nos gusta que nos peguen palos los que no tendrían que hacerlo, aunque sólo sea por la sorpresa. Porque de palos va a tratar el asunto, según parece. De palos, huevos, piedras y espráis; del moderado y civilizado 15-M, a romper cristaleras de bancos, pintarrajear escaparates y quemar coches y motos de gente que no tiene la culpa de nada. Y, claro, como ahora gobierna la derecha –los Mossos de Esquadra no cuentan, siempre han sido apasionados en exceso-, la policía se comporta como la de los buenos tiempos y reparten porrazos a diestro y siniestro, a hombres y mujeres por igual, a jóvenes y mayores en la misma medida. Que no se diga que hay discriminación.

Y mientras tanto, unos cuantos manifestantes, los menos, los pocos energúmenos de siempre, siguen sin darse cuenta de que la violencia siempre desautoriza. El vandalismo nunca ha sido un mensaje muy profundo y no creo que refleje ninguna ideología progresista, a no ser que nos hayamos vuelto dadaístas. Quienes se manifiestan, cargados de derechos y de razones, deben ser los primeros en entender que las sirenas callan las proclamas y que las pintadas emborronan los lemas. Quizás la situación se haya agravado, quizás el gobierno esté legislando –por fin- como lo que es; un gobierno de derechas, y quizás la policía actúe de acuerdo a nuevas normas, que vienen de las más viejas, de las afines a los gobernantes actuales. Pero precisamente por todos esos quizases, por muchas ganas de gritar que tengamos, siempre será mejor hablar. Y será mejor escribir que pintarrajear y encender los ánimos que incendiarlos y lanzar mensajes en lugar de huevos. Ahora que el gobierno se comporta como corresponde a su herencia de partido fundando por franquistas, los estudiantes deben comportarse como corresponde a su condición. Su condición de intelectuales. Su condición de futuro inmediato.

Es sólo un toque de atención, antes de que los toques se conviertan en tiros y la atención en despiste.