Mientras escribo, escucho el resonar de tacones en la calle. Es un sonido muy particular, muy característico. Un sonido que no puede ser otra cosa y que no va y viene y se corta o nace, sino que surge y se desvanece. En la quietud de la noche parece casi una afrenta rítmica al silencio, o mejor, una historia que reverbera por las fachadas oscuras, buscando una ventana por la que entrar. Yo no puedo evitar mirar, será por los años que he vivido solo, o será por mi espíritu cotilla, disfrazado de curiosidad algo morbosa. O será más bien porque confundo la ventana con una pantalla y las cortinas con el telón y las vidas ajenas con películas algo más reales, pero lejanas desde mi palco privilegiado. Quizás sea por todo eso, o quizás sea por cierta película de Hitchcock.
Era ya mayor cuando vi íntegramente La ventana indiscreta. Tengo recuerdos anteriores, como de otras películas, retazos infantiles, indeterminados, pero aquella vez tardía la viví de una manera especial. Y fue así porque, como ya he dicho, vivía solo en este mismo piso que ahora es de dos. Vivía enclaustrado, mientras estudiaba periodismo –qué ironía-. No salía apenas, es más; me recluía en una soledad enfermiza, intensa y agradable, en la que sólo el cine y las ventanas me mantenían unido al mundo exterior. Una soledad en la que yo, al contrario que James Stewart, no tenía una pierna rota, pero sí su obsesión. Y también unos prismáticos.
Con James compartí la estrategia de apagar la luz y situarme al fondo de la habitación, cobijado por la penumbra y huyendo de la frontera que delimita la luz amarilla de las farolas. Desde allí, apostado entre el escritorio y el aparador quería confundirme con el vacío, apenas existir. Sin saberlo, buscaba una existencia aún más pasiva que la mía, algo que me hiciese sentir vivo -aunque fuera por comparación- y terminé por encontrarlo en un vecino, a quien bauticé como el terrible hombre de enfrente. También imaginaba a otros vecinos escrutando el enorme espacio negro de mi ventana abierta, preguntándose por aquello que no podían distinguir, o descubriendo el brillo delator de una lente de aumento –ese escalofrío simultáneo a ambos lados de la calle-.
Les ruego que me disculpen el comportamiento. No lo hacía con malicia. Es sólo que siempre he vivido en otro plano de la realidad, en un plano de espectador que transforma lo cierto en ficción y la ficción en lo cierto. Por eso, cuando apagué la luz y no abrí la ventana, sino que puse aquella película tan familiar y desconocida, la viví como si tuviese a James en mi salón. Lo vi moverse en la silla de ruedas de un lado a otro. No le dije ni una palabra, no quise molestarlo. Es más, yo también quería mirar lo que él miraba. Lo sentía como propio, como real. En nada se diferenciaba aquel patio de attrezzo de las fachadas de mi calle, ni los vecinos, ni el asesino ficticio de mi terrible hombre de enfrente. Éramos iguales, o eso creía yo, mientras seguía refugiado en la oscuridad, esperando al asesino ficticio, precedido de sus pisadas. Sus pisadas al otro lado de la puerta, que no van y vienen, ni se cortan o nacen. Sus pisadas que son una historia que surge y se acerca y deja de escucharse para poder verse, en forma de sombra bajo la rendija de la puerta. Luego conseguirá entrar, convertido en aterradora realidad, y James intentará deslumbrarlo con el flash de su cámara. Pero se acercará, cada vez más y no podremos evitar enfrentarnos a él.
Eso fue lo que aprendí cuando acabó el metraje; aprendí que yo no tenía una pierna rota, y que si no salía a buscar la realidad, ella misma vendría a por mí. Y de malos modos. Aprendí que debía deslumbrar a la realidad sin que llegase a asustarme y a que debían ser mis pasos los que la sorprendieran. Aprendí que desde los prismáticos no se pueden tocar las cosas y, sobre todo, aprendí que jamás tendría a Grace Kelly en mi salón si no me convertía en protagonista de mi propia vida.
Como no me gustan las rubias, con permiso de Grace, conseguí a una preciosa morena. Y ahora, cuando imagino mi ventana desde fuera, la veo como la película que siempre había deseado vivir… Y cierro las cortinas, por si acaso.
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