Era una tarde de invierno de hace mucho, mucho, mucho tiempo. Una de esas tardes de invierno que rozan el abismo de la memoria infantil, entre brumosa e inventada, allá por los cinco o seis años. No sabría decir si ya vivía en Alicante o sólo pasaba una de mis frecuentes estancias en la casa de mis abuelos. No tengo claros los detalles, pero sí el ambiente, el ambiente es lo que siempre queda; el calor pesado de la calefacción, el frio eterno de mi abuelo –nene, cierra la puerta, que hay corriente- y la tele enorme encendida. También los sillones mullidos, demasiado mullidos y los cuadros que siguen tapizando las paredes. Los cuadros con paisajes de la que luego fue mi tierra, pintados por pintores con los ojos heridos sin remedio por el sol reflejado en el mar, o el polvo arcilloso de la montaña en verano. Aquellos cuadros fueron mi primera ventana a la realidad que tan bien me acogió –con tanta calidez-. Las otras ventanas fueron el enorme mirador del salón y aquel gigantesco televisor de tubo, con películas que ya nadie ve y el latido mortecino de las líneas de barrido, que hacen palpitar la imagen.
Y aquella lejana tarde de invierno, lo que la pantalla ofreció fue una película en blanco y negro. Como casi siempre que esto ocurría, mi abuelo, con su bata de máximo abrigo y su voz grave, aclaraba: “Esta la pusimos en los cines”. Supongo que, a medida que se envejece, entendemos el mundo gracias a nuestros recuerdos y apoyamos las experiencias presentes en las pasadas. Así todo es lineal, uniforme y comprensible. Manejable en definitiva. Pero a mí, aquellas aclaraciones me servían para hacer volar mi imaginación, para recrear un cine antiguo, con butacas de terciopelo rojo y un pequeño palco superior, con su altura libre de tres pisos y un amago de escenario abrazando la pantalla. Y el cañón de luz del proyector, con su murmullo mecánico de reloj de precisión y su facultad para trasportar la imagen a través del aire. A través del polvo en suspensión, que empaña la imagen final, como se empañan los recuerdos. Yo lo agradezco, así mi vida parece una película, y uno siempre es el protagonista, por muy mal pagado que esté.
Así pues, hundido en el sofá mullido, con el televisor sustituido por la penumbra de un cine cerrado y la expectación de un niño de cinco años, la programación perdió su color y comenzó a latir con la primera película que recuerdo: El sueño eterno. Años después he podido verla en varias ocasiones. La primera vez fue quince años después del primer visionado y la sensación no fue decepción, sino desconcierto. En primer lugar, porque no entendí nada y, en segundo, porque no entiendo como pude aguantar todo el metraje con tan sólo cinco años. Aun así la disfruté y la sigo disfrutando de vez en cuando. Tal vez con el tiempo haya conseguido desentrañar la trama del montaje más incomprensible de la historia del cine –hoy en día sería un ejercicio de vanguardia-, pero no se la contaré. Al fin y al cabo puede ser un buen pasatiempo y es la mejor manera de afrontar la película, como el detective protagonista, tratando de desentrañar el misterio.
Lo que quedó para siempre fue Humphrey Bogart. No Philip Marlowe, a quien encarna, o tal vez sí, o tal vez fueron lo mismo uno y otro. Sea como fuere, yo quise ser Humprhey. Y quise ser él antes que James Bond, Regminton Steele o Terminator –sí, esas eran mis aspiraciones-. Aquel tipo bajito, canijo, con aquellos rasgos toscos y talante canallesco me conquistó para siempre. No sé si la primera vez llegué a entender del todo su cinismo, su ironía y su cansancio de existir, pero creo que me quedé con la esencia. Saqué una conclusión inequívoca de la que luego hice bandera: la actitud y la personalidad nos definen por encima de nuestro físico. Y la atracción de lo intangible al final es más fuerte y duradera que la física.
Desde entonces, empezaron a gustarme los sombreros –un poco ladeados- y las gabardinas y los misterios turbios. Desde entonces vivo a medio camino entre lo que quiero ser y lo que soy, entre la ficción que escribo y la realidad que vivo. Y las entretejo hasta perder el sentido, hasta creerme capaz de atravesar el aire iluminando el polvo en suspensión para llegar a la pantalla en forma de letras. Las entretejo hasta hacer de mi vida un sueño eterno del que no quiero despertar jamás.
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