La peluquería estaba en la misma
calle que la tienda de mi abuelo y no sé si todavía permanece abierta. La
tienda de mi abuelo, no. Lo cierto es que pasábamos mucho por delante de sus
dos puertas de madera, siempre abiertas, enmarcadas por la fachada alicatada.
Eran dos grandes aberturas que permitían ver perfectamente el amplio interior
y, en el exterior, entre una y otra, había un pequeño cartel en el que se podía
leer: On parle français. Bien pensado,
nunca escuché a ninguno de los dos peluqueros hablar francés, pero sé cuál era
el políglota, porque tenía acento y pelo, atributos inexistentes en el otro.
Pero poco le importarían sus carencias, ya que “el otro” era el dueño del local
y, su nombre, el nombre del negocio. “Peluquería de caballeros –en pequeñas
letras negras- : PEPITO –en grandes letras rojas-“. No es que “Pepito” sea un
nombre de enjundia, pero sin duda su cartel era más grande que el cosmopolita On parle français.
El suelo que pisaban los pies de
Pepito, el francés y sus clientes era blanco y negro, creo que como un tablero
de damas, o mejor de ajedrez, puesto que hablamos de un templo de la
masculinidad. Porque entonces no existían apenas las peluquerías unisex y
todavía las navajas y las tiras de cuero llamaban mi atención en una vitrina
situada al fondo. Las veía brillantes, con el mango de carey o de baquelita
negra, peligrosas, acompañadas por unos cuantos frascos de Floid loción para el afeitado, que escocían con sólo olerlos. Aun
así, desde mis cinco o seis años, quise afeitarme. Vaya si quería, aunque no lo
decía, claro. Era pequeño, sí, pero cauto. Y allí no había espacio para las
bromas, esa gente iba armada de verdad.
A mí me cortaba el pelo el dueño,
Pepito, que también era el peluquero de mi abuelo. Si había gente, cosa que no
solía pasar, tenía que esperar mi turno en unas sillas de mimbre que ponían la
nota almodovariana al conjunto. Era frecuente que mi abuelo me acompañase, pero
en las últimas ocasiones, dada la cercanía del negocio familiar, podía ir yo
sólo–corriendo- y sentirme un poco mayor e independiente. Y, sobre todo, podía
mirar de soslayo la portada del mismo Interviú,
que siempre descansaba sobre la mesita, también de mimbre, junto a otras
publicaciones orientadas al público masculino, es decir, con mujeres
desnudas. Por supuesto, nunca me atreví
a coger aquella revista, tan sólo a grabar en mi retina las curvas y la piel de
aquella mujer desconocida tan bien
dispuesta.
Así que, entre mirada anatómica y
vigilancia ruborizada, pasaban rápidamente los minutos de espera. También me
entretenían los pelos de la gente, el cabello cayendo al suelo como en un
enorme ataque de alopecia repentina. Luego llegaba el francés, que vestía bata
azul, y los barría con una escoba. Esta acción tenía algo de mágico, por lo
suave de sus ademanes y por la fluidez y el silencio del ejercicio.
Definitivamente aquel galo ejecutaba un impecable ballet de pelos, escoba y
rutina. Era un tipo con garbo, aunque no recuerdo bien su cara. No obstante, sí
puedo aportar un dato curioso acerca de su fisonomía: debía de ser un calco del
tipo de la etiqueta de Floid, ya que
al principio yo los relacione inequívocamente. De hecho, no sería hasta años
después, ya atendido por otro peluquero, cuando vi un frasco de la referida
loción en una droguería. Entonces supe que el francés no tenía su propia línea
de productos, tan sólo el cartel de On
parle français, que algún día alguien grabará como epitafio sobre su
lápida.
Pepito, con bata blanca, como
quien opera la cabeza con tijeras y navaja –neuropeluquero-,
era un hombre del régimen, un español prototípico: bajito, calvo, con gafas y
voz aguda. No me caía mal, me preguntaba las tonterías que se le preguntan a
los niños y me daba algún caramelo que jamás llegaba a probar –al bolsillo y a
la lavadora-. Me gustaba como me ponía la sábana, se le notaba el arte de un
torero que recibe a puerta gayola. ¡Zas!, golpe de muñeca, acompañado de un
rápido movimiento de brazos y cinta ceñida al cuello, seguida de un: “¿te
aprieta?”. Después ese papel crepitante, flexible y suave, que servía para
impedir la entrada de pelitos por la camisa y, acto seguido, el sonido de las tijeras.
Aun hoy me encanta ese sonido del roce metálico. En las manos de Pepito era un
sonido constante, ya que era de esa clase de peluqueros-colibrí, que, una vez
abren y cierran, ya no paran, aunque no haya pelo de por medio.
Normalmente existían dos cortes
distintos: corte de pelo y pelada veraniega. En ambos casos, Pepito no era muy
ducho, pero el primero solía ser terrible. El hombre, deseoso de tener
flequillo, me creía a mí en la misma tesitura. Por ello, fuera cual fuera el
largo, al final siempre me dejaba una ridícula tira de pelo recta de extraña
longitud. Por el contrario, la pelada veraniega era genial. Tijeretazo colibrí
continuo y luego a repasar con una rapadora manual, de esas que ya no existen.
Me encantaba aquel artilugio, con su peine metálico delantero y sus dos asas
como tijeras que hacían funcionar la cuchilla. En efecto, me gustaba tanto el
cacharro que, años después, registrando la cocina de mis abuelos, encontré uno
idéntico en una pequeña caja de cartón. Y, sin demora, la emprendí con mis
patillas hasta parecer Humphrey Bogart en High
Sierra
.
El francés apenas hablaba.
Tampoco era muy expresivo, pero tenía una sonrisa característica. Una sonrisa
que siempre venía precedida de una maniobra por parte de su socio: cada vez que
el francés atendía a un cliente, solía dejar el sillón bastante elevado, acorde
a su mayor altura y para mayor comodidad en el desempeño de sus funciones
capilares. Entonces, cuando otro cliente ocupaba el sitio y era atendido por
Pepito, éste tenía que bajar la silla hasta más o menos el infierno. Era en ese
instante y sólo durante décimas de segundo cuando el francés sonreía, se tocaba
la cara, y se miraba en el espejo de la etiqueta de Floid. Seguro que pensaba: On parle français.
Para mí siempre fue agradable la
experiencia. Me gustaba el olor, no me hacía llorar a gritos como a Neruda.
También me gustaban las pequeñas afrentas hispano-francesas. Y, sobre todo, me
gustaba el Interviú y el sillón
hidráulico, con su silbido al bajar y sus suaves sacudidas al ascender. Me
gustaba el sonido de las tijeras-colibrí, revoloteando alrededor de mi cabeza,
y el peine humedecido y el vuelo de la sabana de neuropeluquero-torero. Me gustaba hasta el suelo en el que nos
movíamos como figuras de ajedrez y la vitrina llena de navajas y loción para el
afeitado. También el mueble larguísimo situado bajo la banda de espejos que
reflejaban mi cara.
Casi parecen los mismos espejos
de cada una de las posteriores peluquerías que visité. Porque en ellos me he
visto crecer y, desde hace poco, envejecer. Si pienso en cada espejo, puedo ver
mi cara de aquel momento, como una fotografía inevitablemente ligada a su
contexto. Primero fui rubio, muy rubio, pequeño y delgado. Pepito cortaba mis
mechones claros y caían húmedos sobre mi pequeña nariz de niño. Luego fui
moreno y fue Luís quien me quitaba los oscuros mechones de mi enorme nariz de
Carratalá. Por último, con la llegada de las entradas y las canas, fue Raúl
quien ejerció, no sólo de peluquero, sino de amigo y hasta de psicólogo.
Ellos no envejecen; yo, en sus
espejos, tampoco. Y en cada espejo soy yo, con diferente peinado, eso sí.