miércoles, 30 de noviembre de 2011

Realidad compartida.


¿Qué más da lo que se decida en Europa? ¿Qué importa lo que le ocurra al planeta entero? Sólo somos una bola diminuta en un vacío gigantesco. ¿Por qué habríamos de ser más importantes que los microbios residentes en la pelota de tenis sobre la que ejercemos nuestro apocalipsis particular? Me importan más los microbios que su hogar. Me importa lo que veo aquí mismo, no lo que veo desde fuera. Ya no tengo ansias de trascendencia. Es más, me parece una estupidez la posteridad. De momento, sólo me preocupa ser feliz. Nada más.

Reconozco que tuve una época un tanto estúpida. Una época en la que soñaba con ser un advenedizo de la historia; quizás una nota al margen, o un asterisco, o un pie de página, ojalá un pie de foto. Me creía en posesión del talento necesario. Tenía por aquel entonces una convicción un tanto estúpida acerca de la importancia y de la fama y escribía en consecuencia; cómo quien se justifica, cómo quiere convencer o, peor aún, cómo un político. Por fortuna ese tiempo pasó. Y ya no me preocupo por utilizar adverbios acabados en “mente” ni por subordinar o coordinar oraciones, que no rezos.

No puedo despreciarme. Sería estúpido o incluso cínico desechar el atractivo de la gloria. Lo único que puedo hacer es relativizar, gracias al tiempo. Y si quiero deshacerme en surrealismo, pues bienvenido sea. Y si quiero atribuirme poderes mágicos, ¿por qué no? Hasta en los textos periodísticos no hay ficción más grande que la realidad. Por eso no hablo como periodista. Jamás me atrevería como escritor. Si acaso, como escribiente, por aquello de que escribo y pienso seguir haciéndolo.

Cuando entré en la facultad de Ciencias de la Información creía en la existencia de una verdad. Cuando salí, ya había aprendido la lección más valiosa: había aprendido a creer en la existencia de mi verdad. Por desgracia, muchos de mis compañeros permanecen engañados mintiendo verdades universales que hasta ellos piensan ciertas. Yo sólo podría hacerlo de una manera consciente, es decir, admitiendo que miento, que digo cosas que no pienso, que otros hablan por mi boca, o que me hallo bajo una suerte de posesión del demonio informativo y que sólo la ficción puede salvarme.

Por eso seguí con mi verdad bajo el brazo y por eso empecé a contarla por escrito. No me preocupó en ningún momento su verosimilitud y empecé a leerme sólo para corregirme. En algunos momentos me puse demasiado estupendo y en otros demasiado derrotista. Pero eso terminó hace tiempo. Ahora mi realidad es estable y, aunque todavía la vivo a tientas, cada vez hay más luz de la que no ciega y sólo ilumina.

Es por eso que a menudo el teclado se me queda pequeño para contarles lo que voy viendo de nuevo.Y, si pudiera, les hablaría en metáforas con tal de enseñarles una realidad distinta. Y les aseguro que sería mucho más fiable que la percepción encorsetada que nos regala nuestra maldita exactitud semántica. Qué asco de Kant: si no existieran los elementos a priori del conocimiento, si no existieran categorías para clasificar lo que percibimos, nos desharíamos de nuestros prejuicios sensibles y nadaríamos en un mar de sensaciones. Probablemente moriríamos embriagados por un torrente de sentimientos y nos ahogaríamos en una confusión fantástica, pero nos habríamos acercado un poco a lo que en verdad es la realidad. No tendríamos ni idea de lo que habríamos visto y, sin embargo, habríamos visto algo cierto. Sin los tamices ni los velos de la razón.


(Mejor compartir que contar).

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cristo me mira mal.

Desde hace unos meses vengo arrastrando cierta fascinación por lo fúnebre, tal vez recuperada de mi infancia, o tal vez como presagio de los resultados electorales. Es por ello que pasé la jornada de reflexión paseando por el madrileño cementerio de la Almudena, donde hay más parados que en toda España, concretamente cerca de ocho millones. Es posible que, a priori, el lugar no les parezca el más idóneo para pasar un día tan señalado, pero, si uno se toma su tiempo y no se deja llevar por cuestiones trascendentales, es seguro que llegará a alguna conclusión política.

Para empezar, un cementerio es la cuna de la democracia y la justicia. La muerte nos iguala a todos y poco importa lo alta que sea nuestra lápida o lo ornado que proyectemos nuestro panteón. Ni siquiera importa que descansemos en una fosa común, que viene a ser como un vagón de metro en hora punta, porque al final siempre tendremos el mismo aspecto, un aspecto poco agradable y apenas reconocible –esa tibia me recuerda a tu abuelo-. Allí los signos de riqueza y poder no son para uno mismo, ni siquiera para su recuerdo, sino para mayor gloria de los que quedan vivos. Quizás los de un rancio abolengo venido a menos se lleven a las novias para impresionarlas: “Mira, este es el panteón de mi familia. Hoy por hoy no tenemos ni para alquilar un piso, pero, si te casas conmigo, pasaremos la eternidad en este chaletito de granito de Guadarrama, como los reyes”.

Cosas así pensaba cuando una figura ensotanada y de tonsura en coronilla se alejó a pocos metros de mí. Empezó a chispear y pensé que ese hombre de coronilla despejada y andares pesados bien podía ser Rajoy. El aspecto de franciscano lo delataba, pero no me decidí a abordarlo para compartir mis dudas electorales. Al fin y al cabo, todavía no le he oído contestar a nada de lo que le han preguntado… No, lo mejor era seguir mi camino sin rumbo en mitad del silencio del camposanto, que diría mi querido Iker Jiménez.

Así que, a solas con mis tribulaciones, me crucé con unos cuantos señores vestidos con un mono rojizo. Sobre la tela, en letras desgastadas, se podía leer: “equipo de enterradores”. Mientras me preguntaba por qué no les habrían puesto un nombre de más enjundia, algo así como “escuadrón de la muerte”, me fijé en uno de ellos, en el único que llevaba pala y sacaba la tierra y hacía agujeros. Me daba la espalda, pero distinguí una calva brillante y blanquecina y también una barba, al verlo de medio perfil. Era menudo, delgado y caminaba algo encorvado. Al principio parecía cavar sin ton ni son, pero, poco a poco, el hueco iba tomando forma rectangular y adquiriendo profundidad. Él seguía sin percatarse de mi presencia, aunque yo ya sabía que era Rubalcaba. Reconozco que me vi tentado de acercarme y preguntarle, quizás de pedirle explicaciones por haber defraudado a los que somos de izquierdas, por no habernos sabido convencer y por regalar España a las derechas. Pero tampoco quise molestarlo. Se le veía pensativo. No apesadumbrado, pero sí conformado. En cualquier caso, nadie le había ocultado que estaba cavando su propia tumba.

Me alejé de allí con mal sabor de boca. No me gusta la derrota asumida de antemano. La tristeza de quien se inmola a sabiendas, pero sin parecer inconsciente o enajenado, me inquieta. Además, ya casi no se escuchaban las paladas hiriendo la tierra y una escalinata me había llevado hasta la puerta de un enorme panteón familiar. Era de piedra gris, de gruesos sillares y esquinas coronadas por pináculos. El techo era de tejas, cubiertas de musgo marrón, y la puerta, de forja, carecía de cristal en una de sus hojas. El cielo se oscureció aun más y la lluvia casi pulverizada dejaba pequeñas perlas cristalinas sobre el paño de mi abrigo. Allí, plantado frente la tétrica construcción, me vi impelido a mirar hacia la negrura del interior. No pude evitarlo, la fascinación por la muerte nace en lo más profundo del ser humano.

Una vez frente a la puerta, me asomé entre los barrotes, dejando mi rostro enmarcado por las cuchillas del cristal quebrado. Lo que vi superó cualquier expectativa. El habitáculo era amplio y el altísimo techo estaba construido como una sobria bóveda de cañón. De entre las piedras, surgían regueros de humedad que manchaban los muros y descendían hasta el suelo, donde reposaba un reclinatorio ajado con la tapicería hecha jirones. Al fondo, cubriendo toda la pared, un enorme Cristo crucificado se dejaba morir cabizbajo, con la mirada entornada. A sus pies, sobre un pequeño altar, brillaba el metacrilato de una urna vacía. No comprendí bien su presencia, hasta que leí lo escrito sobre los sepulcros de las paredes laterales.

Arriba, a la derecha, en letras de bronce, pude leer: “Derechos de los trabajadores” y, un poco más abajo, “Educación y sanidad”. En la pared opuesta, en la dirección en que la figura crucificada no quería ni mirar, conseguí leer: “Ley del matrimonio homosexual”. Y ya, casi en el suelo, “Ley del aborto”. Entonces me incorporé y palpé el bolsillo interior del abrigo. Allí llevaba mi papeleta en su sobre. Escuché crujir el papel bajo la presión de mis dedos y me decidí a empujar la pesada puerta, que cedió con un chirrido sobre sus goznes. El aire húmedo del interior penetró en mis pulmones, al tiempo que cruzaba el umbral. Mis pies me llevaron hasta la urna, mientras extraía mi voto y me preparaba para introducirlo por la ranura. Pero, nada más acercar el sobre, comenzaron a escucharse una serie de secos chasquidos, como quien retuerce una rama o aplasta una piña.

De inmediato se me erizaron los pelos de la nuca y una náusea sacudió mi estómago. Sin darme cuenta, di un par de pasos hacia atrás y tropecé con el desvencijado reclinatorio, que me hizo caer al suelo. Allí, mis ojos fueron directos al crucificado. Era su cuello al moverse lo que crujía como madera seca y desde abajo se podía ver su cólera. Él conocía mi decisión; sabía que había votado al señor que cavaba su propia tumba y que había ignorado al franciscano de la tonsura, que podía encarrilar mi existencia. Cristo me miró mal, desclavó una mano y me señaló con su dedo acusador. Enseguida, el suelo se abrió bajo mis manos y caí en la oscuridad, donde mi voto reposará para siempre, junto a los derechos de los trabajadores, a la educación y la sanidad, a la ley del matrimonio homosexual y sobre la ley del aborto.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

En cada espejo soy yo.

La peluquería estaba en la misma calle que la tienda de mi abuelo y no sé si todavía permanece abierta. La tienda de mi abuelo, no. Lo cierto es que pasábamos mucho por delante de sus dos puertas de madera, siempre abiertas, enmarcadas por la fachada alicatada. Eran dos grandes aberturas que permitían ver perfectamente el amplio interior y, en el exterior, entre una y otra, había un pequeño cartel en el que se podía leer: On parle français. Bien pensado, nunca escuché a ninguno de los dos peluqueros hablar francés, pero sé cuál era el políglota, porque tenía acento y pelo, atributos inexistentes en el otro. Pero poco le importarían sus carencias, ya que “el otro” era el dueño del local y, su nombre, el nombre del negocio. “Peluquería de caballeros –en pequeñas letras negras- : PEPITO –en grandes letras rojas-“. No es que “Pepito” sea un nombre de enjundia, pero sin duda su cartel era más grande que el cosmopolita On parle français.


El suelo que pisaban los pies de Pepito, el francés y sus clientes era blanco y negro, creo que como un tablero de damas, o mejor de ajedrez, puesto que hablamos de un templo de la masculinidad. Porque entonces no existían apenas las peluquerías unisex y todavía las navajas y las tiras de cuero llamaban mi atención en una vitrina situada al fondo. Las veía brillantes, con el mango de carey o de baquelita negra, peligrosas, acompañadas por unos cuantos frascos de Floid loción para el afeitado, que escocían con sólo olerlos. Aun así, desde mis cinco o seis años, quise afeitarme. Vaya si quería, aunque no lo decía, claro. Era pequeño, sí, pero cauto. Y allí no había espacio para las bromas, esa gente iba armada de verdad.

A mí me cortaba el pelo el dueño, Pepito, que también era el peluquero de mi abuelo. Si había gente, cosa que no solía pasar, tenía que esperar mi turno en unas sillas de mimbre que ponían la nota almodovariana al conjunto. Era frecuente que mi abuelo me acompañase, pero en las últimas ocasiones, dada la cercanía del negocio familiar, podía ir yo sólo–corriendo- y sentirme un poco mayor e independiente. Y, sobre todo, podía mirar de soslayo la portada del mismo Interviú, que siempre descansaba sobre la mesita, también de mimbre, junto a otras publicaciones orientadas al público masculino, es decir, con mujeres desnudas.  Por supuesto, nunca me atreví a coger aquella revista, tan sólo a grabar en mi retina las curvas y la piel de aquella mujer desconocida  tan bien dispuesta.

Así que, entre mirada anatómica y vigilancia ruborizada, pasaban rápidamente los minutos de espera. También me entretenían los pelos de la gente, el cabello cayendo al suelo como en un enorme ataque de alopecia repentina. Luego llegaba el francés, que vestía bata azul, y los barría con una escoba. Esta acción tenía algo de mágico, por lo suave de sus ademanes y por la fluidez y el silencio del ejercicio. Definitivamente aquel galo ejecutaba un impecable ballet de pelos, escoba y rutina. Era un tipo con garbo, aunque no recuerdo bien su cara. No obstante, sí puedo aportar un dato curioso acerca de su fisonomía: debía de ser un calco del tipo de la etiqueta de Floid, ya que al principio yo los relacione inequívocamente. De hecho, no sería hasta años después, ya atendido por otro peluquero, cuando vi un frasco de la referida loción en una droguería. Entonces supe que el francés no tenía su propia línea de productos, tan sólo el cartel de On parle français, que algún día alguien grabará como epitafio sobre su lápida.

Pepito, con bata blanca, como quien opera la cabeza con tijeras y navaja –neuropeluquero-, era un hombre del régimen, un español prototípico: bajito, calvo, con gafas y voz aguda. No me caía mal, me preguntaba las tonterías que se le preguntan a los niños y me daba algún caramelo que jamás llegaba a probar –al bolsillo y a la lavadora-. Me gustaba como me ponía la sábana, se le notaba el arte de un torero que recibe a puerta gayola. ¡Zas!, golpe de muñeca, acompañado de un rápido movimiento de brazos y cinta ceñida al cuello, seguida de un: “¿te aprieta?”. Después ese papel crepitante, flexible y suave, que servía para impedir la entrada de pelitos por la camisa y, acto seguido, el sonido de las tijeras. Aun hoy me encanta ese sonido del roce metálico. En las manos de Pepito era un sonido constante, ya que era de esa clase de peluqueros-colibrí, que, una vez abren y cierran, ya no paran, aunque no haya pelo de por medio.

Normalmente existían dos cortes distintos: corte de pelo y pelada veraniega. En ambos casos, Pepito no era muy ducho, pero el primero solía ser terrible. El hombre, deseoso de tener flequillo, me creía a mí en la misma tesitura. Por ello, fuera cual fuera el largo, al final siempre me dejaba una ridícula tira de pelo recta de extraña longitud. Por el contrario, la pelada veraniega era genial. Tijeretazo colibrí continuo y luego a repasar con una rapadora manual, de esas que ya no existen. Me encantaba aquel artilugio, con su peine metálico delantero y sus dos asas como tijeras que hacían funcionar la cuchilla. En efecto, me gustaba tanto el cacharro que, años después, registrando la cocina de mis abuelos, encontré uno idéntico en una pequeña caja de cartón. Y, sin demora, la emprendí con mis patillas hasta parecer Humphrey Bogart en High Sierra
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El francés apenas hablaba. Tampoco era muy expresivo, pero tenía una sonrisa característica. Una sonrisa que siempre venía precedida de una maniobra por parte de su socio: cada vez que el francés atendía a un cliente, solía dejar el sillón bastante elevado, acorde a su mayor altura y para mayor comodidad en el desempeño de sus funciones capilares. Entonces, cuando otro cliente ocupaba el sitio y era atendido por Pepito, éste tenía que bajar la silla hasta más o menos el infierno. Era en ese instante y sólo durante décimas de segundo cuando el francés sonreía, se tocaba la cara, y se miraba en el espejo de la etiqueta de Floid. Seguro que pensaba: On parle français.

Para mí siempre fue agradable la experiencia. Me gustaba el olor, no me hacía llorar a gritos como a Neruda. También me gustaban las pequeñas afrentas hispano-francesas. Y, sobre todo, me gustaba el Interviú y el sillón hidráulico, con su silbido al bajar y sus suaves sacudidas al ascender. Me gustaba el sonido de las tijeras-colibrí, revoloteando alrededor de mi cabeza, y el peine humedecido y el vuelo de la sabana de neuropeluquero-torero. Me gustaba hasta el suelo en el que nos movíamos como figuras de ajedrez y la vitrina llena de navajas y loción para el afeitado. También el mueble larguísimo situado bajo la banda de espejos que reflejaban mi cara.

Casi parecen los mismos espejos de cada una de las posteriores peluquerías que visité. Porque en ellos me he visto crecer y, desde hace poco, envejecer. Si pienso en cada espejo, puedo ver mi cara de aquel momento, como una fotografía inevitablemente ligada a su contexto. Primero fui rubio, muy rubio, pequeño y delgado. Pepito cortaba mis mechones claros y caían húmedos sobre mi pequeña nariz de niño. Luego fui moreno y fue Luís quien me quitaba los oscuros mechones de mi enorme nariz de Carratalá. Por último, con la llegada de las entradas y las canas, fue Raúl quien ejerció, no sólo de peluquero, sino de amigo y hasta de psicólogo.

Ellos no envejecen; yo, en sus espejos, tampoco. Y en cada espejo soy yo, con diferente peinado, eso sí.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Noblesse oblige.

En teoría esta semana han pasado cosas importantes. En España ha habido un debate político de primerísimo nivel; en Europa, Italia camina más en la cuerda floja que de costumbre y uno de mis humoristas preferidos, Silvio Berlusconi, empieza a dar risa de verdad. Sin embargo, ninguno de estos acontecimientos es noticia en sentido estricto. Quiero decir que todos sabíamos que sucederían y teníamos una idea más o menos acertada del cuándo y del cómo. Sabíamos que Rajoy, ese señor con pinta de comercial venido a menos, ganaría el peor debate de la historia contra el peor candidato posible. Y ninguno de los dos tiene por qué sentirse responsable; Rajoy es tan malo como siempre y Rubalcaba es peor que nunca. Pero todo tiene que ver con el contexto, porque, entre tantas letras, somos puro contexto. Al final poco importa lo que se diga si no se dice en el lugar y en el momento adecuado.

Por eso he preferido dejarme de aburridos análisis que no sorprenderían a nadie. Porque soy una persona de izquierdas y ya saben lo que voy a decir. Además, de poco sirve criticar al contrario cuando no se es capaz de defender lo propio. Y, en estas circunstancias, créanme que me supondría un esfuerzo de demagogia que no vale la pena. Prefiero tomarme un buen Whisky a su salud, porque sean de color que sean, no tendrán más razón que los del otro. Es más, posiblemente estén equivocados en casi las mismas cosas.

Así que, en vista de la situación y decidido que es mejor darse a la bebida, me ha venido a la cabeza otra noticia que no debería ser noticia y que, al contrario que las anteriores, sí ha llamado la atención del vulgo. El titular en cuestión es: “Urdangarín, acusado de apropiarse de dinero público”. Pues bien, yo sigo sin ver nada raro. Que yo sepa, la familia real se apropia de dinero público desde que existe la institución. No sé a qué viene tanto escándalo. Si hasta lo pone en la Constitución y se vota todos los años en el Congreso…

Ahora, alguno de ustedes, cualquiera que crea que un determinado apellido es motivo de distinción – o la Gracia de Dios, que diría Franco-, me podría amonestar: “No sea quisquilloso, que además este año se han bajado el sueldo casi 400.000 euros”. Y yo pensaré: “Madre mía, si a mí me bajasen el sueldo 400.000 euros tendría un serio problema”. Pero, bien mirado, si a alguien le bajan el sueldo casi medio millón de euros y sigue manteniendo el tren de vida, es que no será tan grave. Y no lo es: ojalá me bajasen el sueldo 400.000 euros y pasase a cobrar 8,5 millones al año. Si me lo permiten, es un contratiempo que podría llegar a asumir.

Pero ellos no, claro, noblesse oblige. Urdangarín pensó en la necesidad de cubrir la pérdida y llamó a un amiguete, Diego Torres, con quien dirige el Instituto Nóos. A lo mejor Diego, que no está legitimado para quedarse con el dinero de los españoles, advirtió a Iñaki: “Hombre, que somos una entidad sin ánimo de lucro”. Pero el yernísimo no atendió a razones, al fin y cabo estamos en crisis. Finalmente decidieron quedarse con 2,3 millones de euros del Gobierno Balear en concepto de asesorías. ¡Quién fuera capaz de dar consejos tan caros!

Y así termina esta reflexión peregrina sobre noticias de Perogrullo que a nadie deberían sorprender: nuestro pasado es nuestro presente y en el balonmano, como en la monarquía, uno se acostumbra a los pelotazos. Era cuestión de tiempo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Días lechosos.

En estos días de nubes parece que alguien haya derramado un enorme jarro de leche sobre el cielo. La luz del sol se filtra y sus rayos se diseminan en un resplandor homogéneo que resulta desconcertante. Las fachadas de las casas se tornan irreales, sin sombras y con las ventanas más negras que nunca. Todo es acartonado, falso, hasta los peatones que caminan por las aceras como siempre, pero de manera distinta. Casi dan ganas de bajar y agarrar al primero por las solapas: “A ver, usted, impostor, no me mienta, sé que no va a hacer un recado, sé que alguien le ha ordenado que pase por aquí en este preciso instante”. Si no lo hago es porque el actor asumirá muy bien su papel bajo la impunidad de lo cotidiano. Y me llamará loco y me reprenderá por neurótico. En cuanto lo haga, se acercará más gente, como esa señora con carro de la compra que en realidad es un señor bajito, y entre todos me bautizarán con calificativos como “demente” o “enajenado”, que sólo conseguirán reafirmar su impostura.

Porque en los días lechosos las balanzas de las fruterías pesan más. Puedo ver los gusanos recorriendo el interior de las manzanas gracias al resplandor espectral del cielo. Y también puedo ver a todos esos actores incómodos con su ropa, con la ropa que les ha tocado llevar. Por ejemplo, a ese tipo trajeado se le nota que no ha llevado traje en su vida, va tieso como un palo y le aprieta la corbata. Además se ha abrochado todos los botones de la chaqueta. O aquella chica de la minifalda, que se la estira compulsivamente a ver si consigue que le llegue a las rodillas, mientras piensa: “Ojalá me hubiera tocado hacer de monja”. Pero no, no tuvo suerte, porque la monja le toco a esa otra medio punkie que oculta su cresta roja bajo el hábito.

Son detalles, como las pintas negras de un plátano que parece maduro pero que todavía está verde. Detalles sin importancia, sin peso en un conjunto, pero definitivos por sí solos. No se trata de demencia, ni de enajenación, ni aun menos de neurosis. Tampoco alucino; ellos están ahí. Y si les hablo me contestan, o me miran con desconfianza y no dicen nada, o vuelven la cabeza sin más, pero estar, están. Y me ven y se extrañan de que baje en batín a la calle, con lo calentito que es. De igual modo que la frutera me taladra con sus ojos cuando los míos siguen el recorrido del gusano invisible, escondido tras la encerada superficie de la manzana enferma. Detalles.

Porque de eso va el mundo, de cosas pequeñas y en ellas están los fallos. Sólo hay que acercarse, pegar la nariz al cubo de basura y distinguir la leve nota de perfume, el mismo perfume que tiró la falsa monja cuando el tipo del falso traje se fue con la chica de la larga minifalda. Sólo hay que apoyar la oreja en una u otra pared para escuchar a los vecinos ensayando sus discursos, sus saludos por si se cruzan conmigo. Sólo hay que mirar dentro de los cochecitos de los bebes para ver que apenas alguno se mueve, que son de plástico y que nacieron de un útero de gomaespuma. Entonces nos daremos cuenta de que todo ello ocurrió en un día de sol, a la vista de todos y sin el tamiz de las nubes cargadas de leche.

La luz directa oculta más de lo que muestra; es la ausencia de sombras la que desvela los misterios de nuestro mundo de mentiras. Yo, personalmente, haré como que todo sigue igual. No pienso descubrirme hasta que no se descubran ellos. Todos viviremos más tranquilos –y yo no seré ningún demente-.