miércoles, 16 de noviembre de 2011

En cada espejo soy yo.

La peluquería estaba en la misma calle que la tienda de mi abuelo y no sé si todavía permanece abierta. La tienda de mi abuelo, no. Lo cierto es que pasábamos mucho por delante de sus dos puertas de madera, siempre abiertas, enmarcadas por la fachada alicatada. Eran dos grandes aberturas que permitían ver perfectamente el amplio interior y, en el exterior, entre una y otra, había un pequeño cartel en el que se podía leer: On parle français. Bien pensado, nunca escuché a ninguno de los dos peluqueros hablar francés, pero sé cuál era el políglota, porque tenía acento y pelo, atributos inexistentes en el otro. Pero poco le importarían sus carencias, ya que “el otro” era el dueño del local y, su nombre, el nombre del negocio. “Peluquería de caballeros –en pequeñas letras negras- : PEPITO –en grandes letras rojas-“. No es que “Pepito” sea un nombre de enjundia, pero sin duda su cartel era más grande que el cosmopolita On parle français.


El suelo que pisaban los pies de Pepito, el francés y sus clientes era blanco y negro, creo que como un tablero de damas, o mejor de ajedrez, puesto que hablamos de un templo de la masculinidad. Porque entonces no existían apenas las peluquerías unisex y todavía las navajas y las tiras de cuero llamaban mi atención en una vitrina situada al fondo. Las veía brillantes, con el mango de carey o de baquelita negra, peligrosas, acompañadas por unos cuantos frascos de Floid loción para el afeitado, que escocían con sólo olerlos. Aun así, desde mis cinco o seis años, quise afeitarme. Vaya si quería, aunque no lo decía, claro. Era pequeño, sí, pero cauto. Y allí no había espacio para las bromas, esa gente iba armada de verdad.

A mí me cortaba el pelo el dueño, Pepito, que también era el peluquero de mi abuelo. Si había gente, cosa que no solía pasar, tenía que esperar mi turno en unas sillas de mimbre que ponían la nota almodovariana al conjunto. Era frecuente que mi abuelo me acompañase, pero en las últimas ocasiones, dada la cercanía del negocio familiar, podía ir yo sólo–corriendo- y sentirme un poco mayor e independiente. Y, sobre todo, podía mirar de soslayo la portada del mismo Interviú, que siempre descansaba sobre la mesita, también de mimbre, junto a otras publicaciones orientadas al público masculino, es decir, con mujeres desnudas.  Por supuesto, nunca me atreví a coger aquella revista, tan sólo a grabar en mi retina las curvas y la piel de aquella mujer desconocida  tan bien dispuesta.

Así que, entre mirada anatómica y vigilancia ruborizada, pasaban rápidamente los minutos de espera. También me entretenían los pelos de la gente, el cabello cayendo al suelo como en un enorme ataque de alopecia repentina. Luego llegaba el francés, que vestía bata azul, y los barría con una escoba. Esta acción tenía algo de mágico, por lo suave de sus ademanes y por la fluidez y el silencio del ejercicio. Definitivamente aquel galo ejecutaba un impecable ballet de pelos, escoba y rutina. Era un tipo con garbo, aunque no recuerdo bien su cara. No obstante, sí puedo aportar un dato curioso acerca de su fisonomía: debía de ser un calco del tipo de la etiqueta de Floid, ya que al principio yo los relacione inequívocamente. De hecho, no sería hasta años después, ya atendido por otro peluquero, cuando vi un frasco de la referida loción en una droguería. Entonces supe que el francés no tenía su propia línea de productos, tan sólo el cartel de On parle français, que algún día alguien grabará como epitafio sobre su lápida.

Pepito, con bata blanca, como quien opera la cabeza con tijeras y navaja –neuropeluquero-, era un hombre del régimen, un español prototípico: bajito, calvo, con gafas y voz aguda. No me caía mal, me preguntaba las tonterías que se le preguntan a los niños y me daba algún caramelo que jamás llegaba a probar –al bolsillo y a la lavadora-. Me gustaba como me ponía la sábana, se le notaba el arte de un torero que recibe a puerta gayola. ¡Zas!, golpe de muñeca, acompañado de un rápido movimiento de brazos y cinta ceñida al cuello, seguida de un: “¿te aprieta?”. Después ese papel crepitante, flexible y suave, que servía para impedir la entrada de pelitos por la camisa y, acto seguido, el sonido de las tijeras. Aun hoy me encanta ese sonido del roce metálico. En las manos de Pepito era un sonido constante, ya que era de esa clase de peluqueros-colibrí, que, una vez abren y cierran, ya no paran, aunque no haya pelo de por medio.

Normalmente existían dos cortes distintos: corte de pelo y pelada veraniega. En ambos casos, Pepito no era muy ducho, pero el primero solía ser terrible. El hombre, deseoso de tener flequillo, me creía a mí en la misma tesitura. Por ello, fuera cual fuera el largo, al final siempre me dejaba una ridícula tira de pelo recta de extraña longitud. Por el contrario, la pelada veraniega era genial. Tijeretazo colibrí continuo y luego a repasar con una rapadora manual, de esas que ya no existen. Me encantaba aquel artilugio, con su peine metálico delantero y sus dos asas como tijeras que hacían funcionar la cuchilla. En efecto, me gustaba tanto el cacharro que, años después, registrando la cocina de mis abuelos, encontré uno idéntico en una pequeña caja de cartón. Y, sin demora, la emprendí con mis patillas hasta parecer Humphrey Bogart en High Sierra
.
El francés apenas hablaba. Tampoco era muy expresivo, pero tenía una sonrisa característica. Una sonrisa que siempre venía precedida de una maniobra por parte de su socio: cada vez que el francés atendía a un cliente, solía dejar el sillón bastante elevado, acorde a su mayor altura y para mayor comodidad en el desempeño de sus funciones capilares. Entonces, cuando otro cliente ocupaba el sitio y era atendido por Pepito, éste tenía que bajar la silla hasta más o menos el infierno. Era en ese instante y sólo durante décimas de segundo cuando el francés sonreía, se tocaba la cara, y se miraba en el espejo de la etiqueta de Floid. Seguro que pensaba: On parle français.

Para mí siempre fue agradable la experiencia. Me gustaba el olor, no me hacía llorar a gritos como a Neruda. También me gustaban las pequeñas afrentas hispano-francesas. Y, sobre todo, me gustaba el Interviú y el sillón hidráulico, con su silbido al bajar y sus suaves sacudidas al ascender. Me gustaba el sonido de las tijeras-colibrí, revoloteando alrededor de mi cabeza, y el peine humedecido y el vuelo de la sabana de neuropeluquero-torero. Me gustaba hasta el suelo en el que nos movíamos como figuras de ajedrez y la vitrina llena de navajas y loción para el afeitado. También el mueble larguísimo situado bajo la banda de espejos que reflejaban mi cara.

Casi parecen los mismos espejos de cada una de las posteriores peluquerías que visité. Porque en ellos me he visto crecer y, desde hace poco, envejecer. Si pienso en cada espejo, puedo ver mi cara de aquel momento, como una fotografía inevitablemente ligada a su contexto. Primero fui rubio, muy rubio, pequeño y delgado. Pepito cortaba mis mechones claros y caían húmedos sobre mi pequeña nariz de niño. Luego fui moreno y fue Luís quien me quitaba los oscuros mechones de mi enorme nariz de Carratalá. Por último, con la llegada de las entradas y las canas, fue Raúl quien ejerció, no sólo de peluquero, sino de amigo y hasta de psicólogo.

Ellos no envejecen; yo, en sus espejos, tampoco. Y en cada espejo soy yo, con diferente peinado, eso sí.


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