miércoles, 2 de noviembre de 2011

Días lechosos.

En estos días de nubes parece que alguien haya derramado un enorme jarro de leche sobre el cielo. La luz del sol se filtra y sus rayos se diseminan en un resplandor homogéneo que resulta desconcertante. Las fachadas de las casas se tornan irreales, sin sombras y con las ventanas más negras que nunca. Todo es acartonado, falso, hasta los peatones que caminan por las aceras como siempre, pero de manera distinta. Casi dan ganas de bajar y agarrar al primero por las solapas: “A ver, usted, impostor, no me mienta, sé que no va a hacer un recado, sé que alguien le ha ordenado que pase por aquí en este preciso instante”. Si no lo hago es porque el actor asumirá muy bien su papel bajo la impunidad de lo cotidiano. Y me llamará loco y me reprenderá por neurótico. En cuanto lo haga, se acercará más gente, como esa señora con carro de la compra que en realidad es un señor bajito, y entre todos me bautizarán con calificativos como “demente” o “enajenado”, que sólo conseguirán reafirmar su impostura.

Porque en los días lechosos las balanzas de las fruterías pesan más. Puedo ver los gusanos recorriendo el interior de las manzanas gracias al resplandor espectral del cielo. Y también puedo ver a todos esos actores incómodos con su ropa, con la ropa que les ha tocado llevar. Por ejemplo, a ese tipo trajeado se le nota que no ha llevado traje en su vida, va tieso como un palo y le aprieta la corbata. Además se ha abrochado todos los botones de la chaqueta. O aquella chica de la minifalda, que se la estira compulsivamente a ver si consigue que le llegue a las rodillas, mientras piensa: “Ojalá me hubiera tocado hacer de monja”. Pero no, no tuvo suerte, porque la monja le toco a esa otra medio punkie que oculta su cresta roja bajo el hábito.

Son detalles, como las pintas negras de un plátano que parece maduro pero que todavía está verde. Detalles sin importancia, sin peso en un conjunto, pero definitivos por sí solos. No se trata de demencia, ni de enajenación, ni aun menos de neurosis. Tampoco alucino; ellos están ahí. Y si les hablo me contestan, o me miran con desconfianza y no dicen nada, o vuelven la cabeza sin más, pero estar, están. Y me ven y se extrañan de que baje en batín a la calle, con lo calentito que es. De igual modo que la frutera me taladra con sus ojos cuando los míos siguen el recorrido del gusano invisible, escondido tras la encerada superficie de la manzana enferma. Detalles.

Porque de eso va el mundo, de cosas pequeñas y en ellas están los fallos. Sólo hay que acercarse, pegar la nariz al cubo de basura y distinguir la leve nota de perfume, el mismo perfume que tiró la falsa monja cuando el tipo del falso traje se fue con la chica de la larga minifalda. Sólo hay que apoyar la oreja en una u otra pared para escuchar a los vecinos ensayando sus discursos, sus saludos por si se cruzan conmigo. Sólo hay que mirar dentro de los cochecitos de los bebes para ver que apenas alguno se mueve, que son de plástico y que nacieron de un útero de gomaespuma. Entonces nos daremos cuenta de que todo ello ocurrió en un día de sol, a la vista de todos y sin el tamiz de las nubes cargadas de leche.

La luz directa oculta más de lo que muestra; es la ausencia de sombras la que desvela los misterios de nuestro mundo de mentiras. Yo, personalmente, haré como que todo sigue igual. No pienso descubrirme hasta que no se descubran ellos. Todos viviremos más tranquilos –y yo no seré ningún demente-.

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