¿Qué más da
lo que se decida en Europa? ¿Qué importa lo que le ocurra al planeta entero?
Sólo somos una bola diminuta en un vacío gigantesco. ¿Por qué habríamos de ser
más importantes que los microbios residentes en la pelota de tenis sobre la que
ejercemos nuestro apocalipsis particular? Me importan más los microbios que su
hogar. Me importa lo que veo aquí mismo, no lo que veo desde fuera. Ya no tengo
ansias de trascendencia. Es más, me parece una estupidez la posteridad. De
momento, sólo me preocupa ser feliz. Nada más.
Reconozco que
tuve una época un tanto estúpida. Una época en la que soñaba con ser un
advenedizo de la historia; quizás una nota al margen, o un asterisco, o un
pie de página, ojalá un pie de foto. Me creía en posesión del talento
necesario. Tenía por aquel entonces una convicción un tanto estúpida acerca de
la importancia y de la fama y escribía en consecuencia; cómo quien se
justifica, cómo quiere convencer o, peor aún, cómo un político. Por fortuna ese
tiempo pasó. Y ya no me preocupo por utilizar adverbios acabados en “mente” ni
por subordinar o coordinar oraciones, que no rezos.
No puedo
despreciarme. Sería estúpido o incluso cínico desechar el atractivo de la
gloria. Lo único que puedo hacer es relativizar, gracias al tiempo. Y si quiero
deshacerme en surrealismo, pues bienvenido sea. Y si quiero atribuirme poderes
mágicos, ¿por qué no? Hasta en los textos periodísticos no hay ficción más
grande que la realidad. Por eso no hablo como periodista. Jamás me atrevería
como escritor. Si acaso, como escribiente, por aquello de que escribo y pienso
seguir haciéndolo.
Cuando entré
en la facultad de Ciencias de la Información creía en la existencia de una
verdad. Cuando salí, ya había aprendido la lección más valiosa: había aprendido
a creer en la existencia de mi verdad. Por desgracia, muchos de mis compañeros
permanecen engañados mintiendo verdades universales que hasta ellos piensan
ciertas. Yo sólo podría hacerlo de una manera consciente, es decir, admitiendo
que miento, que digo cosas que no pienso, que otros hablan por mi boca, o que
me hallo bajo una suerte de posesión del demonio informativo y que sólo la
ficción puede salvarme.
Por eso seguí
con mi verdad bajo el brazo y por eso empecé a contarla por escrito. No me
preocupó en ningún momento su verosimilitud y empecé a leerme sólo para
corregirme. En algunos momentos me puse demasiado estupendo y en otros
demasiado derrotista. Pero eso terminó hace tiempo. Ahora mi realidad es
estable y, aunque todavía la vivo a tientas, cada vez hay más luz de la que no
ciega y sólo ilumina.
Es por eso que a menudo el teclado se me queda
pequeño para contarles lo que voy viendo de nuevo.Y, si pudiera, les hablaría en metáforas con tal de enseñarles una realidad distinta. Y les aseguro que sería mucho más fiable que la percepción encorsetada que nos regala nuestra maldita exactitud semántica. Qué asco de Kant: si no existieran los elementos a priori del conocimiento, si no existieran categorías para clasificar lo que percibimos, nos desharíamos de nuestros prejuicios sensibles y nadaríamos en un mar de sensaciones. Probablemente moriríamos embriagados por un torrente de sentimientos y nos ahogaríamos en una confusión fantástica, pero nos habríamos acercado un poco a lo que en verdad es la realidad. No tendríamos ni idea de lo que habríamos visto y, sin embargo, habríamos visto algo cierto. Sin los tamices ni los velos de la razón.
(Mejor compartir que contar).
(Mejor compartir que contar).
No hay comentarios:
Publicar un comentario