Siempre me han atraído las cosas inacabadas. Recuerdo un cuadro colgado en casa de mis abuelos. Quizá por su condición de obra sin terminar ocupa un discreto rincón del recibidor. Se trata de una pequeña acuarela sobre un papel tosco y amarillento rodeada por un sencillo marco de madera de haya. Supongo que no hay nada de extraordinario en ella. Tan sólo una figura humana ocupa el centro de la lámina: es un hombre, un labrador o tal vez un pastor, con pantalones verdes y chaleco ocre. Se le ve de pie, entero, y, mientras que las prendas están perfectamente definidas, las partes visibles de su cuerpo son apenas un trazo. A decir verdad parece un fantasma con ropa.
Es posible que esta última frase desvirtúe el efecto descriptivo, o por lo menos le reste seriedad y dramatismo. Pero es lo que se me ocurrió cuando tenía cinco años y es lo que sigo pensando cada vez que lo veo. Porque, hasta hace muy poco, me quedaba mirándolo durante minutos. Me perdía observando la pequeña pintura desde todos los ángulos posibles, desde todas las distancias. Es más, puede que hasta me mesase una inexistente barba, como un gafapasta en el Reina Sofía. No obstante, no estaba apreciando la fluidez del trazo, ni maravillándome por la necesaria precisión de la acuarela. Ni siquiera desentrañaba si el autor quiso retratar la desolación del medio rural en los años cuarenta y utilizarlo como metáfora y denuncia del desarrollismo venidero (!). No, no pensaba en chorradas de modernos, pensaba en mis chorradas, más concretamente en por qué no se llegó a terminar aquel cuadro. En si realmente sólo se quiso pintar la ropa y nada más sugerir el cuerpo. Y en si el retratado existió o sólo fue el fantasma que parece ser.
Por todo ello, hace unos meses me decidí a descolgarlo y, con cuidado, lo extraje del marco. Esperaba encontrar una anotación o el fragmento de otro dibujo en el envés del papel. Y, cuando conseguí sacar la lámina de su domicilio habitual, ante mí apareció la respuesta… Aunque todavía no consigo saber si tiene algún sentido. Porque sí había algo al otro lado de la pintura. Algo que no esperaba. Seguramente hubiera preferido un nombre, una fecha, o simplemente un tranquilizador espacio en blanco. Pero no fue eso lo que vi y, desde luego, no tuvo nada de tranquilizador.
Al otro lado de la cara que siempre había visto existía otra cara. Pero también otros pies y otras manos que, en este caso, carecían de vestimenta. Tan sólo flotaban en la misma posición que sus tenues gemelas, suspendidas en el papel, sin cuerpo desnudo o vestido que las uniera. Y, al contrario que las otras, estas extremidades estaban dibujadas con detalle. No había rastro de pintura, pero sí un dibujo complejo e intrincado que parecía dotar de volumen a cada parte. El rostro era el de un hombre de edad indefinida, esa edad que da la intemperie a los rasgos. Se podían distinguir perfectamente las arrugas, hasta las cicatrices, de la piel que cubría su mandíbula cuadrada, sus labios crueles o su nariz aguileña. Los ojos eran dos agujeros profundos, hundidos pero expresivos. Y las manos eran huesudas, delgadas y con las uñas demasiado largas. En cuanto a los pies, eran decepcionantemente normales –y menos mal-.
Creo que el tiempo que pasé observando la parte oculta del cuadro fue mayor que todo el que había pasado mirando la conocida. De hecho transcurrieron dos horas hasta que aparté mi vista del papel. Sé que puede parecer absurdo, pero sentí que aquel otro rostro, aquellas manos y aquellos pies no pertenecían al pastor o al labrador del otro lado. Además no era lo mismo mirar el cuadro colgado que tocar el papel con las yemas de los dedos. La experiencia provocaba desasosiego.
Aun así, sólo solté el papel cuando sentí que el latido de mi corazón era lo único audible en toda la casa. Me senté en el sofá y miré por la ventana el atardecer, con la luz del sol casi perpendicular a los cristales. Me hería los ojos, pero era mejor que mirar la cara del fantasma. Entonces se me ocurrió algo: tomé el papel de nuevo y caminé hacia la ventana. Después, lo puse sobre el cristal con el lado conocido hacia mí y enseguida la luz hizo el resto. Al iluminar el envés de la hoja, la cara, las manos y los pies huérfanos aparecieron en su sitio, se vistieron con la ropa de acuarela y cubrieron los débiles trazos de siempre. Muchos años después de enmarcarlo, aquel cuadro fue por fin terminado.
Nunca sabré si el autor lo creó así a propósito. Mi parte racional me dice que no, que simplemente son bocetos de estudio y que, quizás coloreó la ropa por un lado y luego, siguiendo la marca de la pintura, dibujó el resto por el otro. Es posible que quisiera practicar las prendas y las extremidades por separado. En cambio, mi parte irracional –una gran parte de mí- me dice otra cosa. Me dice que aquella pintura fue pensada para ser vista a contraluz.
Puedo imaginarme al pintor al saber que su cuadro nunca había sido visto como él quiso. Y se me ocurre que quizás existan miles de objetos familiares que ocultan su verdadero significado. De nada sirve intentar saber hasta qué punto está terminada cualquier cosa. Es posible que ninguna lo esté, pues nada suele colmar las expectativas de cuando la pensamos. Por eso siempre queda algo por hacer, esperando la perspectiva adecuada o la luz precisa.
De momento el cuadro continúa donde siempre, con su cabeza, pies y manos sólo sugeridos. (Y sin embargo latentes).
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