La juventud es un estado estúpidamente reconfortante. Mientras uno la vive no duda en realizar una serie interminable de aseveraciones ufanas, de afirmaciones con vistas a la eternidad, que terminarán siendo lo único que pueden ser: temporales. También transitorias, eventuales, pasajeras, provisionales y todos los etcéteras que quieran. Porque está visto que, cuando uno es joven, cree que lo será para toda la vida. Y la única manera de conseguirlo es morirse cuanto antes.
Por motivos que no vienen al caso, desde hace cerca de un mes visito con regularidad un edificio público. Su función principal consiste en hospedar a ancianos que no pueden valerse por sí mismos. Lo curioso surge cuando ese honorable cometido se disfraza con cientos de eufemismos que se me antojan innecesarios. Porque no creo que estén haciendo nada malo, más bien todo lo contrario. Ni tratan con delincuentes, ni los torturan –por lo menos no abiertamente-, ni siquiera tienen un trabajo con una percepción social negativa. El problema es el tema en sí.
Me refiero a que los llaman “mayores”, no ancianos, lo que resulta bastante confuso. A mí mismo me regalaron una tarjeta que ponía “Enhorabuena, ya eres mayor” cuando cumplí los dieciocho. ¿Debería por tanto preocuparme? Además, siguiendo con el eufemismo, el sitio en cuestión no es un asilo, es un “centro de mayores”, claro. Y así con todo cuanto se les ocurra.
La razón para utilizar eufemismos es tomar distancia con la realidad. La razón para tomar distancia con la realidad es que muchos llegaremos a vivirla. El ser humano tiene esos métodos de autodefensa absurdos. Qué le vamos a hacer. Seguramente al utilizar ese otro término más amable –de puro confuso- llegamos a creer que las cosas serán mejores de lo que parecen. Porque al final todo trata de eso; de creer. De creer primero que siempre serás joven, de creer luego que no eres un anciano, sino una persona mayor y de creer al final que vivirás eternamente Dios sabe dónde –Él sabrá-. Tres idioteces.
Y no son tres idioteces porque nos las creamos, sino porque son ideas tan estúpidas que dudamos de las tres. La primera es de la que menos se duda, la segunda se va desmoronando y la tercera es quizás la que más dudas ha planteado al ser humano en toda su historia. No somos buenos ni siquiera para fabricarnos chorradas reconfortantes que sean lo suficientemente verosímiles. Así pasamos los años muertos de miedo por lo que vendrá, en lugar de disfrutar de lo que viene. Y cuando ya ha ocurrido, nos aferramos al pasado hasta que se nos rompen las uñas y dejamos la memoria rasgada al intentar llevárnosla con nosotros.
La vida es una cuenta atrás contada hacia adelante. Cuando llegamos al final sólo nos queda lo que hemos sido. Y no pasa nada si lo que hemos sido nos deja la conciencia tranquila, si nos hace sonreír o sentirnos orgullosos. No deberíamos fabricar eufemismos para el futuro, dándolo por malo sólo por su cercanía a la muerte. El deterioro y no la muerte es el problema, por eso cada uno debería de ser libre para morir cuando considerase oportuno. Si se quiere luchar, que se luche. Pero si alguien quiere rendirse, que no lo llamen rendirse, que lo llamen descansar. Porque esos momentos terribles que le obligarán a vivir también serán parte de él, una parte para la que sí serán necesarios los eufemismos.
Y es que al final la vida es lo único que nos queda. Y cuando ni la vida nos queda, todavía tenemos la muerte. Somos dueños de las dos, no Dios ni el estado de turno, sino nosotros mismos. Cada uno de nosotros. No debemos pensar en juicios finales, sino en juicios personales. No por no llamar a las cosas por su nombre cambiamos su esencia. La medicina paliativa no sana, pero sí cura. Y no pasa nada por ser anciano, no hace falta desproveernos de nuestra condición para exigir el respeto que merecemos. Llamar a las cosas por su nombre es una buena forma de enfrentarnos a ellas y salir airosos.
El resto es ceguera inducida. Una forma muy cobarde de no reconocer la valentía.
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