martes, 28 de diciembre de 2010

El mensaje de Navidad de Obispo

Era de esperar que, en estas fechas navideñas, la Iglesia diese un mensaje de paz y esperanza a sus fieles. Esto es algo que no debería alarmar a nadie, ni siquiera a un ateo practicante como yo. No podemos obviar que España es un país con profundísimas raíces católicas y, en consecuencia, las manifestaciones de la jerarquía eclesiástica son dignas de ser divulgadas. Quizás nos aporten algo de consuelo y luz en esta época de crisis. Quizás nos den ideas para sobrellevar la carestía de vida. Quizás nos enseñen a vivir de acuerdo al voto de pobreza que reina en el Vaticano. O tal vez no.

El aludido mensaje de paz y esperanza viene de todo un clásico en estas manifestaciones, mi querido obispo de Alcalá de Henares, el señor –con minúscula- Reig Plá. Él es un obispo clásico, de los de siempre, de los de misa en Paracuellos, bandera preconstitucional y guiños a Blas Piñar. No, no me podía defraudar, ya había dejado bien claro sus filias y sus fobias. Por eso, en un año tan sensible con la violencia machista, la única opción era arremeter contra los matrimonios civiles y las parejas de hecho. Y no es para menos, porque este hombre ha encontrado la solución definitiva, el remedio infalible para terminar con los malos tratos y sus funestas consecuencias. Que todo el mundo se case por la iglesia.

La verdad es que, a estas alturas, prefiero el mensaje de Navidad del Rey. Y eso que es mucho más aburrido. Algunos dirían que hasta más predecible, pero sólo lo dirían quienes ignoran las anteriores perlas de Reig Plá. Y es que, ya dijo cosas como que la homosexualidad es un problema personal y que los gays deberían pedir perdón y misericordia por su condición –seguro que no tienen otra cosa que hacer-. También opinó que los matrimonios entre parejas del mismo sexo suponían causar un retraso de 3000 años –año arriba, año abajo- en la historia de la civilización. O que el aborto es la primera causa de muerte en España. Sin embargo no ha dicho si hay más abortos en las uniones civiles, o si piensa solucionar los malos tratos en los matrimonios homosexuales. Ah, esto último no, porque su solución sería casarlos. ¡Qué disyuntiva!

Una persona razonable se preguntaría en qué puede influir que la unión sea civil o religiosa. Es lícito. ¿Por qué existe más violencia en las uniones civiles que en los matrimonios de toda la vida? Pues muy sencillo, su explicación es que: “La violencia doméstica se da sobre todo en aquellos procesos de separación y divorcio, en aquellos procesos de litigio, de manera que los matrimonios canónicamente constituidos tienen menos casos de violencia doméstica que aquellos que son parejas de hecho o personas que viven inestablemente". ¡Claro!- he exclamado ante el televisor, mientras un rayo de luz celestial me iluminaba. El divorcio tiene la culpa. Si ya lo venían diciendo…

De acuerdo, otra persona razonable –cuánta persona razonable- les diría que el divorcio (y la cárcel para el agresor), en cualquier caso, puede ser una herramienta para atajar la violencia. Un útil para terminar con la convivencia indeseada y, por ende, con los malos tratos en el hogar. Pero Reig Plá no es razonable. Martes y trece debieron enseñarle que las barbaridades son más entretenidas. Así que, siguiendo su corriente de pensamiento absurdo, ha descubierto que prolongar un matrimonio donde puede haber malos tratos es la solución. Resulta evidente (si eres obispo) que, al no tener posibilidad de separarse, se darán dos posibles situaciones: La mujer dejará de quejarse o las palizas cesarán… por aburrimiento o defunción de uno de los cónyuges –adivine cuál y cómo-. Estoy harto de escuchar aberraciones sobre un tema tan delicado. No es necesario que me perdonen por frivolizar, pero discúlpenme al menos por no hacerlo en nombre de Dios.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Poesía y actualidad.

Estos días de atrás he estado un poquito más inmerso que de costumbre en la actualidad informativa. Quizás porque la situación lo requería, quizás porque pensaba que los lectores lo reclamaban. Y ahora no sé muy bien por dónde andar. Si bien es cierto que mi persona no debe, en principio, provocar un interés masivo, tampoco tendría que hacerlo mi visión sobre el devenir público. Además, un comentario de un amigo me recordó mis viejos artículos, incluso los del principio, incluso los que no publiqué o aquellos que se quedaron en dos párrafos huérfanos. Entonces me sentí prosaico de repente.

Así, sin previo aviso, todas las noticias me parecieron banales y aburridas. Feas y sucias. Me parecieron intrascendentes por su propia pretensión de trascender. Y pensé en los actos que carecen de esa pretensión, en los Grandes Actos y en los Pequeños Actos –todos con mayúscula-. Pensé en sus ojos entornados al sol de una playa que la reclamaba desde hacía tiempo. También pensé en aquella puesta de sol que parecía querer incendiar las ramas desnudas que cubrían el horizonte. Y, por supuesto, reviví los paseos en moto y la luna sobre el mar y las cenas con los amigos y las siestas interminables. Entonces dejé de sentirme prosaico.

Lo que mi amigo me recordó es que veía poesía en todas partes, como leyó de mí una vez. Esto debe rememorarse una y otra vez, si es que llega a olvidarse. Y si resulta que es cuestión de perspectiva, probemos a dar uno o dos pasos, o a inclinar la cabeza unos pocos grados. Los actos intrascendentes no son prosaicos, no quieren trascender, tan sólo ocurren porque sin irrefrenables. No niego que la actualidad esté formada de ellos, pero el propio carácter noticioso los oculta. Oculta todo el proceso y lo deja en un acto aparentemente aséptico e indudable que se hace pesado de entender. Simplemente porque cuesta identificarse.

Por ello, siempre he pensado que era tarea del periodista traducir la realidad. Yo no puedo ponerme en semejante posición, porque me parece terriblemente complicada. Porque, al final, lo que nos iguala a todos es la poesía en sus múltiples formas –prosa incluida-. Nos iguala porque es una traducción de sentimientos que casi todos hemos experimentado en uno u otro momento. Cuando es buena, sea música, pintura o literatura, no busca pasar a la posteridad, sino expresar un estado de ánimo que no puede permanecer oculto. Porque nace de la necesidad de compartir, de sentirse comprendido, de formar parte de algo tan especial como usual.

Aun así, a pesar de su universalidad, los sentimientos precisan de esa interpretación que hace posible su comprensión generalizada. Todos podemos ver poesía en todas partes, si miramos entre los enredos de la realidad, si le damos una oportunidad a los sentidos por encima de la razón. Se trata de buscar lo único, de reducir nuestra vida al mínimo común denominador que nos hace tan iguales. Tal vez sea un solo punto en común, pero será mucho más grande que todas las pequeñas diferencias que nos separan.

Ahí es dónde falla la actualidad. Intentamos comprender hechos absolutos, olvidando que los han realizado personas como nosotros. Y probablemente, en la mayoría de los casos, lo han hecho en circunstancias extraordinarias que poco podemos entender desde fuera. Sin embargo, la codicia, la ira, la envidia sí podemos entenderlas y aplicarlas a nuestra experiencia. La producción masiva de información confunde al ciudadano, pues le parece estar viendo una película en lugar de un informativo, o leyendo una novela rosa en lugar del periódico. Esa distancia genera una doble moral que degenera en más productos informativos.

Por tanto, parece necesario dar voz a los protagonistas, dejarlos explicarse, por encima de los gritos de los tertulianos, que se mueren por ser noticia. Las personas y los actos son el hecho informativo. El periodista, sólo un traductor y nunca un protagonista. Si nos olvidamos de los tertulianos y de los periodistas estrella, nos quedaremos con el hecho desnudo. Es posible que nos llegue de otra manera. De todas formas, seguiremos sin poder justificar según qué actos. No podremos encontrar nada de poesía en ellos, por eso nunca debemos dejar de buscarla en nosotros. Mejor no ser noticia. Mejor no trascender. Mejor hablar con los demás que hablar de los demás.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El mal menor.

Sé que hablando de los controladores voy a perder todo rasgo de originalidad, si es que me quedaba algo, pero no lo puedo evitar. Y no lo puedo evitar, en parte, porque confirma una de mis teorías preferidas: el odio une lo que el amor no puede. Este principio es más o menos aplicable en muchos ámbitos de las relaciones humanas, pero yo prefiero aplicarlo al de las macrorrelaciones. Sin embargo, como es un campo de estudio muy amplio, me centraré en el territorio español.

Sin lugar a dudas, España es un país con grandes diferencias culturales, políticas y sociales. Sencillamente tienen poco que ver un gallego con un andaluz. De hecho, es probable que no se entiendan ni hablando y, sin embargo, uno de Madrid te dirá que sí que se parecen, que ambos son unos penas. Entonces llegará otro de Barcelona y te dirá que ya está el de Madrid con su prepotencia centralista tratando a las provincias como si fueran el tercer mundo. Y así con cada provincia e incluso con cada pueblo –los del otro lado de la calle son unos paletos, vamos a tirarnos piedras al descampado, etc, etc-. Con este panorama, el único desenlace posible es que acabemos reclamando el derecho a la autodeterminación de nuestro salón y matemos al vecino de arriba por violar nuestro espacio aéreo.

No obstante, no pierdan la esperanza. Si es usted un español de pura cepa, de esos que se cuadran ante la bandera de la Plaza de Colón, aunque no lo sepa, padece del mismo mal que los otros nacionalistas. Aun así, todavía tiene una baza para unir su patria: buscar a un enemigo común, alguien a quien pueda llamarse gilipollas en cualquier rincón de nuestra piel de toro. ¿Y quién asume semejante apelativo con mayor precisión que nuestros controladores de vuelo? Antes eran los franceses y sus tomatinas fronterizas, pero también somos chovinistas para esto. Los controladores son un producto nacional.

A estas alturas, los que no me consideraban un frívolo y un cínico, ya se habrán desengañado. Por otro lado, tanto los nacionalistas españolistas, como los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos, aragoneses y de Alpedrete me odiarán por igual. ¿Quiere decir ello que soy un factor de cohesión social? Sí y no. Cada uno me odiará a su manera, pero por desgracia no soy tan importante. Además, mis aseveraciones tienden a igualar a unos con otros y –válgame dios- jamás admitirían ningún parecido. De lo anterior se desprende que el factor de cohesión maligno no puede poner en evidencia la identidad personal, sino que debe crear una supraidentidad nacional.

Lo que une debe ser sencillo, lineal. Debe poder expresarse en una oración simple enunciativa afirmativa, por ejemplo: “Los controladores son unos hijos de puta”. Es fácil de comprender, no entiende de nacionalidades y afecta a todos por igual. No genera debate político y resulta evidente la certeza del enunciado. El hecho de que unos tipejos con salarios medios de 250.000 euros paralicen el país por no poder computar bajas y vacaciones como horas extra indigna. Indigna y con razón. Y une.

Por último, me gustaría darle la vuelta a todo el planteamiento. Y es que, tras mi sarcasmo, debe haber algo de orgullo patrio –vayaustedasaber-. Es sólo que está teoría se me ocurrió en actos anteriores, actos donde los “hijos de puta” lo eran de verdad, actos de terrorismo de cualquier color. En España de eso sabemos. Me sorprendió y me agradó la manera en que se dejaban de lado las diferencias. Me gustó también la indignación más o menos generalizada contra ese señor de desconcertante dicción llamado Acebes y sus líneas de investigación electoral. Me gustó ver que los españoles sabemos reconocer una injusticia y darle el valor que tiene, a sabiendas de que deja nuestras reivindicaciones personales en el lugar que les corresponde. El problema es que en esas ocasiones estaba demasiado triste como para disfrutarlo. En cambio, ahora, puedo gozar del odio común al controlador de vuelo. Lo que han hecho es grave, pero son unos villanos entrañables. De puro ridículos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Clandestinidad informativa.

Con todo esto de Wikileaks, se me ocurren varias cosas. La primera es que antes, siempre que había crisis, se hablaba de ovnis. Ahora se habla de filtraciones. No es que yo tenga nada en contra de las filtraciones -periodistas, albañiles y fontaneros viven de ellas-, es sólo que los ovnis son más pintorescos y sirven para lo mismo; distraer. De hecho distraen y entretienen sin necesidad de entrar en temas escabrosos y dañinos para la imagen de tal o cual gobierno, si es que es posible dañarla aun más.

Por todo ello, y frivolidades aparte, no puedo evitar preguntarme hasta qué punto no es todo una cortina de humo. Tal vez me haya levantado especialmente cospiranoico, pero no me parece descabellado. Los revuelos informativos vienen bien para tapar otros revuelos anteriores. Si bien es cierto que los nuevos afectan en mayor o menor grado la estabilidad política, de momento no entrañan un riesgo económico grave. Por consiguiente, es lícito preguntarse hasta qué punto gobiernan los políticos y no las empresas que los apoyan. Es posible que les merezca la pena perder alguna cabeza con tal de mantener la cuota de influencia empresarial dentro del gobierno. Qué hablen de lo que quieran, mientras no sea de algo que haga bajar mis acciones.

Otra de las cosas que se me ocurren es si se puede considerar periodismo a esta corriente informativa clandestina. Bien, supongo que yo, habiendo estudiado periodismo, debería decir que no, que no se puede considerar como tal, pero también debería añadir el apellido institucional. Es decir, no podemos hablar de periodismo entendido como una institución más del Estado de Derecho por varios motivos: la información no se obtiene de una forma lícita en la mayoría de los casos, no hay manera de contrastar la información, las fuentes son dudosas, (presuntamente) se carece de línea editorial y, por tanto, de intereses políticos y económicos.

Algunas de las anteriores razones, sobre todo las primeras, pueden devaluar la información que Wikileaks nos ofrece. Sin embargo, la última de ellas resulta interesante, a la par que romántica e ideal. Pero hay un problema, que no me lo creo. Porque nada está exento de intereses. Porque en éste nuevo periodismo nadie responde de los contenidos, nadie tiene que demostrar nada. No sólo se dan por buenos hechos que pueden hacer caer gobiernos, sino que además parecen difundirse de forma desinteresada y por el bien común.

No niego la veracidad de lo dicho. No puedo demostrar que sean falsos ni verdaderos. No voy a entrar a juzgar nada porque lo dicho es demasiado grave. Es sólo que no puedo evitar fiarme más de los medios tradicionales, porque aun creo en la existencia de periodistas de vocación, con afán por descubrir la verdad –aunque sólo sea por ansia de protagonismo-. En sus jefes creo menos, pero sé que habrían deseado publicar muchas de las filtraciones, no por altruismo, sino por línea editorial e intereses político-económicos. En este caso no me importan sus motivos, porque serían responsables de lo publicado y, por tanto, se cuidarían mucho de contrastarlo –a no ser que hablemos de El Mundo-.

A todo lo anterior se suma la orden de detención del fundador de Wikileaks por delitos sexuales. Por supuesto, él dice que es sólo una excusa para amordazarlo, así que amenaza con publicar nuevas informaciones que conseguirán hacer temblar a países como Rusia. Ese es el comportamiento que lo desacredita, supongo: el hecho de guardarse las espaldas con los secretos que, según su propia filosofía, deberían ser de dominio público. Es curioso que un periodista sea más valioso por lo que calla que por lo que dice.

El escándalo no es que haya escándalos, sino que sean de alto secreto, que exista esa figura tan asumida por todos. El escándalo, en el fondo, es que haya que esconderse para informar, en lugar de hacerlo desde la libre exposición y sometido al juicio de los ciudadanos. Porque, es cierto, la clandestinidad, por desgracia, puede llegar a ser necesaria. Sin embargo, una vez publicada la noticia, se corre el riesgo de confundir clandestinidad con cobardía e información con irresponsabilidad.

(Y a ver luego cómo deshacemos el malentendido).

miércoles, 24 de noviembre de 2010

¡Qué cruz!

No es la primera vez que les llamo la atención sobre la querencia que se tiene últimamente por la indignación gratuita. Da igual lo estúpido, irrelevante o incluso risible que sea el hecho, porque siempre encontraremos a un grupo de exaltados dispuestos a rasgarse las vestiduras. De hecho, cuánto más minoritaria sea la reivindicación y más se grite, tanto mejor. Supongo que este comportamiento parte de la necesidad de sentirse visionarios en tierra de ciegos, o pioneros entre reaccionarios, o vaya usted a saber qué. Lo realmente importante es hacer ver que se tienen valores elevados y profundas convicciones, aunque sean sobre chorradas elevadas o profundas idioteces.

No se confundan, no me indigna tal comportamiento. Sería poco consecuente. Pero andaba pensando en ello a raíz de la última petición de un grupo de inconscientes sobre la memoria histórica. Estos señores, alegando que el Valle de los Caídos es un símbolo del franquismo, pretenden dinamitar –sí, sí, dinamitar nada menos- la cruz que lo corona. La verdad es que indignarme no me indignó, pero si me sorprendió. Y es de agradecer, dados los aburridos tiempos que corren. A uno le hace sentir vivo no haber perdido la capacidad de sorprenderse.

Así que, después de imaginarme al mismísimo Chuck Norris descolgándose sin arnés y dejado pegotones de explosivo plástico a diestro y siniestro, me paré a pensar. Es algo que no suelo hacer muy a menudo, pero tenía el día reflexivo, así que llegué a una conclusión muy sencilla: estas personas no entienden bien el concepto de “memoria histórica”. O yo lo entiendo muy mal. Porque entiendo que es una ley (insuficiente) concebida para resarcir en la medida de lo posible al bando republicano. Esto es, reconocer que su lucha, no solo fue lícita –pues eran el gobierno del país-, sino que además estaban legitimados por una constitución votada por los españoles. Asimismo, se pretende denunciar los daños causados por el bando fascista, que no sólo contó con el apoyo de gente maja y de posibles –Hitler, Mussolini…-, sino que tuvo cuarenta años para ocultar todo tipo de barbaridades.

Durante ese tiempo, la represión franquista fue brutal y despiadada, pero también lo fue la labor propagandística del régimen. Imagino que cuando tienes que defender lo indefendible es mejor atacar que explicar. Luego llegó la transición y tal vez no era el momento. Es cierto que fue una época complicada, y que todos tuvieron que ceder, pero los crímenes de guerra siguieron impunes. No digo con esto que fueran los únicos que mataran, por supuesto que no, sólo digo que son los únicos que no fueron juzgados por ello. Y que alguien lo intente hoy en día... Pregúntenle a Garzón. Se dijo que la Ley de la Memoria Histórica abría viejas heridas. Claro, que eso lo decían quienes tienen un interés brutal en cerrarlas a toda costa. Porque les conviene.

Sin embargo, en el otro extremo, nos encontramos con unos señores que quieren volar un monumento. Pero sólo la cruz, ojo. Y no se dan cuenta de que eso, de memoria histórica, no tiene mucho. Si fuera perverso –dios me libre-, pensaría que tienen dificultades para entender conceptos abstractos, pero prefiero pensar que el extremismo les nubla la mente. Porque esa no es la manera de denunciar los crímenes franquistas. Una explosión hace mucho ruido, pero dura muy poco. El granito, en cambio, es silencioso, pero su presencia es casi eterna. Lo que hay que hacer es explicar el significado de ese lugar y utilizar su potencial icónico para destruirlo simbólicamente. Porque yo cuando pienso en el Valle de los Caídos no pienso en la presunta grandeza de Franco y sus acólitos, pienso en la sangre de los españoles que murieron para levantarlo. Para mí, Cuelgamuros, cruz incluída, es el símbolo de la barbarie franquista, de cómo se empleó a presos políticos, maestros e intelectuales, no para levantar un país, sino para cavar una tumba. La suya y la de su verdugo.

A lo mejor lo que pasa es que yo todavía soy más extremista, pero eliminar los símbolos no elimina la historia, si acaso la distorsiona. Si dinamitamos el Valle de los Caídos, se olvidará el sufrimiento y la injusticia que representa. Si desenterramos a Lorca y le hacemos una mausoleo de lujo, olvidaremos que los fascistas lo mataron y lo enterraron como a un perro. No es resentimiento, es presentimiento. El presentimiento de que si olvidamos, corremos el riesgo de repetir. No hay que destruir la voz de los que hablaron, sino dársela a los que amordazaron. Eso es memoria, lo otro es sesgo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Verborrea sexual.

No me gusta hacerme eco de la actualidad, no me gusta repetirme ni repetirles cosas que ya hayan leído. Saben de sobra que no quiero aburrirles con lo mismo que podrían ver en cualquier sitio. Es más, conocen mi egocentrismo y pueden beneficiarse de, por lo menos, leer algo de lo que no hablarían en ningún telediario: yo mismo –sí, a mí también me sorprende-. Sin embargo, hoy, como en otras pocas ocasiones, haré una excepción y hablaré de lo que hablan los demás.

Hace unas pocas semanas, Sánchez Dragó hizo de las suyas en un libro de los suyos. Precisamente por este planteamiento ni me sorprendió ni me escandalizó su relato de pedofilia manga. Llámenme indolente. Me dije: otra vez Dragó con sus idioteces soeces y sus fanfarronerías políticamente incorrectas. No se equivoquen, no quise con ello disculpar al presunto escritor. Tampoco me creí su cobarde justificación al decir que tan sólo se trataba de ficción en mitad de un libro de anécdotas. Pero es que me resultaba todavía más increíble que dos japonesas de trece años violasen [sic] al atractivo literato.

Me pareció una salida de tono muy típica del personaje, ya casi aburrida por lo tedioso del protagonista. Habría sido un poco más divertida si se hubiese reafirmado en lo relatado, pero el tono cobarde venía de antes. Ya en el propio texto decía que lo contaba porque habían prescrito los hechos y luego, siguiendo con el ataque de arrojo y valentía, negaba directamente la posibilidad de que hubieran ocurrido. Supongo que los delitos pueden prescribir, pero las fantasías insatisfechas de un enfermo se mantienen siempre vigentes.

Y hoy más de lo mismo. En el telediario se emitían las imágenes de un programa de Telemadrid, presentado por Isabel San Sebastián, durante un corte publicitario. Sólo con el nombre de la presentadora ya puede uno hacerse a la idea de la catadura moral de los colaboradores. En este caso, el que habla es Salvador Sostres, otro presunto escritor, más conocido como columnista de El mundo y ex de Crónicas Marcianas. Y lo dicho, una sarta de barbaridades muy a la altura de su currículum.

Gracias a su incontenible verborrea sexual –la nueva enfermedad venérea-, a la filtración de las imágenes y a la denuncia interpuesta por UGT, ahora sabemos que le gustan las “chicas jóvenes en su punto de tensión sexual”. Además, le gustan porque “parecen lionesas de crema, limpias, todo dulce”. Aunque, sin duda, lo que le fascina es “esa tensión de la carne, esas vaginas que aún no huelen a ácido úrico, que están limpias, que tienen este olor a santidad de primer rasurado, que aún no pican. Esta carne que rebota, joven. Y ese entusiasmo, que te quieren enseñar que están liberadas, que ya son mayores”. A mí personalmente no me aporta nada, si acaso una nausea. A su mujer quizá le sugiera algo más.

Lo grave no es lo que diga un tertuliano insustancial y triste. Doy por hecho que existen personas así. También doy por hecho que tienen cierta ansia de protagonismo. Incluso doy por hecho –como no podría ser de otra manera- que Pedro J. lo tenga en plantilla o que Telecinco lo hiciera en un pasado. Digamos que son cosas de la línea editorial. Lo realmente grave es que se dé pábulo y palabra a semejantes elementos bajo el auspicio de una cadena pública. Aunque, claro, con Telemadrid ya se sabe. No es que no me indigne lo dicho, es sólo que no me sorprende. Cada cosa tiene su lugar.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El cairo. (Parte IV).

No lo puedo evitar, me encantan las cosas decrépitas. El extrarradio era distinto, no menos chocante, pero sí más ajeno. Me explico: aquellas construcciones nuevas eran pura obra desnuda, sin ornamentación, sin personalidad más allá de una personalidad de conjunto. Sin embargo, cuando vi aquellos monumentales edificios occidentales, todavía sentí más extrañeza. Todo en ellos me era familiar. No tenían nada de oriental, podían estar en cualquier ciudad europea, pero no en ese estado. El estado al que me refiero no era de ruina, ni siquiera de abandono, era de agotamiento.

Todas esas cornisas, voladizos, cúpulas, marquesinas y ventanales no habían sido dejados a su suerte, sino que habían sido utilizados hasta la extenuación. En las ciudades occidentales, estos ejemplos urbanísticos suelen encontrarse en los distritos más distinguidos y, en consecuencia, mejor cuidados. En cambio, en El Cairo, se encontraban en una zona céntrica, sí, pero absolutamente popular y humilde.

El día que vi aquella plaza, la vi desde el coche y, aunque suene raro, la vi a vista de pájaro. Esto se debe a que un enorme scalextric la sobrevuela a cinco pisos de altura y tan cerca de las fachadas que casi se puede tender la ropa en el guardarraíl. Supongo que soy dado a ver la realidad a través de prejuicios y categorizaciones –qué le vamos a hacer-, así que mi mente procesó la visión de una forma bastante curiosa. Quizás de ahí venga mi fascinación por esta localización en concreto.

Lo que yo vi fue una calle de El Cairo con un edificio modernista achaflanado rematado por una cúpula. Lo que mi mente decidió regalarme fue una imagen post-apocalíptica de la madrileña Gran Vía. Imagínense la monumental calle de Madrid con los edificios negros de polución y los grandes ventanales rotos. Imaginen los viejos carteles luchando por seguir anclados a las fachadas, letras de bronce sueltas, muebles desvencijados en los balcones y barandillas y rejas herrumbrosas. A todo ello sumen un mercadillo a la altura del Edificio Metrópolis, un mercadillo de cientos de puestos unidos unos a otros por toldos de distintos colores. Por último, añadan basura y desperdicios varios, un enorme puente elevado cargado de coches y una multitud abarrotando los estrechos pasillos entre puesto y puesto. Surrealista, ¿verdad?

Pues no y eso era lo bueno, que era la realidad, sin más, sólo que muy diferente a todo cuanto había visto hasta ese momento. Aquella fue mi última sensación en El Cairo. Después al hotel, un hotel como los de aquí, y al aeropuerto, un aeropuerto como los de aquí –sin terminar y en obras-. Sin embargo, mi cabeza se quedó en mitad de la plaza, suspendida en el aire, intentando en vano encajar a la fuerza una imagen extraña en un esquema inútil. Definitivamente, mi manera de entender las cosas no sirve como guía para comprenderlo todo. Por eso todavía me cuesta volver, aunque llegase hace tiempo.

He descubierto que padezco un jet-lag cognitivo y que en ese conflicto radica lo interesante de la situación. Existe una falta absoluta de concordancia entre lo vivido y mis categorías y prejuicios. Debo admitir que me queda mucho por aprender, por fortuna. Que mi visión del mundo es sólo eso, una visión. Que mis categorías mentales se quedan ridículas para encasillar la inmensidad de lo individual. Que seguramente haya visto muchas cosas, pero eran variaciones de la misma. Que vivimos en el mundo de los moldes en lugar de modelar el mundo. Se nos pierden las individualidades, los rasgos únicos de cada uno. Se nos olvida que todavía podemos aprender mucho de nosotros mismos, aprendiendo de los demás. Que nuestra capacidad para ser diferentes nos iguala. Que las diferencias son sólo aquel camino que un día pensamos y decidimos no tomar. Y que los demás son la forma de conocer todos esos caminos.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Cairo. (Parte III).

Sin embargo –y sin tratar de justificarme-, fuimos por nuestra cuenta en taxi, lo que resultó ser toda una aventura. Yo disfruté de lo lindo por primera vez arriesgando mi vida. Me sorprendió la paciencia de los conductores cairotas, que encajaban las maniobras ajenas con sorprendente templanza. Por menos de la mitad de lo que vi en aquellos veinte minutos, en España te bajas del coche dispuesto a arrancarle la cabeza al otro conductor.

Así pues, tras casi estrellarnos seis veces, casi atropellar a dos personas y casi ser arrollados por tres autobuses, llegamos a la plaza desde la que se accede al mercadillo. El conductor, según lo acordado, nos esperaría durante una hora y nos llevaría de vuelta al hotel –o por lo menos lo intentaría-. El asunto de esperar es bastante común en El Cairo, pero no deja de llamarme la atención, sobre todo por un detalle: el taxista se negó a aceptar el pago hasta haber completado el servicio. Nos dejó irnos sin más, dijo que ya le pagaríamos luego y adujo una razón que me enternece por lo cándido: “Los españoles sois de fiar”. Todavía no puedo parpadear del asombro.

El mercadillo de Khan el Khalili presentaba un aspecto muy diferente al del día anterior. Por la mañana todo parecía distinto y bastante más agradable. Este agrado se debía sin lugar a dudas a la increíble diferencia de público. Las interminables manadas de borregos que colapsaban las estrechas calles debían estar pastando en alguna excursión mañanera. Ahora se respiraba un ambiente tranquilo y el sol se filtraba tenue a través de las telas que cubrían las calles a modo de toldos improvisados. Nada de agobios, nada de ruido, más autóctonos que foráneos. Por consiguiente, no dudé en ejercer de borrego a destiempo y nos dirigimos prestos hasta la tienda de Jordi.

Lo sorprendente fue que no hubo necesidad de preguntar nada a nadie. Los propios comerciantes te veían la cara de españolito ávido de Jordis y te decían: “¿Jordi, no? Es por ahí, luego ven a mi tienda”. Supongo que Jordi-Mohammed debe de estar bañándose en oro en este momento, pero lo cierto es que no puedo decir nada malo de su negocio.

Subimos por un pequeño pasadizo que ascendía hasta un patio interior porticado lleno de pequeños comercios. Nuevamente todos nos guiaron hasta el santa sanctórum del turista ibérico. El gurú del no-regateo posee tres tiendas contiguas en las que da bastante igual entrar a una u otra, pues todas tienen casi lo mismo. Lo cierto es que nos entregamos a una orgía consumista de la que no me arrepiento por varias razones. El trato fue excelente, el precio más que razonable, la variedad considerable, no había gente y, la de más peso, nos invitaron a un té. Soy así de protocolario, si me invitan a algo, me tienen ganado. Y, hablando de ganado, luego supimos que las manadas del día anterior habían sufrido horribles torturas, sólo imaginables entre profesionales de las rebajas. Donde nosotros nos movíamos con absoluta libertad, ellos se aplastaban como en un vagón de metro. Donde nosotros elegíamos, ellos se quitaban las cosas de las manos. Y, para colmo de males, no hubo té para la muchedumbre.

Salimos contentos y cargados en dirección al punto en el que habíamos quedado con el confiado taxista. También supongo que, si no llegamos a aparecer, nos hubiera buscado él mismo cimitarra en mano, pero quizás me puedan los prejuicios cristianos. No hubo sorpresas, allí estaba, puntual y sonriente, dispuesto a darnos otro emocionante paseo hasta ese oasis de autocomplaciente occidentalización que es el Hotel Conrad Hilton. El recorrido fue igual de escalofriante, pero, una vez acostumbrado a la sombra de la guadaña, pude disfrutar los detalles urbanísticos del centro de la ciudad. Me fijé en los edificios y descubrí auténticas joyas modernistas, detalles Art decó en la ornamentación de las fachadas e incluso interesantes ejemplos de arquitectura racionalista. Eso sí, todo ello en un estado lamentable, en un nivel de decadencia que me atrajo irremediablemente. A partir de ese día supe que quería volver y que podía prescindir en lo sucesivo de todo lo visto a lo largo del Nilo. Había visto cosas increíbles, majestuosas, sobrecogedoras, pero no tenía duda: mi próxima vez en Egipto sería sólo en El Cairo.

(Continúa...)

miércoles, 27 de octubre de 2010

El Cairo. (Parte II).

La ciudad empezó a gustarme cuando nos apartamos de los cauces turísticos. Nuestro guía, en su lucha por escapar de lo típico, nos llevó a un mercadillo nocturno –anochece a las cinco y media, es fácil trasnochar-. No era un típico mercadillo turístico, sino un típico mercadillo egipcio. Lleno de frutas y verduras de aspecto excelente, de pescado de aspecto inquietante y de animales vivos esperando su cercana muerte, a voluntad del comprador –quiero ese y, hala, a degollar-. No hubo turistas. La única atracción allí éramos nosotros. Nadie nos acosaba para vendernos nada. Sí querían, en cambio, darnos la mano y preguntarnos de dónde éramos. Cada tienda se abría en un bajo de una sola puerta protegida por una persiana metálica. En las calles apenas había farolas, por lo que la iluminación provenía del interior de los comercios, que quedaban recortados como cuadros de otra época en el lienzo negro de las fachadas.

El contrapunto lo tuvimos al día siguiente, cuando fuimos al mercadillo de Khan el Khalili. Ese sí era típico en el concepto turístico de lo típico. Parecía un mercadillo de pueblo. No por el lugar, que es bien pintoresco y bonito, sino porque sólo se escuchaba a gente hablando español y preguntándose los unos a los otros por “la tienda del Jordi* ese”. Y es que resulta que si un español, al salir de su país, puede ir al sitio menos original del mundo y más cercano a lo que tiene en casa, allá que va. Da igual que luego desde ciertas zonas de la meseta digan que alguien que se llama Jordi no es español, sino un polaco. Tampoco importa que algunos Jordis idependentistas renieguen de ser españoles. Una vez se traspasan las fronteras, el chovinismo vence los prejuicios regionalistas y hermana a todos los españoles por igual. El nacionalismo siempre es autocomplaciente. De ahí que muchos se desilusionen al saber que el famoso Jordi se llama Mohammed. Cosas de la vida –les está bien empleado, pienso con media sonrisa-.

En vista del carácter excesivamente festivo de Khan el Khalili, parecía mejor opción volver al mercadillo del día anterior, a ver qué tiendas estaban abiertas y qué se podía comprar. Yo ya le había echado el ojo a unas cuantas tiendas de antigüedades que casaban bastante bien con mi incipiente síndrome de Diógenes. Supongo que era pronto todavía, ya que la mayoría de los comercios estaban cerrados. Sin embargo, en los que estaban abiertos, el trato fue excelente. Nada de agobios, nada de intentar venderte souvenirs. Aquí, el regateo reducía su margen considerablemente, hasta el punto de no saber nunca muy bien si la cara de indignación de comerciante era la de costumbre o era real. Las calles que habíamos visitado el día anterior revelaban su verdadero aspecto a la luz del día. Sólo las calles principales estaban pavimentadas, los laberintos adyacentes eran pasadizos embarrados y cubiertos de suciedad. No obstante, las personas eran las mismas del día anterior. Pese al terrible aspecto de muchas de las viviendas –algunas directamente en ruina- los vecinos parecían disfrutar de una tranquilidad lejana al monstruoso entramado turístico que se respira dos manzanas más al sur.

Entramos en una de las tiendas de antigüedades. El dueño, un hombre de mediana edad vestido de chilaba, nos pidió que entráramos y cotilleásemos tranquilamente. El salió y nos dejó mirar a nuestro aire, con total libertad y nula vigilancia. Agradecimos la confianza y nos quedamos prendados de un antiguo juego de té, para el que supusimos no llevar suficiente dinero. Y así fue, el precio que nos dio cuadruplicaba nuestro efectivo. Le dijimos que no podíamos comprar, que no llevábamos suficiente. Él nos pregunto que cuánto llevábamos y nosotros decidimos aportar al montante un auténtico arsenal de jaboncitos de baño del hotel que parecieron ser de su agrado. En mitad de la negociación, me tomó del brazo y me preguntó en tono confidente si teníamos algo para ayudarlo con su mujer, “like Viagra”, precisó. Yo, en una respuesta tan surrealista como adecuada a la situación, le respodí: No, pero tengo Paracetamol. El trato pareció convencerle. No sé si podría llegar a hacer nada, pero por lo menos ya no sentiría dolor.

Un blister de Ibuprofeno y un triste Paracetamol después, mi mujer y yo salimos encantados con nuestro nuevo-viejo juego de té y nos dispusimos a esperar al grupo de borregos que salían del redil turístico. Ya sólo nos quedaba un día en la capital de Egipto y yo estaba entusiasmado. Ese rato lo cambió todo. El hecho de salirnos del grupo organizado y explorar, aunque sólo fuera un poco, me hizo descubrir un pedazo de ciudad que incitaba a conocer más, a descubrir la realidad más allá de la postal. En vista de ello, a la mañana siguiente, decidimos ir al mercadillo de los borregos anteriormente mencionados. Porque, como buen español, debo criticar primero para hacer después. Es parte del orgullo patrio.

(Continúa.)


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* La tienda de Jordi es un comercio situado en el mercadillo mencionado cuyo dueño estuvo trabajando en Cataluña. La principal diferencia de este negocio con los aledaños es que no hay necesidad de regatear, lo que resulta más cómodo para los turistas occidentales.

miércoles, 20 de octubre de 2010

El Cairo. (Parte I).

Nunca he escrito ningún artículo de viajes. Tampoco he leído los ajenos. Tal vez sea porque, hasta hace unos meses, mis viajes eran en vespa y no daban para tanto, o quizás sea porque ahora me gusta viajar un poco más allá de lo visto una y otra vez. No tienen, por tanto, pretensión alguna estas líneas. En cambio, sí nacen de la necesidad de contar lo extraño, una necesidad que seguramente comparto con todos los que han salido de su casa alguna vez en su vida. Y no me vale con dar la lata a amigos y familiares, sino que pongo el tostón a disposición de todos ustedes.

Antes de empezar, una aclaración: es posible que me guste viajar, pero odio los aeropuertos. Ahora ya podemos empezar con un relato que no tiene nada de espacio temporal y sí mucho de sensacional, no por mi innegable genio, sino porque son las sensaciones lo que queda al llegar a casa –por muchos souvenirs que uno haya comprado-.

La cosa es así: estuve en Egipto, pero sobre todo estuve en El Cairo. Lo primero lo guardo en la memoria como una sucesión de templos que casi se solapan los unos con los otros. La mayoría parecían hormigueros a escala divina, con cientos de turistas colapsando los estrechos corredores y las amplias estancias –el ser humano en colectividad resulta ser una corriente fluida y adaptativa en la que da asco ahogarse, pero de indudable efectividad-. Lo segundo ya es otra historia.

No pretendo menospreciar en absoluto todo el patrimonio arqueológico y artístico que he metido en el primer saco. Es más, creo que la diferencia estriba –las diferencias son así, siempre estribando- en lo distinto que es descubrir algo a que te lo enseñen. Por supuesto se trataba de un viaje organizado y hay que decir que tuvimos una suerte increíble con el guía asignado. Resultó ser una persona joven, culta, de modales delicados y con una pasión por su país que le chispeaba en los ojos. Eso ayuda. Sin embargo, el propio carácter organizado nos da un tinte de rebaño –a veces piara, según los grupos- en el transcurrir del itinerario, de manera que uno puede llegar a sentirse en una suerte de trashumancia desértica.

A veces apareces en los templos sin saber muy bien de dónde vienes y adónde vas. Supongo que eso pasa en la mayoría de templos y, como en esa mayoría, aquí tampoco hay respuestas. Pero sí en El Cairo. Si ejerciera como periodista, diría que es una ciudad de contrastes, pues no es del todo mentira y se adecua al Diccionario Periodístico de Frases Hechas. Pero me quedaría corto, porque cualquier ciudad es una ciudad de contrastes y esta lo es más. Por ello prefiero decir que El Cairo es una ciudad de una belleza horrible. Un fascinante caos que funciona.

Por fin veo a más personas que turistas –a veces conviene diferenciar entre persona y turista-. Salimos del tranquilo transcurrir del Nilo, de ciudades más pequeñas como Luxor o Edfú para llegar a una urbe de veinte millones de habitantes. Por un lado existe una continuidad estética en el extrarradio con respecto a otras ciudades. El aspecto es miserable. El urbanismo consiste en un salteado de viviendas unifamiliares de pisos que nunca se terminan. En su lugar, se coronan por un forjado de hormigón y por los pilares desnudos, con las varillas de acero apuntando hacia un cielo blanquecino. Uno de los chicos de la agencia nos explicó que no se pagan todos los impuestos hasta haber finalizado la casa por completo. Estos edificios se sitúan como al dueño le venga en gana, lo que da lugar a unas calles que nunca continúan más de dos o tres manzanas.

Después vienen los famosos contrastes. En la carretera que une el aeropuerto con la ciudad están las mansiones de la clase política, que suelen ser de un gusto espantoso, resultado de aunar la sobriedad soviética con la exuberancia árabe. A medida que se avanza hacia el centro de la ciudad, se empieza a comprender el emplazamiento de los domicilios de los políticos. Están en la carretera del aeropuerto sencillamente para huir cuando todo se colapse o cuando la población se harte de vivir en las condiciones en las que viven.

El centro de El Cairo es un prodigio de tráfico, ruido, gente y suciedad. Me encantó, una vez superado el susto inicial. Y es que asusta, por lo menos a los ojos de un occidentalito mimado como yo. Los semáforos no funcionan, están apagados. Las señales de tráfico tienen la misma autoridad que un árbol. Y la gente cruza por donde quiere y los coches se meten por donde pueden y en los autobuses se cuelga gente de las ventanillas y les prometo que caben cuatro personas en una moto. Luego supe que no se utilizan los intermitentes y entendí el estruendo generalizado que satura el aire. Resulta que un golpe de claxon significa girar a la izquierda y dos girar a la derecha. Lo que se ahorran en bombillas.

(Continúa...)

jueves, 14 de octubre de 2010

No pude decir que no.

He tenido que tomarme dos semanas de vacaciones. No pude decir que no; primero, porque no quería la negativa y, segundo, porque la otra parte contratante se hubiera molestado. Yo no puedo decir que no a una mujer, menos aun a la mía. Pero no sufran, no encomienden su vida al infortunio, pues La realidad a tientas volverá con nuevos artículos el próximo miércoles con la regularidad acostumbrada.

Les agradezco su fidelidad y paciencia.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El americano (este sí) impasible.

Hoy (por el sábado) me he salido del cine. Sí, lo sé, suena duro, pero no me ha quedado más remedio. Yo iba de buena fe, cosa rara. Iba ilusionado, incluso, y me han dado un mazazo en mitad de la coronilla. El mazazo ha sido de esos anestésicos, de esos que te dejan un dolor sordo, la boca pastosa y un zumbido leve pero persistente en los oídos. De hecho, esta película podría reemplazar a la temida anestesia general, aunque los riesgos de quedarse en coma aumentarían exponencialmente. Tres cuartos de hora de El americano saben a treinta años mirando una pared, sólo que la pared se mueve más deprisa.

El caso es que sigo sin entender muy bien lo que ha pasado. Por seguir con el símil quirúrgico, la sensación tras salir de la sala ha sido la de despertar poco a poco de un profundo sopor sin llegar a liberarme del todo. Lo juro, en el cartel salía George Clooney con un rifle y con aspecto de correr, o por lo menos de caminar deprisa. Y, sí, el rifle salía, pero George no corría ni para comprar cápsulas de Nespresso.

En los títulos de crédito iniciales se puede ver el velocímetro del coche que conduce el protagonista. Uno, que es crédulo, ve que circula a 110 quilómetros, pero apenas se mueve y esa es la sensación que tuve durante el tiempo que aguanté antes de salir gritando interiormente. De verdad, hasta los coches se mueven despacio. Por eso George no puede simplemente salir de la casa en la que se esconde. Qué va, tiene que abrir la puerta, salir, dar tres pasos, mirar al horizonte, plano subjetivo de las escaleras de las calles del pueblo, otro plano de lo mismo pero dos metros más allá, paneo de la cámara, plano de George con cara de George, desandar los tres pasos y finalmente cerrar la puerta.

Sin palabras –él y yo-.

Si mi artículo, que no crítica, les parece inconexo, lo hago sólo para seguir el estilo narrativo del film. Porque así, ahora y sin que venga al caso, les explico otra secuencia: George va a cenar con el cura del pueblo y yo mientras cuento las patatas que hay en el guiso del cura. Y las cuento porque no tengo nada mejor que hacer y porque el plano dura como cinco segundos de remover carne y patatas –dos patatas-. Sinceramente, para eso pongo a Arguiñano, que sé que lo va a hacer, pero por lo menos cuenta chistes.

Eso sí. Hay que reconocer una cosa. Cuando usted salga de la sala, si no ha muerto o se ha pegado un tiro durante el metraje –no lo descarte-, podrá pegarse el tiro en casa. ¿Por qué? Porque, aunque no lo crea, sabrá fabricar un rifle de largo alcance. Y también sabrá que con un eje de transmisión se puede construir un dispersor de sonido. Lo sabrá porque lo habrá visto durante una hora. Habrá visto a George cogiendo las piezas, desmontándolas, limpiándolas, dándoles forma y finalmente incluyéndolas en el arma que está modificando por encargo. Lo sabrá porque no podrá mirar otra cosa y lo sabrá con la precisión con la que persisten las patatas en su retina.

Para terminar, siempre aceptando que a lo mejor la última media hora de película es trepidante, hay que destacar ciertas cosas. Por ejemplo, que el principio promete todo lo que luego no cumple, pues pasan cosas y todo. También es reseñable que salen dos ovejitas monísimas y que salen pechos –no de las ovejitas, por fortuna-. Y, sobre todo, que usted, haga lo que haga, tiene una vida mucho más emocionante que la de George Clooney haciendo de asesino a sueldo. (A no ser que decida ir a ver esta película).

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La misma persona.

No sé si me gusta o no ser trascendental. Quizá sí ser trascendente, pues a ello aspira todo aquel que se dedica a escribir. En cualquier caso, la mayoría de las semanas, cuando pienso de qué hablar en La realidad a tientas, pienso en ustedes y en evitar en la medida de lo posible el tedio que pudieran causarles mis cavilaciones. No quiero decir que escoja entre humor y filosofía –a veces la filosofía es una juerga, créanme-, sino en el interés del tema que escogeré y en el tratamiento que le daré. No me gusta hablar de mí mismo. Carezco de interés en lo individual, porque, en este marco, sólo me interesa lo general.

Aquí se habla de realidad, de mi percepción de la realidad y de cómo existen lazos que unen irremediablemente mi visión y la suya. Por supuesto, esto no sucede en todos los casos, pero sí en un número importante de ellos. Esos casos son los que, en mí soberbia opinión, hacen vibrar el universo, el universo humano, la colectividad. No me interesa mi reacción al escuchar una pieza de piano en la soledad de mi casa. Al contrario, me interesa saber si existiría una convergencia en nuestras emociones al escucharla en grupo, en la penumbra de un auditorio.

Es indudable que el hecho de pertenecer a la misma especie –por más que reneguemos en según qué ocasiones-, nos hace percibir ciertas emociones de la misma manera. Sin embargo, también es propio de nuestra especie el carácter individualista, casi ególatra, a la hora de experimentar determinados sentimientos. Cuándo algo nos llega de verdad, cuando sentimos una catarsis, a nuestro entender toma proporciones espirituales. Por uno u otro motivo, nos sentimos como el destinatario del mensaje, como el ente elegido para ser capaz de comprender una canción, un poema o un cuadro como nadie antes.

Por supuesto, esto es ciertamente pretencioso, cosa bastante humana. Resultaría más fácil pensar que existen muchas otras personas capacitadas para experimentar lo mismo que nosotros, ya que es harto posible que estén viviendo una situación emocional similar a la nuestra. No obstante, pensaremos que ningún otro puede estar viviendo la vida cómo nosotros, por lo que no podrán sentir lo mismo. Ese es el mecanismo. Es cierto, a la gente le tranquiliza sentirse único.

A mí, cada vez más, me gusta sentirme humano, antes que único. No se trata de renunciar a la identidad personal. No es cuestión de renegar de nuestras rasgos característicos o de nuestro talento. No vale desistir, en mi caso, de intentar traducir la realidad en palabras. Podría argumentar que si ustedes la comparten, qué les voy a contar yo de nuevo. No, no se trata de eso.

Más bien, la intención es comprender que tal vez diferiremos en muchas apreciaciones, en muchos valores, pero siempre podremos encontrar algo que nos haga entender la situación del otro; su camino, su elección. Quizá no sea lo que nosotros hubiéramos hecho, quizá piense de una forma distinta a la nuestra, pero siempre habrá un nexo, un punto de inflexión en el que fuimos iguales. En el que fuimos humanos. Un instante en el que podríamos haber sido la misma persona.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Mamá, quiero ser político.

Antes eran los artistas quienes llevaban vidas azarosas. Dejaban su suerte en manos del talento, daban rienda suelta a sus vicios y andaban de mujer en mujer, de hombre en hombre, de ambos en ambos, se daban baños de billetes recién horneados, vivían de fiesta en fiesta, acudían a los más importantes eventos deportivos y culturales y miles de fans coreaban sus nombres mientras ondeaban las pancartas. Así, parece normal que los niños, quienes todavía no conocen la doble moral, quisieran dedicarse a la farándula.

Hace un par de años, los niños variaron el rumbo de sus aspiraciones y quisieron ser, simplemente, famosos. Habida cuenta del panorama televisivo español, no debería escandalizar a nadie. Ser famoso requiere menos trabajo que ser artista. Antes la fama venía del talento, ahora viene del talento para compartir cama con la persona adecuada, o mejor; con la persona conveniente. Las primeras generaciones de famoseo puro necesitaban un famoso tradicional –alguien con talento o renombre- para, mediante cuitas siempre sexuales, captar la atención mediática.

Pasado el tiempo, tras la primera generación de famoseo puro, ya no se depende de nadie que sepa hacer nada, ahora pueden interaccionar endogámicamente entre ellos de tal manera que se genera un crecimiento exponencial de seres repugnantes -¡hasta tienen hijos!-. Sin embargo, nada de esto sería posible sin la intervención de Telecinco, que resulta ser un auténtico plan de pensiones para todo el rebaño de indeseables que acompaña al famoseo puro. Ya he hablado de ese rebaño en ocasiones anteriores, del daño que han hecho al periodismo al adjudicarse un nombre que no les corresponde –si acaso, porteras, chismosos y traficantes de mierda emocional-. También les he hablado de su audiencia, esa audiencia con una vida tan insignificante que tiene que refugiarse en las miserias de los demás. Ya no hay que pegar la oreja a la pared ni depender de la vecina –a quien también se odia y se envidia-. Ahora la intimidad ajena llega procesada para el consumo hasta su propio salón, en alta definición y en cuántas pulgadas puedan pagar.

Y en mitad de esta vorágine, yo, periodista sólo de estudios, siempre he defendido la crónica política, porque en verdad me gusta. Hasta ayer: Caía la tarde entre amarilla y violácea sobre un Madrid repleto y caluroso. El autobús bajaba por Serrano, a mi lado la mejor compañía posible y delante, en esos cuatro asientos enfrentados, una familia de cuatro miembros. Los dos niños, pequeños y rubios de ojos oscuros, hablaban de casi todo lo que veían. Entonces, para mi sorpresa, rodeados de boutiques, el niño dijo: Yo de mayor lo que quiero ser es político, para vivir bien.

Se me heló la sangre. Yo ya no me fio de los niños. Ya no quieren ser policías, ni médicos, ni bomberos, ni pilotos… Debí escamarme cuando empezaron a querer ser futbolistas y mis sospechas se consolidaron con sus aspiraciones al famoseo. Pero, al oír al niño decir que quería ser político, ya sé lo que percibe. Nada de servicio a la sociedad, sino la sociedad a su servicio. El niño quiere regalos caros, coches de lujo, chóferes, mansiones que infrinjan la ley de costas, áticos a lo Zaplana en plena Castellana a interés cero, jornadas de fórmula uno con Camps, Agag y toda la cohorte, quieren los pisos de Ripoll en el centro de Alicante.

Mientras pensaba esto, se me ocurrió una idea que intenté alejar de mi mente. Me recordé a mí mismo, devorando las páginas del periódico, disfrutando con los escándalos de corrupción, leyendo con avidez la sórdida historia de aquel Edil de Palma que abusó de menores, viendo con interés morboso la detención de Ripoll en su casa… Tuve que hacer autocrítica. Sigo pensando que la crónica política es periodismo –la crónica rosa no, porque a nadie interesa lo que hace gente irrelevante-. No obstante, al admitir sin duda tal afirmación, me veo en la obligación de aceptar que mi papel como lector tiene mucho que ver con el morbo y el cotilleo y que, tal vez, el gusto por los detalles escabrosos es una condición universal del ser humano. Tal vez no haya tanta diferencia entre un famoso y un político y, por ende, entre un cotilla y un ciudadano informado.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

No saber empezar.

Hace un par de años empecé a escribir una historia que se prolongó más de lo esperado. Yo no tenía puesta ninguna esperanza en ella. Quizás el único deseo era fabricarme un universo a medida para vivir lo que la realidad no me permitía. Pues bien, cumplió ese objetivo hasta tal punto de mezclarse con mi vida y cambiarla por completo. Esa historia, cuyo título cambié, comenzó con el nombre de No saber empezar.

Si lo miro desde una perspectiva actual y le busco las vueltas, le encuentro mucha lógica en lo que a mi persona se refiere, pero no en lo que concierne a la historia en sí misma. Porque no había una duda al empezarla, ni unas expectativas. Simplemente puse los dedos sobre el teclado y vi que salía sólo. Y que me gustaba ese rato de olvido. Me gustaba ese cambio de vida. Seguramente porque cometí el error de personalizarme en la ficción. Y ese error fue un gran acierto.

Cuando la terminé, otro título la encabezaba, pero gracias a ella aprendí que debía empezar algo, que ya tenía las claves para dar el giro que me dejó dónde ahora estoy –ya pasó el mareo-. El problema viene ahora en la ficción. No sé si aquello fue inspiración. Sólo creo en la inspiración a medias, a medias con la constancia, la técnica y la ilusión. El caso es que me ronda una idea y me gotean las letras por entre los dedos. Sin embargo, ahora no sé muy bien cómo empezar.

Tampoco tengo muy claro qué es lo que hace que se te ocurra una historia, qué mecanismo mágico de la cabeza hace “clic” y te regala un mundo aparte que cabe en la palma de una mano. La idea surgió y está llena de matices. Eso asusta. La anterior no surgió, sino que fue brotando. Entonces yo no sabía nada, sólo tenía que dejarme arrastrar. Ahora lo sé todo y siempre he sido muy desordenado.

Así las cosas, asumiendo mi poca capacidad organizativa, pienso que el problema de no saber empezar viene del conocimiento del final, del encorsetamiento del destino fabricado por uno mismo. Por eso, si Dios existiera, ya se habría muerto de aburrimiento o de frustración. No sé si para un escritor –yo no lo soy- está bien saber el final. No sé hasta qué punto puede disfrutar del proceso, de la vida de los personajes, si sabe cómo acabará todo. Nadie quiere que le cuenten el final, a no ser que no le interese realmente la historia.

Soy de la opinión de que la literatura debe fluir. También sé que eso complica en gran medida el desarrollo argumental y que da lugar a libros muy extraños, con cambios de ritmo, con cabos sueltos. Es lo que yo entiendo por libros vivos. Porque se asemejan al propio devenir. ¿Qué sentido tendría vivir la vida si conociéramos todo nuestro recorrido? Si no vivo lo que escribo, ¿qué sentido tiene escribirlo? Sería un dictado de un esquema argumental. Y eso se me antoja un ejercicio de técnica, no un proceso creativo. Prefiero disfrutar del camino antes que ponerlo al servicio de la meta.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Vivir de ilusión.

Ayer fui a ver la última película de Woody Allen. Resultó ser una de esas películas que es mejor si se ve en buena compañía desde la fila de los mancos, pues en caso contrario tampoco nos aseguramos mucha emoción. El neoyorquino por antonomasia –esta palabra parece una prueba médica- nos presenta distintas historias que se van complicando hasta el final. Y, justo en ese final, las deja inacabadas, colgando de los últimos fotogramas que se solapan con los títulos de crédito.

La mayoría de las tramas estaban en pleno nudo narrativo, en el punto álgido, por lo que la sensación es de desazón. Por primera vez en mucho tiempo salí del cine pensando que faltaba una hora de metraje, en lugar de sobrarle. Eso, en principio, debería ser positivo, si no se hubiera hecho a base de coger el guión y arrancarle la mitad -¡hala, ya está!-. Entonces uno no sabe muy bien si las ganas de más vienen por el ágil ritmo de lo visto o por la simple curiosidad ante lo irresoluto. Sea como fuere, no deja de ser una forma innovadora de suspense cinematográfico.

Y todo esto venía por la conclusión final –no se preocupen, no desvelo nada, pues nada hay que desvelar-. La moraleja es más bien manida, aunque muy apropiada para el caso: se vive a base de ilusión. Espero que la ilusión en la vida no sea tan decepcionante como la ilusión por saber qué pasa con los personajes de la trama suspendida. Y lo espero porque, no sólo lo considero cierto, sino sano frente a otras opciones más románticas y perjudiciales, como la nostalgia y el alcoholismo, o lo uno mezclado con lo otro en un vaso de tubo.

De todas formas, resulta conveniente saber de qué ilusiones puede vivirse e intentar que no empañen el disfrute del presente. Vivir de ilusión no tiene porque denotar un descontento con nuestra existencia actual, sino la esperanza de poder mejorarla aun más, por muy satisfactoria que sea. Esto se traduce en metas y objetivos más o menos factibles que nos acerquen al fin de todo ser humano, que debería ser la felicidad en sí misma –o la infelicidad ajena, en según qué casos-. Sin embargo, otras tantas personas, más que vivir de ilusión, viven de imposibles. Y, claro, luego pasa lo que pasa.

Lo que pasa es que, o bien son muy tontas y siguen intentándolo hasta romperse la cabeza en lugar de las esperanzas, o bien se frustran y se entristecen. En consecuencia, resulta interesante saber hasta que punto nuestras ilusiones deben adecuarse a nuestras posibilidades. Pero, incluso para ello, deberíamos saber si nos hemos hecho demasiadas ilusiones con respecto a nuestras posibilidades. Así que la cosa se complica y hay quien dice que lo mejor es no esperar nada, que de esa manera cualquier cosa superará las expectativas.

Tampoco me parece una solución. Prefiero estrellarme mil veces antes que poner mis ilusiones por debajo de mis sueños. Siempre será mejor volar a ratos que no haber volado nunca. Quizás no se trate de ilusionarse o de no esperar nada, sino más bien de esperarlo todo, pero sabiendo esperar. Es decir, tener la esperanza sin desesperarse. Y buscar, poner los medios para favorecer el devenir. El título de la película es Conocerás al hombre de tus sueños. Supongo que algo así le decía Woody a su hija cuando era pequeña. De acuerdo, es un ejemplo extremo, pero ya saben ustedes que soy un extremista. Así, en general.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Paciencia.

Agosto es el mes de vacaciones por excelencia, excepto para todos los albañiles del mundo. Da igual que la empresa sea privada o pública. Da igual que se trate de construir una autovía o de revisar las tuberías de agua. Lo importante es fastidiar al mayor número posible de gente de la manera más molesta. Pondré un ejemplo personal, además de preguntarme por el genio que decide asfaltar la A-3 todos los veranos desde que tengo carnet de conducir.

El ejemplo personal es más cotidiano, más soleado, más entrañable, más familiar y más ruidoso. Aprovechando que en agosto Madrid se desangra de vecinos, muchas comunidades deciden acometer las obras de reforma durante este mes. Ustedes podrán decirme que es una medida mucho más razonable que asfaltar carreteras en plena operación salida, pero a una comunidad de vecinos se le presupone más sentido común que a un ministerio.

No parece, por tanto, tan mala idea. Sin embargo debieron olvidar mi magna presencia –quizá haya sobrevalorado mi relevancia social- justo enfrente de una de esas obras estivales. Tampoco parece especialmente complicada la reforma de un portal no especialmente amplio, pero el mismísimo Juan de Herrera palidecería ante los plazos de ejecución. Si estos obreros se hubiesen ocupado de la construcción de El Escorial, La Sagrada Familia sería un ejemplo de celeridad.

Llevan dos semanas picando todo el portal con un martillo y un cincel. Al principio pensé que sólo pretendían desprender el alicatado que cubría las paredes. Pero, una vez desprendido, siguieron picando con más ahínco. Entonces me planteé la posibilidad de que intentaran esculpir un altorrelieve en el hormigón que hubiera hecho las delicias de Fidias. De nuevo había sobreestimado las capacidades artísticas de mis queridos obreros. No, no pretendían crear un grupo escultórico en los muros del sórdido portal. Sólo querían dar martillazos contra el escoplo hasta que se les saltasen los empastes. O hasta que yo mismo les hiciera la ortodoncia con un martillo neumático.

Un día, otro día, otro más. Era fascinante, hasta interesante desde un punto de vista masoquista. Lo picaron todo. Las paredes, el techo, las jambas de la puerta, una pequeña marquesina, el suelo. Eran termitas humanas, carcomas del cemento. Llegué a pensar en la esperanzadora posibilidad de que, con su característica insistencia, destrozasen los cimientos y se les cayera el edificio encima. En un primer momento me sentí algo culpable ante tal ocurrencia, no por los propios albañiles, sino por los habitantes del inmueble. Luego pensé que, cuanto más peso se desplomara sobre ellos, tanto mejor. Siempre quedaba la posibilidad de que se abrieran paso a través de la montaña de escombros hasta salir a la superficie con un gesto triunfal en sus malditas caras. En ese instante, una vez en lo alto, se agacharían y picarían cada trozo de ruina hasta reducirla a yeso.

Y así se metían en mis sueños. De repente soñaba con el ruido, me despertaba y ahí estaba. A las ocho de la mañana. Clac, clac, clac, clac, clac. Cuanto los odié. Cuántos “pero qué hijos de la gran puta” me arrancaron. Cuantas veces deseé que picaran hasta caer en un túnel de Metro un segundo antes de que pasara el tren. Pero nada de ello ocurrió. No se arrancaron la mano de un martillazo. No bajé y les abrí la cabeza con el cincel –pero despacito, golpecito a golpecito-. No, que va. No pasó nada. Simplemente cesó el sonido. Habían picado todo lo picable. Picaron hasta cosas que no sabía que existían. Picaron complejos conceptos metafísicos y vanos objetos cotidianos. Picaron en lo más profundo de mi paciencia.

Por eso me alegro de que en España sea tan complicado acceder a un permiso de armas. Porque sólo hay algo que me desespera más que semejante tortura; la burocracia. Sí, la burocracia me ha hecho un hombre libre. Mi impaciencia me hubiera convertido en un asesino. Por eso sé que en Estados Unidos no tienen menos paciencia, tienen más medios de conseguir silenciar todo cuanto les moleste. Ciudadanos y Gobierno. A mí me toca aguantarme –por fortuna-.

jueves, 19 de agosto de 2010

Breve semana de asueto.

Como buen español, que no español de bien, esta semana rindo culto a ese dios pagano llamado Agosto. Les emplazo el miércoles que viene, como siempre, en un nuevo artículo de La realidad a tientas.
Gracias y disfruten del verano.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Violencia de género.

Hace ya tres años, los azares de la vida me llevaron hasta un mitin del Partido Socialista en Alicante. Yo era joven e inexperto, algo inocente y hasta cándido en algunos sentidos, así que me lancé de lleno al gran circo de la política. Llegaba, no obstante, con firmes sospechas –luego confirmadas- de que el acto en cuestión tendría mucho de sectarismo y otro tanto de colegueo fingido. Sin embargo, dada mi condición de persona llena de prejuicios consciente de ello, decidí darles un voto de confianza.

No negaré mi afinidad al lado izquierdo de la política. Tampoco negaré que aquello tenía poco que ver con mis convicciones políticas. Sin tratar de esconderlo, reconoceré que la intervención de María Teresa Fernández de la Vega me resultó interesante hasta el punto de preferirla cien mil veces como presidenta al propio Zapatero. Pero ya había en ella algo que me chirriaba: “Compañeros y compañeras; alicantinos y alicantinas, ciudadanos y ciudadanas…” Cuando empezó a hablar Leire Pajín, quise ahorcarme con los cordones de mis zapatos.

Aquello no se podía soportar. Y es que resulta que alguien, en algún momento entendió que el feminismo consistía en eliminar el uso del genérico en Castellano. Se ve que lo veían machista, discriminatorio o vaya usted a saber qué. No negaré que el idioma, al igual que la sociedad, encierra en sus usos más arraigados costumbres que arrastramos de un pasado tremendamente machista. Por ejemplo, si hablamos de un hombre alegre es sinónimo de extrovertido y sociable –vamos, un tipo simpático-, pero decirlo de una mujer... O que algo estupendo –en según qué ambientes de los que les recomiendo alejarse- sea la polla, mientras que algo pesado o desagradable sea un coñazo. Pero me niego a dejar de usar el genérico por motivos de feminismo mal entendido.

Aunque no se lo puedan creer, en mi grupo de amigos también hay mujeres y entre mis compañeros de universidad se cuentan con mayoría los del género femenino. No veo dónde está el problema que hace hablar el doble a aquellos políticos. Ciudadanos somos todos, también las mujeres. Y alguno de aquellos me dirá que por qué es masculino. Yo le responderé que es genérico y que engloba a los dos sexos. Como seguramente mi interlocutor no tenga ni idea de lo que significa genérico –si no lo utilizaría, para beneficio de su oratoria-, le preguntaré por qué en su igualitario modelo nombra primero a los compañeros que a las compañeras. Quizá se muera de miedo ante la posibilidad de haber estado ejerciendo un comportamiento presuntamente machista y cambie el orden, anteponiendo el femenino de ahora en adelante, lo que no deja de ser una estupidez a la altura de mis expectativas.

Este asunto se complica y viene de antes si hablamos de profesiones. Parece ser que algunos feministas, más preocupados en el lenguaje que en los problemas de base, no quieren ser arquitectos, médicos o jueces. Sienten la imperiosa necesidad de poner una “a” al final para liberarse del yugo machista. Verán claramente el disparate cuando yo me niegue a ser periodista, porque quiero ser periodisto. Por no hablar de policíos, callistos… Tampoco querré ser altruista, pudiendo ser altruisto. Y desde luego jamás volveré a ser una persona cuando me convierta en un persono.

Dejemos en paz al idioma, que no tiene la culpa. No lo utilicemos como cortina de humo de un feminismo estéril y mal entendido que daña la imagen del feminismo real. Seguramente, a estas alturas, muchos andarán indignados con el título del artículo. Está de moda indignarse por tonterías. Seguramente, también, sean esos mismos los que no saben que el género es una categoría morfológica de las palabras, no una cualidad física de las personas. Las palabras tienen género, las personas sexo. Por lo tanto puede haber violencia machista, sexista o doméstica, pero la violencia de género debería ser –y ojalá sólo lo fuera- el maltrato que muchos infligen a nuestra atormentada lengua castellana.

jueves, 5 de agosto de 2010

Arde Madrid.

Arde Madrid, sin que nadie la queme, pues nadie hay para quemarla. Los días se estiran sobre la columna vertebral del Paseo de la Castellana y sus arterias sufren la escasez de coches. Madrid sin riego automovilístico no termina de pensar bien. Se ve que se deshidrata o que le faltan los latidos y ya no tiene que pelearse Cibeles con Sol por ser corazón de cinco millones de almas. Porque la mayoría de los que se quedan se pasean sin alma –ya la vendieron- y porque los dos admiten a regañadientes que las almas pueden vivir sin corazón.

Por lo menos el verano parece una estación de múltiples interpretaciones, aunque aquí se mueva todavía más despacio, con el sol arañando las paredes del cielo, hasta que la sangre se acumula entre algodones impotentes de tanto ocaso. Entonces el calor persiste, también con uñas sobre la piel, haciendo nacer las gotas de sudor que resbalan hasta o desde las articulaciones. Luego ya se apaga, como haciéndote un favor, y deja paso a una brisa que es corriente –porque para mí la brisa sólo nace del mar-. Ese aliento frío que viene de la meseta fluye entre los edificios como el agua entre los árboles de un bosque quemado. Toda la casa cruje y se contrae por el cambio de temperatura.

Me asomo a la ventana y me faltan ojos encendidos en las fachadas. Tanta sombra asusta a la luz de las farolas y los cristales ciegos reflejan más ventanas apagadas. Sólo, quizás, una pareja duerme en alguna terraza indeterminada, dejándose acariciar el uno por el otro y ambos por la corriente de aire nocturno. Tienen la mente en blanco, no piensan en que el murmullo constante que nunca sabe callarse en esta ciudad es ahora un susurro. Puede que no quiera molestarles, tal vez pretende escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños.

Me increpa la sed, que me nubla la cabeza. Bebo agua que sale fría, como si brotara del grifo, y juego a buscar constelaciones mancas de estrellas. Alguna desvelo, aunque sólo sea por la posición en el cielo. Ya me duelen los codos de apoyarme sobre la barandilla y me llama la cama en forma de mujer. La miro, mientras intento escuchar sus pensamientos al fundirse con los sueños. Pero, al cabo, decido dormirme con su cuerpo entre mis brazos, mientras trato de fundir sus sueños con los míos. Siempre se me dio mejor soñar que pensar.

miércoles, 28 de julio de 2010

Realidad abarcable (un párrafo).

Él es uno que intenta captar todo cuanto tiene en mente, todo cuanto le rodea. Hasta el punto de no saber si lo que tiene en mente es lo que le rodea, si vive ajeno a la realidad del común de los mortales. Él es un mortal nada común, que flota en el aire y respira el agua del mar de las puestas sosegadas de un sol cansado. Nunca ceja en su empeño de atraparlo todo. Hasta le parece ver las diminutas partículas de agua que forman la bruma y desenfocan el paisaje marino. Quiere tener la pupila más pequeña que un átomo para internarse entre el vapor y dar contraste a los contornos ondulantes de las superficies ardientes. Él no quiere necesariamente adjetivos, pero los adjetivos lo llaman. Porque son los propios objetos los que recurren a él reclamando su particularidad, su originalidad; su cualidad de únicos. Y en parte lo hacen porque saben de sobra que a él tampoco le gusta generalizar, porque odiaría entrar dentro de una categoría ordinaria, por eso “Él” es Él y no otro cualquiera. No duda en ponerse una gran mayúscula por montera a mitad de frase para demostrarlo, para vestirse dentro de su texto y seguir bailando con las letras, que forman objetos y que pueden ser más grandes que su pupila. Sólo de esta manera puede afinar los contornos de lo indefinido –aunque eso no pueda ser, sí se puede escribir-. Él piensa en las letras como piensa en el vapor del aire porque él mira con los ojos llenos de palabras. De repente se siente sólo e intenta alejar todos los sonidos de sus oídos. Lo consigue. Luego se concentra en la maraña de letras que le impide ver el mundo y se vale de ellas para construirlo. Puede hacerlo, conoce cómo funcionan y sabe manejarlas. En cuestión de segundos, sin ningún esfuerzo, es capaz de dibujar con ellas la silueta de las cosas que ve. Así consigue dibujar con trazos formados por letras cada objeto distinto, adjetivado o no, y lo recorre con su propio nombre que también lo dibuja. Si entorna un poco los ojos, sólo ve la imagen, pero si agudiza la mirada –ya libre de la maraña- puede ver cada letra que forma el nombre del objeto que, a su vez, llega a conformar al sentirlo como un simple trazo. Él llama a las letras “átomos de percepción”, porque no sabe si lo que ve es cierto, pero sabe que lo percibe y sabe de qué está conformado. Por eso sabe cómo transformar la realidad y jugar con ella. Quien conoce la ley conoce como saltársela. Sin embargo, a veces piensa que nunca encontrará la fuerza para dejar de ser Él y empezar a ser Yo. Quizás sea mejor tratar de conocer la realidad que inventar una abarcable.

miércoles, 21 de julio de 2010

Cerrado por vacaciones.

Estoy deseoso de ver aquel cartel que ponía “Cerrado por vacaciones”. Es parte del verano, una parte que cada vez se deja ver menos. Supongo que la culpa –como de casi todo- es de las grandes superficies, donde nunca hay vacaciones, ni descansos, ni casi festivos, ni aun menos defunciones –los empleados no se mueren, se reciclan en la carnicería-. No me resulta difícil imaginar una cadena de montaje de trabajadores de grandes superficies, ensamblados como playmóbiles supersofisticados a voluntad del empresario, que como siempre ríe en su sillón mientras acaricia a un gato de mirada siniestra.

El problema no es mi imaginación, sino que en realidad ese empresario-malo-de-la-película está deseando poder fabricar empleados sin voluntad propia y sin las palabras “convenio” o “sindicato” en sus encorsetadas memorias cibernéticas. En cierto modo lo va consiguiendo poco a poco, a base de estirar turnos, amenazar con despidos y degradar a los que habían alcanzado un cargo mínimamente remunerado. Y, en ese cargo, mejor poner a un ser sin iniciativa, ni siquiera con un mínimo de inteligencia, por una razón muy simple: algunos jefes no quieren cargos intermedios más válidos que ellos mismos. Porque se sienten amenazados y porque quieren que los subordinados recurran a él como única referencia jerárquica. Quieren absolutismo empresarial.

De hecho, el jefe paternalista, amante del pelota de libro, negligente, injusto y servil con su superior abunda precisamente porque su superior es un calco, sólo que con más dinero y un gato de mirada aún más siniestra. Este hecho no sólo redunda en el malestar del común de los trabajadores, sino que además resulta tremendamente perjudicial para la buena marcha de la empresa; jefes oligofrénicos promocionando a empleados aun más tontos. Así logramos que las ideas se alejen de la ejecutiva y se pierdan por pura frustración de ver como ascienden a ese simpático compañero que besa las posaderas adecuadas. Conseguimos, pues, empresas endogámicas, tiránicas y alegremente ineficientes. Eso sí, bien autosatisfechas de onanismo ejecutivo.

Por eso, entre otras cosas, me falta el “Cerrado por vacaciones”. Porque ya casi no quedan tiendas de barrio de esas en las que el dueño guarda la compra de la “Señora Paca” con un papelito en una bolsa de plástico. O aquellas panaderías a las que llevabas tu bolsa de tela, las colgaban junto a otras tantas en la pared y todos los días recogías el pan acordado, con la sensación de estar en tu propia casa. Quizás me haya puesto nostálgico en demasía, porque es bien cierto que esas tiendas te dejaban tirado un mes, justo el mismo mes que el dueño se pasaba tirado en la playa. También es verdad que las grandes superficies siempre están ahí, dispuestas a venderte lo que pidas a precios mucho más razonables. Sin embargo, no me fio de los medios para abaratar tanto los costes, porque veo la mirada perdida de los empleados, porque oigo reír por megafonía al jefe del gato de mirada siniestra. Y entonces siento que me van a reciclar en la picadora de carne.

miércoles, 14 de julio de 2010

Una electricidad nada corriente.

Como muchos de ustedes, queridos lectores, quien les habla ha iniciado hoy mismo sus vacaciones de verano. Para no variar, he recalado en el chalet que mis abuelos tienen en la playa de San Juan, en Alicante. Es posible que algunos de ustedes recuerden tan querida localización, ya que creo haberla mencionado con anterioridad en no pocas ocasiones. Reconozco que no puedo ser imparcial y asumo la total y absoluta idealización de lo que considero paraíso terrenal y prueba fehaciente de que no hace falta vender la vida a cambio del divino.

Para ponerles en situación, les explicaré que existe una habitación exenta de la edificación principal, donde tengo el gusto de dormir y el placer de escribirles. Pues bien, aquí mismo he descubierto como sería la vida en el siglo XIX si hubieran existido las linternas y los ordenadores portátiles. De acuerdo, no les negaré que el supuesto que planteo no es sólo bastante absurdo, sino que además carece de cualquier interés científico o antropológico –lo que confirma mi vocación docente y mis aptitudes para ocupar cualquier cátedra de humanidades-.

Sin embargo, nunca les he ocultado mi fascinación por el absurdo y les aclaro que el supuesto estúpido referido es fruto de combinar los adelantos tecnológicos contemporáneos con la falta de electricidad decimonónica. Y todo ello viene de una estancia anterior en esta misma habitación. Por aquel entonces, las bombillas refulgían como gloriosas teas en los apliques y los enchufes chisporroteaban de eléctrico regocijo. Pero tuve que estrenarme como electricista.

Todo ocurrió por los rigores del invierno, que hacían imperioso el uso de la calefacción. Nunca un simple gesto había ensombrecido mi vida de una forma tan radical. Recuerdo a cámara lenta como mis dedos conducían el enchufe del radiador hasta el enchufe hembra de la pared. Cuando copularon, saltaron chispas y tuvo lugar la muerte súbita de toda la instalación eléctrica. Entonces subí al cuadro de luces y fui conectando las distintas fases, hasta llegar a la tercera, que hacía saltar el automático. Tras verlo saltar dos o tres veces, decidí que el problema tenía que estar en el famoso enchufe hembra –típico de un hombre, pero es lo que pensé-.

Mi solución fue sencilla: eliminar el enchufe. Así que desconecté las demás fases y, armado de destornillador, saqué el humeante cadáver de su nicho particular y lo destiné a una fosa común. En aquel instante, todavía orgulloso de mi pericia como electricista, subí a retomar mis encuentros en la tercera fase –tenía que decirlo, pido comprensión-. Pero el resultado fue el mismo, con el añadido de haber hecho un estropicio en la pared. Por supuesto, no hubo calefacción y así descubrí que el amor y las fundas nórdicas pueden ser mucho más efectivos. Ahora, en pleno verano no hay ventilador, tampoco las fundas nórdicas refrescan y el amor, por suerte, todavía no enfría. Y da igual. En consecuencia, puedo decirles sin miedo a equivocarme que en la electricidad, como en la vida, es fundamental encontrar las conexiones adecuadas. Y que, por desgracia, no se puede tener todo.

(Qué bien se vive sin corriente eléctrica, movido por una electricidad nada corriente).

martes, 6 de julio de 2010

A mano o a máquina.

Supongo que el ordenador es un gran avance también en lo que al oficio de escribir se refiere. Huelga decir –pero lo diré, aunque sólo sea por rellenar- que la posibilidad de corrección, unida a la comodidad del teclado, facilita en gran medida el proceso de escritura. No duele la mano de tanto escribir, como sucedería aferrados al bolígrafo. No hay que tirar folio tras folio cada vez que se empieza a teclear y nos asalta el horror ante la basura que acabamos de escribir. Nada de ello es necesario, pues tenemos el blanco nacarado, luminescente, diáfano y nuevo al primer golpe de tecla.

Sin embargo, cuando nos apremia la urgencia de escribir, recurrimos al bolígrafo y al cuaderno. (Al cuaderno, al margen del periódico, a la servilleta o a la piel humana más cercana –hasta la lista de la compra es poesía en según qué cuerpo-). El tacto del papel y la tinta dibujando las letras; nuestras letras, que son como huellas dactilares del pensamiento. Ellas no emergen mediante binaria intercesión, no son estándar. Son parte de nosotros y reflejan nuestro estado de ánimo, la realidad que nos envuelve en el momento de trazarlas. Se curvan en cursivas, mecidas por el viento de nuestra muñeca, que sujeta el papel más inclinado que de costumbre. Se estiran, desperezándose en el blanco, casi desvelando los hilos que las componen y que tejen la trama que son los textos. Se quiebran y se tambalean, antes de recuperar el equilibrio al borde del margen. A veces, hasta conquistan la mesa y huyen del papel que las hará perdurables, o se intentan repetir en bajorrelieve sobre la siguiente hoja.

Sí, es cierto, son caprichosas, ininteligibles, frágiles, cambiantes, confusas, vacilantes… Pero tienen personalidad. La personalidad de su dueño. Es decir, son objetos con características humanas, porque son parte de nosotros, una parte que conseguimos materializar fuera de nuestras fronteras físicas –la tinta es la sangre del papel-. Nos pueden reconocer por nuestras letras, más que por el propio contenido de nuestras palabras. Sin embargo, cada vez se escribe menos a mano. Hasta las pocas cartas que se mandan hay quien las mecanografía, imprime y envía –para eso, manda un correo electrónico-.

En mi caso sigue siendo un placer tomar un bolígrafo y tantear el pulso sobre el papel, aun inmaculado. En ese momento todavía no sé si dibujaré, escribiré o simplemente ensuciaré con garabatos –preciosa palabra- la superficie clorada. Me da igual, al fin y al cabo tiene algo de mirarse en un espejo y yo siento debilidad por los espejos. Me puede el narcisismo y disfruto moldeando mi letra, pensando en quién pueda llegar a leerla sin haberme conocido. Me miro y sé que la letra me viste, que condiciona a mi presunto lector. La cuido, la hago elegante, interesante… Y aquí me tienen ahora, en Word, porque sólo hay algo que me gusta más que los espejos: las pantallas gigantes. Y ésta no deja de guiñarme el cursor de una manera tan sugerente…

miércoles, 30 de junio de 2010

Eterno aprendiz.

Saben ustedes que odio la primera persona, sobre todo cuando yo no soy la primera persona. Saben el miedo que me acecha al hablar sobre mí y que esto que escribo termine por parecer un diario de adolescente aquejado de un severo trastorno hormonal transitorio –o no-. También saben que soy un tipo celoso de su intimidad, que sólo desea la fama para autoafirmarse profesionalmente, pero nunca personalmente. Mi ego es de presunto escritor, no de presunto ser humano.

Dicho esto, debo confesarles que a veces me sobrevuelan los adjetivos. Los veo rondándome la cabeza y de vez en cuando cierro los ojos y me agacho, en espera del adjetivazo que me encasille de un golpe fatal. De mí se han dicho muchas cosas –la mayoría malas, por fortuna-, otras tantas se han murmurado y otras menos se han presentado por escrito, en maravillosa instancia que debe de quedar para la posteridad.

A mi me gustan las primeras, las malas, por sinceras. Me gustan los adjetivos peyorativos, es más: me gusta hasta el término “peyorativo”. Y me gusta cuando me sobrevuelan sin pretender disimular el picado en barrena hacia el centro mismo de mi frente o mi nuca –colleja calificativa-. Me gusta cómo me activan, cómo me encienden, cómo hacen que mi ingenio se ponga en marcha para desautorizar tal o cual estimación sobre mi persona. Podrán ustedes asombrarse ante mi carácter conflictivo/masoquista, sin embargo, hasta hace un tiempo esto sólo se refería a la faceta personal. Es curioso: podía aguantar todo tipo de injurias personales, pero ninguna profesional.

Supongo que podía aguantarlas porque, sinceramente, me resbalaban cual jabón carcelario. Pero el punto de vista cambia radicalmente cuando cambia el emisor del mensaje. Eso es algo que yo debía saber. Al fin y al cabo, en la facultad me hicieron creer que yo era un experto en comunicación –algún profesor endógamo diría comunicólogo-, pero está claro que todavía me queda mucho por aprender. Así pues, me sorprendió, no tanto el dolor por lo dicho como la empatía con mi interlocutor. El hecho de comprender que quizás en esta ocasión me sentía más necesitado de perfección personal que de brillantez profesional.

No me activé. No me encendí. No traté de rebatir con ágiles argumentos ni enrevesados giros retóricos. ¿Para qué? No sólo había razón en sus palabras, sino que me importaban. Eran valoraciones sinceras, no de las que sobrevuelan. No tenían la intención de hacerme daño, nada de collejas calificativas ni adjetivazos traicioneros; sólo sinceridad dolida. No cabían argumentos en contra, no me resbalaba nada, se quedaba pegado. No podía aguantar porque no quería reconocerme. Y, sin embargo, sólo cabía asumir mi error y desear ser capaz de mirar a los demás, en lugar de coleccionar espejos.

Ahora, una vez roto el cristal que me reflejaba, veo que hay alguien al otro lado. Y no soy yo, es alguien dispuesto a curar mi puño magullado por los cristales y destellante por el azogue. Es alguien que no siempre me mira con aprobación, pero cuya sola mirada ya es motivo de orgullo. Los ojos de los demás pueden llegar ofrecernos nuestro reflejo más fiel. En consecuencia, en lo sucesivo dejaré mi brillante agumentario, mi ego y mis ínfulas semidivinas para lo profesional, en donde soy un eterno aprendiz.

martes, 22 de junio de 2010

Verano.

La cadencia lenta de los rayos de sol a través de las cortinas blancas. Las ondas de luz se forman sobre el sofá como si hubiesen dejado caer los rayos en hebras blanquecinas a merced del aire. El aire cálido rodeando los cuerpos estáticos y el agua como salvación y objetivo. Los besos templados a media noche, cuando la luna no calienta y la cama no acaba de enfriarse. Verano a grandes rasgos y en pequeños detalles. Los despertares que no terminan nunca, las vueltas de sábana, el arroparse de madrugada, las siestas diáfanas y extendidas. El zumo de naranja de mañana fuera de temporada, las tostadas con aceite en la terraza sin los toldos puestos, con el sol todavía tibio. El mar liso, planchado, pendiente de los vientos que no terminan de llamarle. Y luego la bola de fuego que asciende lentamente, haciendo que el aire baile de calor sobre las superficie ardientes. El hielo del vermouth del aperitivo deshaciéndose entre la rodaja de limón y su corteza amarilla. El mejor café granizado del mundo, tarde tras tarde en la terraza de mi amigo Germán. Los ocasos comiendo pipas y acumulando cáscaras a nuestros pies. La cena breve en espera de las copas en la playa. Los paseos por la orilla cuando el agua está más caliente que el aire y el mar duerme y respira sal. El ronroneo del motor de la Vespa y mi camisa hinchada por el aire. El limón granizado, el helado de mantecado –mantecao, vaya-. Las calas blancas de piedras redondas, el sonido del agua, ola tras ola, escapando bajo ellas. El camino de plata titilante que dibuja la luna desde la playa al horizonte difuso -¿dónde empieza el cielo y termina el mar?-. Verano en pequeños recuerdos.

Hasta los párrafos parecen estirarse, desperezarse sin conseguirlo. Ahora, en Madrid, el calor amenaza con la suave sugerencia del pestañeo de un termómetro. Grado a grado me va entornando los ojos y hace que pesen las pestañas. Sé que la ciudad terminará por dormirse también, poco a poco, sin que nos apercibamos. Cuando llegue agosto, las noches se taparán con el silencio de la ausencia.

Entonces ya hará más fresco y quizás las luces de la Gran vía se acuesten antes, cansadas de todo un año sustituyendo al firmamento. Quizás se dejé ver alguna estrella en este terrible cielo rojo nocturno. Entonces los párrafos y las tardes serán más breves y todo cuanto anhelamos del estío andará ya resacoso y desgastado, desesperado de invierno para volver a ser mágico. Porque los deseos cotidianos también precisan de la tregua de la imposibilidad para no perder la magia.

En el cénit del verano llega la asunción de lo extraordinario como cotidiano. Todo cuanto hemos estado deseando a lo largo del invierno se reproduce día a día, hasta parecer permanente. Con el declive suben las acciones de las costumbres estivales y se aprecian en la medida en que su vida se acorta. El ser humano es así; desprecia lo que tiene y sobrevalora lo que ansía, en lugar de darse cuenta de que todo es mágico en su momento y cómo tal ha de vivirse.

Porque lo sé, a mí no me engañan. Cuando lleven tres meses de calor insoportable y el salitre haya convertido sus pieles en un bolso de cocodrilo de contenido visceral, rogarán por un abrigo. Se les irá la vida por la poesía marchita de las hojas descendiendo en suave vaivén desde los árboles hasta la acera. Querrán ver el espectáculo de colores en los parques y los bosques. Querrán darse los últimos baños en un mar solitario, frío y transparente. Les asaltará con una fuerza casi erótica el sol de otoño que calienta pero no quema. Se morirán por arroparse junto a su pareja bajo las mantas y dormir abrazados sin ventiladores ni aires acondicionados –ni condicionados, en el caso de quien escribe-. Y cuando ya lo tengan, darán su vida porque llegue la navidad. Porque, sí, admitámoslo, el Corte Inglés, bajo su empresarial apariencia, cumple el sueño de toda persona: vivir por anticipado. El futuro hecho presente, sin la depreciación de lo posible. De ahí los precios de quien vende sueños a quien carece de ellos. Es peligroso vivir en el futuro, pues entonces hoy siempre será ayer.