martes, 19 de noviembre de 2019

Ahora ya no hay nada


Acababa de irse de nuestras manos, literalmente, hecho volutas grises en un mar de agosto algo picado y turbio. Sumergiéndose para no salir. Y nosotros, los que deja, huérfanos del trueno de su voz, de la mirada al mundo desde unos ojos eternamente azules. Los mismos ojos que han visto casi un siglo, con los años yendo y viniendo, como aquellas olas de un mar lleno de madrileños. Desde luego, no habría sido un chapuzón de su agrado. “Ni muerto”, habría dicho. El problema es que, muerto, uno tiene muy poco que decir.

Aún así, habría sabido apreciar la situación. Por lo menos desde su absoluta racionalidad, tan carente de pensamiento mágico que era mágica por extrema. Tan material y tan poco materialista. Si acaso el arte, porque no hay otra forma de poseerlo, si no es crearlo. Y seguramente él habría sabido de haber tenido la oportunidad. De no haber perdido una guerra sin siquiera lucharla.

El dinero solo le sirvió para vivir bien. Y no bien como suele decirse, sino bien en todas las dimensiones. Con dignidad, con honradez, con conciencia y, sobre todo, con una generosidad muy por encima de sus posibilidades. Sí, mi abuelo fue rico sin saberlo. Y su riqueza era tener un carácter de mil demonios y mil amigos deseando aguantarlo. También poder expresarse con la libertad del que ha llegado hasta su destino libre de compromisos, más allá de los voluntarios. Y de esos también tenía unos cuantos. Un compromiso inquebrantable con su familia. Un compromiso conmigo que nunca podré corresponder, de tan grande que se me ha quedado. A él le debo el aplomo, la lectura, la sensibilidad por el arte y, sobre todo, el saber estar en esas escasas ocasiones en las que sé estar. Entonces, cuando brillo, todo el mérito es suyo.

Aquellas y muchas cosas más pensaba mientras se hacía de noche. Maldito agosto. Sentados, mi hermana y yo en las escaleras del chalet, con el sonido del mar en el que mi abuelo se disgregaba en mil corrientes, abarcando todo el mundo que le pertenecía por derecho. Pensaba también en lo poco que le habrían gustado aquellas excesivas muestras de emoción. Hablarle a un muerto… Desde luego eso no iba con él. Pero qué vamos a hacer si aún hoy no esta muerto y dudo que llegue a estarlo mientras yo respire.

Mi hermana lloró más que yo. Y lo entiendo y no lo entiendo. Quizás ella acertase a asumir que se había muerto. Pero quien muere a tres años de cumplir un siglo pertenece más a la historia que a la vida. Historia viva en su memoria, que acabó mezclándose, los años de arriba con los de abajo. Toda la línea temporal enredada y estirada y arrugada, como un acordeón, hasta que se deshilacharon los momentos y terminó tejiéndolos a voluntad.

Sus últimos años fueron los grises años 40 en pleno siglo XXI. Y yo fui un hijo que nunca tuvo y luego un hermano que sí llego a tener. Y en su soledad, en la que unos días anochecía al revés y otros ni siquiera amanecía, mi abuela iba a visitarle. Y para él estaba viva. Y preciosa: “Ha venido mamá a verme – les decía a mi madre y a mi tía- y estaba imponente, guapísima, maquillada, arreglada, con unos zapatos de tacón…” No sé si luego se despediría de él, o sencillamente se desvanecería en el aire. Al final de la terraza. A la luz de la luna, o del sol de ese día eterno que no terminaba ni empezaba. Aquel día que fue el definitivo durante meses, imposible de acotar sin las fronteras del amanecer y el atardecer.

En aquellas escaleras del chalet, en la casa de veraneo sencilla y moderna que terminó por ser la casa familiar, mi hermana se estremeció como no llegó a estremecerse con mi abuela. Y eso tampoco lo entendí, o quizás sí. Porque a mi abuelo se le quería en voz baja y a mi abuela a pleno pulmón. Con zarzuelas y desafinando, a ella; con música clásica y con crucigramas, a él. Tan distintos y, sin embargo, tan guapos los dos. Tan arrolladores a su manera. Tan perfectos como enormemente imperfectos. Tan irrepetibles como cada uno de nosotros, solo que mucho mejores.

Necesitaría 97 años para escribir todo lo que debería escribir. Lo más valioso que me llevo es que, en una ocasión, mi abuelo dijo que las cosas que yo escribo -las que él leyó- son “formidables”. Y no me lo dijo a mí, claro. Y sabía de lo que hablaba. Había construido su enorme cultura a golpe de literatura. Su biblioteca es un tesoro y cada libro una pieza del puzle. Con el tiempo las voy encajando. Al fin y al cabo, yo lo he tenido muy fácil. Gracias a él.

Y gracias a él, cuando me veo tentado por un materialismo absurdo, que es una dolencia propia, recuerdo una de esas situaciones que la gente termina llamando “anécdota”. En ella hay dos personajes que fueron personas: mi abuelo y un amigo suyo, a quien invariablemente llamaba “El García”, como si no hubiera otro.

Los dos vivían prácticamente en la misma calle de Alicante, una calle que cambia de nombre dividida por una fuente. A un lado de la Plaza de los Luceros, la calle del García, Alfonso El Sabio; al otro, la de mis abuelos, la Avenida de la Estación. El García habitaba un piso impresionante, gigantesco. Una esquina en chaflán descomunal. Mis abuelos, uno mucho más modesto en uno de los edificios más descuidados de todo el centro. El García andaba jactándose de su casa: “¿Sabes, Pepe? -decía- es que a mí mi casa me da categoría”. Mi abuelo lo miró con media sonrisa y le contesto: “¿Sabes, Eduardo? Yo le doy categoría a mi casa”.

De todo aquello también nos acordamos mi hermana y yo, sentados como cuando éramos niños en las escaleras del chalet. Un paraíso particular destinado a ser vendido, demolido y convertido en pisos para madrileños. Eso mi abuelo no lo habría podido soportar. Ni siquiera le servía que yo mismo hubiera nacido en Madrid: “Tú eres de Alicante, no un sarnacho de la meseta”. Para que luego nos llamen provincianos.

Mi hermana y yo pasamos del llanto a la carcajada. No recuerdo el motivo exacto, pero nos dio un ataque de risa con el que aquella casa sin dueños cobró vida durante unos segundos. Fue como si se encendieran todas las luces. Y nos pareció escuchar a mi abuela en la cocina y casi sentimos a mi abuelo en el taller, con un montón de herramientas milimétricamente dispuestas para alguna chapuza de gran envergadura. Siempre había algo que hacer en el chalet.

Hasta aquella tarde. Ahora ya no hay nada.

domingo, 10 de marzo de 2019

Don Carlos


Don Carlos era un nazi. Uno de tantos que abandonó su Alemania quebrada para recalar en la Costa Blanca. Sí, Don Carlos era un nazi, pero un nazi bueno, pensaba él. Al fin y al cabo nunca había matado a nadie. Y quizás llego a sentir un atisbo de empatía hacia alguna de esas criaturas semihumanas llamadas judíos. De hecho, antes del Fürher, había trabajado con varios. Y se llevaba bien con ellos. Nada intimo, porque algo en su interior ya lo había alertado, pero sí una cerveza o un rato de charla. Ahora se avergonzaba. ¿Cómo había podido siquiera tratarlos como a iguales? Eso no significaba que estuviera de acuerdo con según qué métodos para deshacerse de ellos, pero daba la casualidad de que tampoco lo hubiera aprobado si se hubiera tratado de perros. El problema eran los niños. Las mujeres le daban igual. De hecho le provocaban cierta repugnancia. Los niños, en cambio; su raza era la que era, pero todavía no se les había infectado con la educación y la religión. Todavía tenían algo de la pureza que da la inocencia. Aunque quizás luego la genética se impusiera. ¿Quién sabía? Era mejor no pensar en ello. Era desagradable, pero muchas cosas necesarias lo son. Tampoco cuesta tanto trabajo mirar hacia otro lado, ¿verdad que no?

Si, Don Carlos era un nazi bueno.

Por eso trajo consigo a la loca de su mujer. Le daba dolor de cabeza solo pensar en ella. Siempre gritando. Era una fanática. Alguna vez se lo había hecho saber. Y ella le había dicho que él era un mal alemán y que debería denunciarlo al partido. ¡Qué cosas! Al partido, que tantas satisfacciones y reconocimiento le había brindado. El propio Hitler lo había felicitado en persona: Uno de los ingenieros de armamento más prometedores de Alemania, le había dicho. Con más como usted, el Reich sería tan grande que el mundo se nos quedaría pequeño. Aquel hombre de mirada acerada y bigote desconcertante sabía halagar. Tan contenido y elegante en privado; con la voz tan grave, tan alejada de los alaridos y las poses de opereta, tan distinto de su propia mujer. Cómo ganaba en las distancias cortas. Qué importante lo hacía sentir a uno con solo pronunciar su apellido. Qué seguridad y tranquilidad emanaban de él, como si abarcara el destino del planeta con solo abrir los brazos. Nada podía ir mal. Si alguna vez había cuestionado algo, entonces supo que sencillamente estaba equivocado.

Sí, Don Carlos era un buen nazi.

Por eso no podía comprender a su superior. Un teniente coronel de las SS que había participado en el diseño de las V2. Un tipo sin ningún compromiso con el Reich, cegado por su trabajo y completamente indiferente a los valores morales del Nacional Socialismo. El mismo tipo que le salvó la vida mandándolo a España antes de que el ejército rojo cercara Berlín. ¿A España? Le preguntó. No podía entender qué iba a hacer él en un país subdesarrollado, poblado por enanos renegridos y malnutridos. Por favor, solo había que ver al fürhercillo, que lo dirigía. Un sujeto absolutamente deleznable. Un pigmeo con nariz de judío, calvo, de ojos hundidos y mentón huidizo. Un oligofrénico de voz aflautada y nasal que ni siquiera había podido ganar la guerra por sus propios medios. Un inepto repugnante que además había traicionado su lealtad al Reich... Y, sin embargo, el país le sorprendió. Había gente rubia, sobre todo los niños. Incluso algunos tenían los ojos azules. Había narices rectas... No dejaba de maravillarse. Había españoles aceptables.

Sí, Don Carlos también era un buen español.

O por lo menos se comportaba como tal. Por mucho que fuera alemán, pronto se acostumbró a lo bueno que tenía su tierra adoptiva. Su casa junto a la playa. En un lugar tranquilo, con apenas una docena de chalets de veraneo. El sol filtrándose en mil haces entretejidos por las agujas de los pinos. Los gorriones picoteando las migas del aperitivo en la mesa del jardín. Era cierto, la cerveza no podía llamarse cerveza, pero la comida... desde luego la comida merecía cada una de las letras de su nombre. Era gloriosa. Mejor que la alemana. No terminaba de entender porque había tantos individuos físicamente inferiores, hasta que su mujer se lo dijo. España había sido tierra judía y musulmana. Ahí estaba, la perniciosa genética incapaz de olvidar a lo largo de generaciones. Tan infecta era la sangre que ni la magnífica comida podía purificarla. Así y todo, los habían echado, le dijo también su mujer, a los moros y a los judíos. Los sacaron del país. Y nos acusan de holocausto... Si lo inventaron los españoles. ¿Y los mataban?, preguntó Don Carlos. A algunos, claro. Siempre hay quien se resiste, pero a la mayoría solo los largaron. ¡Ah!, aquello fue una revelación. Había un nexo entre España y el Reich. Y además aquellos bárbaros tenían algo de visionarios, porque lo habían hecho con siglos de antelación. Y sin necesidad de matarlos a todos, que no deja de ser un enorme gasto de recursos. Recursos que podían emplearse en cosas más provechosas, como ir a América, esclavizar a los indígenas y saquear el continente. Vaya, los españoles no eran tan idiotas como había pensado.

Sí, Don Carlos era un español de bien.

Por eso saludaba siempre a sus vecinos. En especial a los que veraneaban en tres chalets gemelos que había al principio de su calle. Tres pequeñas y modernas casas bajas; aplastadas por el sol ardiente del Mediterráneo, cuadradas, sencillas;  una roja y blanca, otra azul y blanca y otra verde y blanca, con una piscina y una pista de tenis que las separaban entre sí. Allí abundaban los niños rubios y los adultos con ojos claros. Las mujeres, o eran rubias, o tenían los ojos claros, e incluso una de ellas era rubia y tenía los ojos claros. Eran personas acomodadas, que solo pasaban allí el verano y alguna temporada en primavera. Educados, deportistas. A Don Carlos le gustaban aquellas tres familias cuyos hombres eran tres hermanos. Le gustaban los niños que corrían de un lado a otro, zambulléndose en la piscina o pedaleando en sus bicicletas por los caminos de tierra. Muchas veces los observaba en la lejanía, desde la terraza de su chalet con sus prismáticos Zeiss, y los envidiaba. La loca de su mujer nunca pudo darle un hijo. Qué distinta habría sido su vida allí con un pequeño a su lado. Sí, Don Carlos añoraba ese imposible y siempre saludaba a aquellos niños sanos que a su vez lo saludaban a él. A todos excepto a uno de ellos, moreno en exceso, con el pelo y los ojos azabaches, como una excrecencia de aquellas familias. Un remanente de la herencia judía y musulmana. En España la sangre nunca tendría la pureza que Hitler habría conseguido en Alemania.

Sí, Don Carlos era un buen nazi.

Por eso no dijo nada cuando su mujer falleció. Tampoco convenía llamar la atención. Y, pensándolo bien, su vida sería más tranquila con ella muerta. El problema es que empezó a oler demasiado. A Don Carlos aquel olor no le desagradaba, pero quizás los vecinos no fueran de la misma opinión, así que sacó el cadáver de la cama y lo metió en una alacena que había en el pasillo, justo al lado de la cocina. Ni siquiera había soltado la botella mientras un derrame cerebral le borraba la existencia. Ni así la sueltas, querida, ni muerta, se rió Don Carlos a la vez que retiraba el marco de la puerta y tapiaba la alacena. Lo decía con cariño, la verdad.

Sí, Don Carlos era un nazi bueno.

Por eso no soportó la voz que provenía del interior de la alacena. La escuchó por primera vez una calurosa noche de agosto y pensó que venía del jardín, la ventana abierta de par en par, pero enseguida reconoció a su mujer. El tono de fanática. Le reprochaba que la hubiera metido allí de pie: Toda la jodida eternidad de plantón, como si estuviera esperando algo. ¿Y qué voy a esperar, Carlos, me lo quieres decir? Llevo toda la vida esperando a que hagas lo que tienes que hacer y ahora me voy a pasar toda la muerte. Eso y mucho más escuchaba Don Carlos día tras día. Una y otra vez. Hasta que empezó a beber él también y una noche derribó el muro de la alacena con sus propios puños. Quería callar a la loca de su mujer, o sentarla y ver si parecía más conforme. Cualquier cosa con tal de que se callara de una vez. Pero lo que vio cuando finalmente retiró los ladrillos le paró el corazón. Se cayó agarrándose el pecho con las manos destrozadas, dejando restregones de sangre en la camisa sudada. Se arqueó hasta que se le aflojaron los músculos y sus nudillos descarnados golpearon el suelo. Los ojos se le quedaron abiertos, desorbitados, fijos en el hueco negro que antes habían ocupado cinco ladrillos de cerámica roja.

Sí, Don Carlos fue un nazi bueno.

Por eso algunos vecinos sintieron su muerte y apenas nadie se alegró. No gastaron los periódicos ni una gota de tinta en el truculento hallazgo de los dos cadáveres. No declaró en ningún sitio ni ante ninguna autoridad el vecino que rompió una ventana alertado por el hedor de la muerte. Tampoco retiraron su eterno Volskwagen del jardín, ni se llevaron los muebles. Solo los niños de los tres chalets, acompañados con sus respectivas pandillas, entraban de vez en cuando a la casa deshabitada. Se retaban a ir de noche y a meterse en el hueco de la alacena, o se dedicaban a rebuscar en los armarios; a sacar el uniforme de Don Carlos, a robar las insignias del partido, o los puñales de las SS, o sus queridas medallas, o su foto con el Fürher. Pero a Don Carlos no le hubiera importado, porque siempre había querido tener hijos y los niños hacen esas cosas. Es comprensible. Travesuras. Todos, excepto aquel enano zumbón. La excrecencia. ¿Cómo osaba aquella alimaña cruzar el umbral de su casa?

Sí, Don Carlos fue un buen nazi.

miércoles, 22 de agosto de 2018

No reside


Es una calle extraña. No parece Madrid. Serpentea, sube, baja, se retuerce y va a morir en mitad de un bosque. Pasa del mestizaje y la degradación a las urbanizaciones de lujo. Sirve también de linde entre los restaurantes de comida rápida y los restaurantes de comida lenta; entre dos mundos, el de los que miran y el de los que no ven, los que ansían y los que nunca tienen suficiente. Los que sueñan y los que duermen. Es una calle extraña, sí. Y quizás no se parezca a Madrid, pero se parece al mundo. Porque es frontera, límite y a la vez canal, o arteria.

Y en ella, en la parte de los que ansían, hay una casa de dos alturas, de principios del siglo XX. Una casa que se parece a todas las casas viejas del barrio, encerradas entre otras más altas, sobre todo de los cincuenta y sesenta, quizás unas pocas de los dos mil, precrisis, con esa pinta insulsa de eterno piso piloto. Esta, no. Tiene carácter. Dos balcones corridos por piso y cuatro puertas en cada uno. En el bajo, un gimnasio que debió de cerrar hace décadas y el portal, un arco negro cerrado por una puerta con filigranas de forja. No hay cristal, solo el pasillo, con una exigua fila de buzones y una puerta pequeña al fondo. No se ve la escalera y la luz del exterior parece incapaz de atravesar ese túnel de techo altísimo.

Hasta aquí, todo normal. Quizá un poco decadente, pero nada raro. Es cierto, aunque he olvidado mencionar que uno de los balcones tiene un lona de lado a lado. En ella se lee: "Se vende edificio". No es la primera vez que leo algo así, pero en cada ocasión he sentido lo mismo que ahora, cierta tristeza. Desazón. No es lo mismo vender un piso que un edificio. Más que nada, porque para lo segundo es necesario interrumpir todas las vidas que contiene. Y no es una interrupción en el sentido estricto, porque se  antoja definitiva. Es una interrupción absoluta. Como un interrogante gigante y absurdo, un globo de helio de esos dorados con los que la gente celebra sus cumpleaños, pero sin número. Solo la interrogación flotando en el centro de cada estancia vacía, al otro lado de las contraventanas cerradas.

Un "¿Y ahora qué?" sobre los suelos de baldosa hidráulica. "Ahora, nada" grita el silencio de la realidad. Un silencio que es vacío, pero que no es silencio: los autobuses chirrían como ajustándose al trazado difícil de la calle frontera. Es un silencio de vida. Aunque no del todo. Porque alguien vive. Creo que en el segundo. Sobre las cuatro contraventanas cerradas, en el piso de la lona. Alguna vez lo he visto. Es un señor normal, bajito, algo calvo, con barba, con esa edad indeterminada entre los cuarenta y muchos y los sesenta y pocos. No podría decir si lleva fatal la cuarentena o muy bien la sesentena, pero sí podría decir que no lo lleva bien en general. Porque vive en la casa donde nadie vive.

Hay días en los que abre la puerta de forja y entre sus filigranas deja las cartas que siguen llegando. Sobre el papel, siempre una caligrafía tosca: "No reside". Letras mayúsculas, cuadradas, un trazo anguloso y el surco de quien escribe con demasiada fuerza o sobre una superficie blanda, como un colchón. "No reside". Ni siquiera "no reside aquí". Se diría que el destinatario ha dejado de existir. No reside. Y punto.

Son habituales esas cartas y me llama la atención que no las tire. Es lo que me hace pensar que él mismo fue uno de esos vecinos que ya no residen. Cualquier otro las habría tirado. Pero él no, porque le gusta ver entrar al cartero y dejarlas en los buzones. Le parece que el edificio entero cobra vida sobre su cabeza. Sube la escalera y escucha voces tras las puertas. Voces familiares entremezcladas con la radio, seguramente la misma emisora de siempre. También le llega el olor de la comida a través de la ventana del descansillo. No repara en el polvo del pasamanos, a sus ojos la madera cálida le sostiene pulida por el subir y bajar de manos. Igual que siempre. No la ve mate y gris por el polvo negro de Madrid.

La semana pasada retiró el candado con el que se encierra cada día. Al poco vi las contraventanas del primer piso abiertas y a un grupo de gente trajeada tras los cristales emplomados. "Inversores", me vino a la cabeza. Inversores, con el mismo tono que mi abuelo mascullaba beatos a los que salían de misa. Miraban arriba y abajo, a un lado y a otro, como si no fueran a derribar el edificio hasta los cimientos. Traté de imaginarme al señor de la casa abriendo el candado oxidado a los ejecutivos. Lo vi en pantalones cortos y con una camiseta sin mangas, porque es como lo he visto siempre. Y deseé que realmente les hubiera recibido así. Al fin y al cabo, él sí está en su casa.

De lo que estoy seguro es que, cuando se fueron, volvieron los interrogantes a flotar sobre el suelo de baldosa hidráulica. No tardó en cerrar las contraventanas, pero antes de hacerlo pudo ver las huellas de los inversores rompiendo la película perfecta de polvo. Un baile deshilvanado de pasos erráticos al trasluz del atardecer. El cielo anaranjado recortado en cuatro partes y, más abajo, la vida imparable de la calle frontera. Aquella noche no escuchó los ronquidos del vecino del primero. "Los interrogantes no roncan", dijo en voz alta para romper el silencio insoportable. Y se le cayó el mundo a los pies.

Tardó en dormirse. Dio mil vueltas en su cama. Le pareció estúpido que su mundo se hubiera extinguido en un abrir y cerrar de ojos. Pensó en el suicidio, otra vez, pero le dio miedo. Otra vez. Y otra vez tuvo la misma pesadilla que tuvo el mismo día en que le empezaron a pagar por vivir en su propia casa: Un portal de mármol de color crema, con un ascensor de esos que hablan y te dicen que efectivamente has llegado al piso que has pulsado. De sus puertas recién abiertas sale un tipo con una carta en la mano. Es un tipo trajeado, como si fuera un inversor. Enseguida se acerca hasta una fila de buzones de acero pulido y apoya el sobre encima. Luego mira su reflejo en la superficie metálica, se sonríe y se encamina hacia la calle, hacia una puerta anodina de aluminio y cristal. El señor de la casa la reconoce, es la misma vista que ha tenido toda su vida, pero ya no hay ninguna filigrana de forja. Entonces, recorre el portal como un fantasma -como una interrogación-, incorpóreo, y se acerca hasta los buzones. Allí sigue la carta. Lee su nombre y debajo la misma letra, cuadrada, angulosa, casi desgarrando el papel: "No reside".



martes, 22 de abril de 2014

El hombre del esmoquin.

Empezaba a hacer un frío al que, con el tiempo, debería acostumbrarme. Allá por el año 2002, iba a decir. Parece mentira lo poco y lo mucho que ha pasado y lo que se transforman los recuerdos en mi memoria, con su voluntad caprichosa y exagerada. Aun así, del frío estoy seguro. Un frío muy distinto del acostumbrado en mi Mediterráneo. Madrid se me presentó seco y frío, con los ojos entrecerrados y la cara adormecida, como si hubiera que anestesiarse para poder soportar la estancia. Y en verdad mis pasos eran automáticos, seguramente porque recorrían un trayecto rutinario, de casa al metro, del metro a la universidad y, luego, en sentido inverso, al final del día. Pero en esta ocasión era por la mañana, con la gente caminando en mi contra, me sentía como un salmón contracorriente y me atemorizaba la idea de seguir el mismo destino; no me veía desovando y muriendo. Tenía mejores expectativas de futuro.

Aquel río de gente hoy ha menguado, como también la frecuencia de las caras extranjeras y los acentos variados. Con ellos también se han ido muchos de los comercios que jalonaban la calle camino del metro. En los últimos años, a pesar de ser una calle populosa, no es complicado ascender a contracorriente y el síndrome del salmón se ha atenuado. Por ello, quizás ahora hubiera actuado de una forma distinta ante lo que voy a contar. Quizás me hubiera parado, o quizás hubiera seguido a aquel hombre, que se alejaba a trompicones, arrastrado por la mayoritaria corriente de bajada, alejándose de mí, arrastrado a mi vez corriente arriba por una señora estándar y su desproporcionado carrito de la compra.

Aquella mañana cargaba con mi mochila y me había subido el cuello del abrigo, cosa que me hacía sentir bastante interesante y moderaba mi malestar por el clima. Reconozco que tengo la costumbre de mirar a la gente; sus caras, sus expresiones. Disfruto descubriendo a alguien que sonríe sin compañía y sin mirar el teléfono móvil. Es una cursilería, pero es agradable imaginar qué o quién ha provocado la sonrisa. Igual de interesante que escuchar conversaciones ajenas, aunque sea menos poético y esté peor visto. Pues supongo que algo de eso estaría haciendo; ver la sucesión de rostros calle abajo, algunos incluso difuminados y otros superpuestos, con mezcla de ojos verdes, negros, pelo largo y corto a la vez, hombre y mujer. Hasta que decidí fijar mi vista un poco más adelante, donde el objetivo no era tan fugaz y el panorama no mareaba.

A unos veinte metros distinguí a un hombre entre la masa humana. Fue su manera de andar lo que me hizo fijarme en él. Alto y encorvado, caminaba como si se apoyase en un bastón que no existía; una mano, oculta, presionando algún punto de su costado bajo la gabardina; la otra, extendida, asiendo el aire y todo lo que quedaba a su alcance, árboles, farolas, papeleras y coches. Se iba acercando y su cabeza emergía y se sumergía entre las demás. La gente se acumulaba a su espalda y lo adelantaba con desagrado. Yo me quedé hipnotizado por la cojera y la cadencia y, con la distancia acortada a la mitad, pude ver su indumentaria. Una gabardina clásica color camel, desabrochada, que ondeaba a su alrededor, dejando ver un forro de cuadros Burberry´s y un traje negro. “Un traje negro en plena mañana”, me extrañe. Y conforme mis ojos fueron recorriendo al desconocido, tanto más aumentó la extrañeza.

No llevaba un traje negro, era un esmoquin. Una fila línea de raso cubría la costura exterior de los pantalones, del bolsillo al dobladillo y, bajo la gabardina, se intuían unas solapas también de raso y una pajarita medio deshecha. Si la cosa se hubiera quedado ahí, no habría pasado de simple pieza que no encaja. Frivolidades aparte y por mucho que los estadounidenses perviertan el esmoquin como atuendo nupcial, no le recomiendo a nadie el brillo del raso de buena mañana, por muy fría y gris que esta sea. Eso pensaba mientras la distancia se reducía y sus ojos se posaron en los míos. Ojos azules que hacían juego con la mañana y cabello ralo y rubio, corto, peinado con la raya a la izquierda. Bajé la vista cuando nos separaban apenas tres o cuatro metros. Entonces la vi, la mancha de sangre que se extendía bajo la mano, sobre la camisa blanca, cubierta por el esmoquin y la gabardina. No creo que ocurriese como lo recuerdo, porque la sangre era más negra que roja, pero en mi memoria la mancha no deja de expandirse. Crece y crece apoderándose de la camisa en todas direcciones.

La visión de la sangre no pudo durar más de uno o dos segundos, porque volví a mirarlo a los ojos y entonces fue él quien apartó la mirada. Dirigió sus ojos al frente, conteniendo el dolor en ese gesto de aparente inexpresividad que tensa la mandíbula. Para entonces ya nos habíamos cruzado, casi nos habíamos rozado. El bullicio, los coches, los autobuses, todo parecía haber desaparecido barrido por un vacío similar al dolor del desconocido, ese vacío que cubre con un leve pitido los tímpanos y que, cuando se retira, parece que al mundo le han subido el volumen. Cuando me giré y lo vi alejarse, sumergiéndose y emergiéndose su cabeza entre las demás, volvió todo el alrededor a mis sentidos.

La señora estándar y su carrito descomunal se acercaban peligrosamente a mis talones. No podía retroceder, no podía dar la vuelta. También la situación había sido demasiado extraña como para reaccionar y ofrecer mi ayuda al hombre del esmoquin. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo se comportaría? El gesto de la señora estándar denotaba molestia y cierto hartazgo. Me di la vuelta y continué mi camino hasta el metro. Luego pasé todo el día pensando en el desconocido, en su noche anterior. Recién salido de una película de James Bond, herido en una pelea al amanecer, justo a la salida de un after, entre modelos borrachas y ejecutivos drogados. “Se le echó encima Sean Connery y el desconocido sacó su cuchillo de la KGB, el del tobillo, mediano pero terriblemente afilado, con el filo de arriba dentado para desgarrar. Debieron forcejear, por ejemplo, en mitad de AZCA, rodeado por las moles de oficinas vacías”.

Eso pensaba y lo sigo pensando. Creo que el ruso se hizo el muerto y Connery lo dejó estar. Las primeras luces del amanecer se reflejaron, doradas, sobre la pared este del Edificio Windsor cuando el desconocido escuchó los pasos de Bond alejándose. Los escuchó bien porque su oreja descansaba en el suelo de baldosas de guijarros, como los indios en las películas de vaqueros, auscultando las vías del tren y traduciendo el sonido en minutos y segundos. Pasado un lapso impreciso, consideró que Connery ya no representaba ninguna amenaza y entreabrió los ojos. Se levantó lentamente y, al incorporarse, se tensaron los músculos de su costado y vio manar la sangre, rojo sobre blanco. Entonces la mancha si se extendió y él se llevó la mano a la herida. Ya no la quitaría de allí. Se apoyó en el otro brazo y se encaminó hasta un chalet de la calle de Alfonso XIII. Allí lo esperaba su enlace de emergencia, bien escondido tras los setos y encajonado entre muros inusualmente altos. Yo me lo crucé ya cerca, pero nunca sabré si llegó.


Lo que sí sé es que aquella mañana me convertí en parte de ese Madrid humano que es decorado, que es objeto, que observa y no ve, que se torna cosa, paisaje, que tiene sentidos y sentimientos, pero sólo para sí. Esa amalgama de personas ajenas que camina por el mundo como si rozara una pantalla de cine. Cada uno pegado a otro, en mitad de la multitud, pero aislado por su propia irrealidad panorámica. Todo lo que excede de la punta de los dedos es ficción. No hay tragedia, solo trama. El problema es que tampoco vemos la totalidad y nos hemos acostumbrado. Hasta la curiosidad hemos perdido. Son pasajes sin principio ni final y, en su inacabada lejanía, no nos importan. Porque nos creemos espectadores que cruzan los halos de los proyectores sin arrojar sombra en la pantalla. No caemos en que nuestra sombra no puede dejar negra la realidad, porque no hay proyección alguna. Preferimos pensar en que ni siquiera arrojamos sombra porque también nosotros somos ficción. Es la única manera de sentirse protagonista entre tantas historias simultáneas.

sábado, 13 de octubre de 2012

Mar i cel.


Cerca del chalet de mis abuelos, nada más salir del camino de entrada, existe un bloque de apartamentos construido a finales de los años sesenta. No es muy alto; si no me falla la memoria, no sobrepasa las cuatro alturas y su fábrica es de ladrillo ocre, un amarillo apagado, parecido a la arena de la playa que puede verse desde sus terrazas, que son terrazas largas con barandilla de hierro. Y ventanas de suelo a techo, como los apartamentos de antes, para que la luz del Mediterráneo se desborde por el suelo y acabe por reflejarse en el techo, que hagan falta gafas de sol para tomar el desayuno. Pero no es así su escalera, situada de espaldas al mar, oscura y estrecha, con peldaños revestidos de terrazo, ya pulido de tanto subir y bajar, castigados por la ausencia de ascensor.

La entrada está custodiada por un gran ficus que ensombrece el jardín y, hasta la última reforma, una enorme hiedra trepaba por la pared, como si intentase escapar de allí. Recuerdo que, cuando era pequeño, aquella hiedra me parecía una tupida barba, con una boca enorme y negra en su centro, una boca que era una ventana y dos ojos más arriba, que eran otra ventana de dos hojas –de dos ojos- siempre cerradas. Tenía cara de loco aquella fachada barbuda y sombría, con su tez amarilla de ladrillos ocres y su barba verde, con su boca dentada de rejas y sus ojos cuadrados de cristal. Dos ojos de cristal.

En ese edificio veraneaba una prima lejana, que dejó de serlo, al menos administrativamente, por motivos de divorcio de quien propiciaba el parentesco. Por eso alguna vez mis pies ayudaron a pulir el terrazo de los escalones. Y pude mirar desde la boca como si el edificio se me hubiera tragado, y pude ver a través de sus ojos, como si fuera yo la vista de aquella fachada de grito perenne. En la escalera resonaban los ecos de las risas estivales, y los descansillos parecían sucursales de la playa, de tanta arena acumulada sobre el pavimento. La barandilla estaba formada por travesaños de madera horizontales, de esos que ya no se ponen, por si a los niños les da por subirse y bajar sin ascensor, sin paracaídas, pero con prisa. Cuestiones de seguridad, ustedes saben.

Del apartamento en concreto no recuerdo gran cosa. Quizás un amontonamiento de muebles demasiado oscuros para una casa de playa, también unas cortinas vaporosas, blanquecinas como mortajas que parecían raídas por la luz potente del sol. El suelo estaba frío, eso sí lo recuerdo. Y ya está, no sé ni por qué entré, ni cuánto tiempo estuve, ni por qué me fui. Aun menos con quién, seguramente con mi abuela, la única persona con vocación de relaciones públicas de la familia, la única también con el suficiente don de gentes y carácter para tales menesteres. De lo que sí estoy seguro es que no volví a entrar y de que, cuando aquella visita tuvo lugar, yo contaría con unos escasos cinco años.

Luego el tiempo transcurrió y aquel edificio y su fachada barbada pasaron a ser parte del decorado de mi vida. Verano tras verano, pasaba todas las mañanas por delante para bajar a la playa. Y es verdad que seguía mirando su cara de loco, su grito eterno y mudo y sus ojos de cristal, pero lo hacía como el que lo da por sentado, como si fuera inamovible. Supongo que en alguna ocasión rememoraría el tiempo que permanecí en su boca, o lo que vi desde sus ojos y luego lo dejaría estar. Lo amontonaría junto al resto de recuerdos, tan fugaces que apenas son sensaciones –ese suelo frío-. Y lo dejaría amontonado hasta que aquella escalera oscura salió en una conversación, como parte de una trágica anécdota que ya acumulaba polvo de tan olvidada, de mucho tiempo antes que mi recuerdo almacenado. Una anécdota horrible que, sin embargo, había pasado a formar parte del alrededor, de la vida acumulada que soporta la memoria. Una memoria que apaga las brasas y vulgariza lo fantástico, lo terrible y hace creíble lo imposible.

Mi abuela me contó que justo sobre el hueco de la escalera había una polea. Seguramente para subir y bajar objetos pesados aprovechando la oquedad vertical. Sea como fuere, se accedía a ella a través del último piso; yo imaginé una pequeña portezuela en los travesaños horizontales, aunque dudo mucho que exista. Pues bien, tiempo atrás aquellos apartamentos tuvieron un portero, un guardés más bien, que se encargaba de cuidar la finca durante el invierno, ya que todos los apartamentos permanecían deshabitados fuera de la época estival. En realidad no me acuerdo muy bien de los detalles, pero creo recordar que aquel empleado había perdido recientemente a su mujer, y que, desde entonces, se había dado a la bebida como quien se tira a una piscina, o quien se deja caer en una cama; para despertar, para sentir, o para dejar de hacerlo.

En mi cabeza podía ver perfectamente a aquel desdichado, vagando por la oscuridad de los pasillos, con el frío húmedo de Alicante calando sus huesos, con la cabeza embotada por el alcohol y un sabor agrio en la boca. Sí, lo vi con unos zapatos desgastados, subiendo uno a uno los escalones, con el eco de sus pasos siguiéndole, intentando atraparle, o ponerle la zancadilla para que no hiciese lo que estaba a punto de hacer. Lo vi con el pelo ralo y grasiento pegado a la cabeza, con un bigote descuidado y el rostro demacrado, con los ojos desorbitados y apagados a un tiempo. Y también lo vi desde fuera, pasando por la boca abierta de la fachada barbuda y recorriendo sus ojos un piso más arriba, sus ojos de cristal, vidriados como los suyos, mirando sin ver, porque sólo miran hacia adentro.

No pude quitar la arena de los descansillos de mi imaginación, por muy invierno que fuese. Pero sí cuando llegó arriba, en ese descansillo final que no tiene ventana y a donde no llega la arena. Allí cogió la maroma que se utilizaba en las mudanzas, una cuerda de esparto, como las que se utilizan para amarrar los barcos, y comenzó a anudarla. Un nudo corredizo, un nudo de suicida, un nudo que estrangula y sostiene, que mata y salva del vacío. Por supuesto lo hizo, casi de forma automática, casi sin mirar, porque en realidad ya no veía nada, solo podía recordar. Entonces abrió esa portezuela que seguramente no exista y se paró al borde del forjado. Se agarró a la parte superior del soporte de la polea y pasó el cabo a través de la ruedecilla. Estiró hasta que empezó a rodar y el chirrido del eje reverberó como un quejido animal, hasta que salió por la boca barbuda, que por fin pudo gritar, aunque nadie la oyese. Luego ató el extremo a la barandilla y tomó la lazada del nudo corredizo. No hubo expresión en su rostro mientras la ajustaba alrededor del cuello. Ni siquiera sintió el tacto áspero y desagradable de la fibra contra la piel. Sólo había determinación, la determinación que lo hizo saltar por el hueco de la escalera, saltar a la oscuridad con los ojos abiertos y quedar suspendido entre sacudidas, oscilando como un péndulo en el corazón del edificio, matándose y dejándose morir. Afuera la luz amarillenta de las farolas iluminaba el aire cargado de humedad y, más abajo, el mar rugía ocultando los chasquidos de la cuerda y los estertores del portero.

Cuando me contaron la historia, lo hicieron con la asepsia de quien lo ha vivido, con la cotidianeidad de lo asumido. Como una curiosidad hecha para un tipo morboso, con una mente peliculera y una vida literaria, si soy yo quien la escribe. Y la acogí con impresión, porque no me figuraba que la boca barbada hubiera gritado alguna vez y comprendí sus ojos de espanto y su cara de locura. Pero sobre todo, no se me quitaba de la cabeza aquel cuerpo suspendido en el vacío, con una leve oscilación. Y no se me quitaba porque, por primera vez, aquel nombre inocente, incluso estival y festivo, que tenía la finca, cobró un sentido desagradable: Mar i cel. Ese fue el lugar en dónde decidió morir el guardés; en mitad de la noche, en silencio, sin que sus pies tocarán la tierra, ingrávido entre el mar y el cielo.

viernes, 12 de octubre de 2012

Cambios, traslados y descuidos.

Estimados lectores de La realidad a tientas. Ante todo, quería agradecerles todas y cada una de las veces que han entrado en este pequeño blog, aunque sólo haya sido una. Gracias por compartir esta realidad confusa y por formar parte de ella.

En segundo lugar, me gustaría disculparme por los meses de ausencia. Lo cierto es que no tengo excusa, o más bien; lo peor es que mis razones sólo son excusas. Por si les interesara, he tenido el honor de formar parte de un proyecto que reúne a profesionales en esto de escribir, personas que saben más que yo y cuya compañía sólo puede engrandecer mi trabajo. Así, desde hace dos meses, publico semanalmente en el diario de opinión La Columnata, más concretamente, aquí, en la sección de Política, Economía y Sociedad.

Como podrán ver, el carácter de estos artículos difiere del habitual en La realidad a tientas, así que, tras el paréntesis,  he decidido volver a este querido espacio, que tantas alegrías me ha dado y en dónde siempre me he sentido en un mundo aparte. En mi mundo.

Intentaré actualizar al menos una vez al mes, ya que me es imposible atender todos los nuevos compromisos adquiridos. En cualquier caso, bienvenidos de nuevo a mi realidad, que es también la suya.

Un saludo muy afectuoso.

Nacho Carratalá.

jueves, 14 de junio de 2012

Algo remotamente posible y definitivamente imposible.


Ahora me dicen que no son suficientes mis estudios sobre el mundo –vuelva usted mañana, ya le llamaremos-. Que no sirven para nada mis conclusiones sobre pasar noches en vela, mis hipótesis sobre la variación del color del mar cada tarde durante meses. Tampoco tienen en cuenta mi ingente labor de observación científica sobre cada árbol de Madrid para localizar la primera hoja del otoño, la primera en oscurecerse, la primera en desprenderse; ese ejemplar único capaz de simbolizar una estación o millones de momentos en millones de personas, o cada sentimiento individual en el corto vuelo de una hoja muerta. Y menos aun valen mis audiciones de tangos, mis martinis o los trajes que compré compulsivamente para no vestirlos, para colgarlos en perchas que cargan con mi realidad inventada. Porque en eso también me especialicé, en ficción, en la propia y en la ajena. Y derroché cientos de miles de letras, que tampoco sirven –apenas se entienden-, para crear mundos que me quedan grandes. Ni siquiera supe ser dios, con lo fácil que es. Ni tan alto puesto cuenta en mi currículum.

Y no les culpo, porque en realidad pequé de ingenuo, y de optimista. Iluso, dirían algunos, inocente, los más benévolos; estúpido, los más realistas y cursi, los más necesitados. Yo lo llamaba “poeta”, nunca “escritor”. Eso sí que no. Pero no por no querer serlo, sino por considerarlo demasiado universal, demasiado pretencioso. Al fin y al cabo, todos hemos sido malos poetas, no tantos malos “escritores”. Porque la poesía todos la llevamos dentro y nos rodea si entornamos los ojos y miramos la realidad como si fuéramos miopes, o si abrimos los ojos hasta que nos duele la luz y hasta si los cerramos y nos echamos a soñar. Pero la escritura es algo más, implica el esfuerzo; el trabajo y la creatividad, el arte y la manufactura, la técnica y el talento. Y, sobre todo, la poesía desprovista del poema. Ser escritor es desnudarse sin métrica, seducir sin rima. Ser escritor es pensar que la realidad se queda corta y ser capaz de construir algo aun más grande, algo que es pura poesía en su estructura y rigurosa prosa en su funcionamiento. Algo perfecto. Algo remotamente posible y definitivamente imposible.

Yo estudié para eso. De ahí los paseos en vespa, o los pantalones arremangados en la playa tantas noches de invierno. De ahí los fallidos intentos, las fabulaciones, las ilusiones, los desengaños. De ahí una firme convicción que se va tornando anhelo. Tal vez porque, de tanto intentarlo, me perdí yo mismo en ese universo que tan grande me quedaba. O tal vez porque nunca supe negarle la magia al truco, porque preferí imaginar a saber, amar a querer y escribir a vivir. Me quedé en mal poeta para no ser un mal escritor.

Pero, créanme, valórenme. Si mis escritos no son válidos, mis estudios sí los son. Son técnicos, pero están vivos y seguirán latiendo mientras queramos creer que existen. No trato de defender lo indefendible, ni menos aún mis marchitas aspiraciones, mis delirios de seductor, o mis ansias de grandeza. De cretinos está el mundo lleno. Lo único que puedo ofrecer es el triunfo de los demás, aun a costa de mi fracaso. Siempre será mejor un mal poeta que un buen economista. Hasta que el mundo entre en razón, pongo a su servicio mis conocimientos banales, mis verdades absolutamente relativas y mis golpes de estados de ánimo. A mí me faltó talento, a algunos de ustedes, la intención.