sábado, 13 de octubre de 2012

Mar i cel.


Cerca del chalet de mis abuelos, nada más salir del camino de entrada, existe un bloque de apartamentos construido a finales de los años sesenta. No es muy alto; si no me falla la memoria, no sobrepasa las cuatro alturas y su fábrica es de ladrillo ocre, un amarillo apagado, parecido a la arena de la playa que puede verse desde sus terrazas, que son terrazas largas con barandilla de hierro. Y ventanas de suelo a techo, como los apartamentos de antes, para que la luz del Mediterráneo se desborde por el suelo y acabe por reflejarse en el techo, que hagan falta gafas de sol para tomar el desayuno. Pero no es así su escalera, situada de espaldas al mar, oscura y estrecha, con peldaños revestidos de terrazo, ya pulido de tanto subir y bajar, castigados por la ausencia de ascensor.

La entrada está custodiada por un gran ficus que ensombrece el jardín y, hasta la última reforma, una enorme hiedra trepaba por la pared, como si intentase escapar de allí. Recuerdo que, cuando era pequeño, aquella hiedra me parecía una tupida barba, con una boca enorme y negra en su centro, una boca que era una ventana y dos ojos más arriba, que eran otra ventana de dos hojas –de dos ojos- siempre cerradas. Tenía cara de loco aquella fachada barbuda y sombría, con su tez amarilla de ladrillos ocres y su barba verde, con su boca dentada de rejas y sus ojos cuadrados de cristal. Dos ojos de cristal.

En ese edificio veraneaba una prima lejana, que dejó de serlo, al menos administrativamente, por motivos de divorcio de quien propiciaba el parentesco. Por eso alguna vez mis pies ayudaron a pulir el terrazo de los escalones. Y pude mirar desde la boca como si el edificio se me hubiera tragado, y pude ver a través de sus ojos, como si fuera yo la vista de aquella fachada de grito perenne. En la escalera resonaban los ecos de las risas estivales, y los descansillos parecían sucursales de la playa, de tanta arena acumulada sobre el pavimento. La barandilla estaba formada por travesaños de madera horizontales, de esos que ya no se ponen, por si a los niños les da por subirse y bajar sin ascensor, sin paracaídas, pero con prisa. Cuestiones de seguridad, ustedes saben.

Del apartamento en concreto no recuerdo gran cosa. Quizás un amontonamiento de muebles demasiado oscuros para una casa de playa, también unas cortinas vaporosas, blanquecinas como mortajas que parecían raídas por la luz potente del sol. El suelo estaba frío, eso sí lo recuerdo. Y ya está, no sé ni por qué entré, ni cuánto tiempo estuve, ni por qué me fui. Aun menos con quién, seguramente con mi abuela, la única persona con vocación de relaciones públicas de la familia, la única también con el suficiente don de gentes y carácter para tales menesteres. De lo que sí estoy seguro es que no volví a entrar y de que, cuando aquella visita tuvo lugar, yo contaría con unos escasos cinco años.

Luego el tiempo transcurrió y aquel edificio y su fachada barbada pasaron a ser parte del decorado de mi vida. Verano tras verano, pasaba todas las mañanas por delante para bajar a la playa. Y es verdad que seguía mirando su cara de loco, su grito eterno y mudo y sus ojos de cristal, pero lo hacía como el que lo da por sentado, como si fuera inamovible. Supongo que en alguna ocasión rememoraría el tiempo que permanecí en su boca, o lo que vi desde sus ojos y luego lo dejaría estar. Lo amontonaría junto al resto de recuerdos, tan fugaces que apenas son sensaciones –ese suelo frío-. Y lo dejaría amontonado hasta que aquella escalera oscura salió en una conversación, como parte de una trágica anécdota que ya acumulaba polvo de tan olvidada, de mucho tiempo antes que mi recuerdo almacenado. Una anécdota horrible que, sin embargo, había pasado a formar parte del alrededor, de la vida acumulada que soporta la memoria. Una memoria que apaga las brasas y vulgariza lo fantástico, lo terrible y hace creíble lo imposible.

Mi abuela me contó que justo sobre el hueco de la escalera había una polea. Seguramente para subir y bajar objetos pesados aprovechando la oquedad vertical. Sea como fuere, se accedía a ella a través del último piso; yo imaginé una pequeña portezuela en los travesaños horizontales, aunque dudo mucho que exista. Pues bien, tiempo atrás aquellos apartamentos tuvieron un portero, un guardés más bien, que se encargaba de cuidar la finca durante el invierno, ya que todos los apartamentos permanecían deshabitados fuera de la época estival. En realidad no me acuerdo muy bien de los detalles, pero creo recordar que aquel empleado había perdido recientemente a su mujer, y que, desde entonces, se había dado a la bebida como quien se tira a una piscina, o quien se deja caer en una cama; para despertar, para sentir, o para dejar de hacerlo.

En mi cabeza podía ver perfectamente a aquel desdichado, vagando por la oscuridad de los pasillos, con el frío húmedo de Alicante calando sus huesos, con la cabeza embotada por el alcohol y un sabor agrio en la boca. Sí, lo vi con unos zapatos desgastados, subiendo uno a uno los escalones, con el eco de sus pasos siguiéndole, intentando atraparle, o ponerle la zancadilla para que no hiciese lo que estaba a punto de hacer. Lo vi con el pelo ralo y grasiento pegado a la cabeza, con un bigote descuidado y el rostro demacrado, con los ojos desorbitados y apagados a un tiempo. Y también lo vi desde fuera, pasando por la boca abierta de la fachada barbuda y recorriendo sus ojos un piso más arriba, sus ojos de cristal, vidriados como los suyos, mirando sin ver, porque sólo miran hacia adentro.

No pude quitar la arena de los descansillos de mi imaginación, por muy invierno que fuese. Pero sí cuando llegó arriba, en ese descansillo final que no tiene ventana y a donde no llega la arena. Allí cogió la maroma que se utilizaba en las mudanzas, una cuerda de esparto, como las que se utilizan para amarrar los barcos, y comenzó a anudarla. Un nudo corredizo, un nudo de suicida, un nudo que estrangula y sostiene, que mata y salva del vacío. Por supuesto lo hizo, casi de forma automática, casi sin mirar, porque en realidad ya no veía nada, solo podía recordar. Entonces abrió esa portezuela que seguramente no exista y se paró al borde del forjado. Se agarró a la parte superior del soporte de la polea y pasó el cabo a través de la ruedecilla. Estiró hasta que empezó a rodar y el chirrido del eje reverberó como un quejido animal, hasta que salió por la boca barbuda, que por fin pudo gritar, aunque nadie la oyese. Luego ató el extremo a la barandilla y tomó la lazada del nudo corredizo. No hubo expresión en su rostro mientras la ajustaba alrededor del cuello. Ni siquiera sintió el tacto áspero y desagradable de la fibra contra la piel. Sólo había determinación, la determinación que lo hizo saltar por el hueco de la escalera, saltar a la oscuridad con los ojos abiertos y quedar suspendido entre sacudidas, oscilando como un péndulo en el corazón del edificio, matándose y dejándose morir. Afuera la luz amarillenta de las farolas iluminaba el aire cargado de humedad y, más abajo, el mar rugía ocultando los chasquidos de la cuerda y los estertores del portero.

Cuando me contaron la historia, lo hicieron con la asepsia de quien lo ha vivido, con la cotidianeidad de lo asumido. Como una curiosidad hecha para un tipo morboso, con una mente peliculera y una vida literaria, si soy yo quien la escribe. Y la acogí con impresión, porque no me figuraba que la boca barbada hubiera gritado alguna vez y comprendí sus ojos de espanto y su cara de locura. Pero sobre todo, no se me quitaba de la cabeza aquel cuerpo suspendido en el vacío, con una leve oscilación. Y no se me quitaba porque, por primera vez, aquel nombre inocente, incluso estival y festivo, que tenía la finca, cobró un sentido desagradable: Mar i cel. Ese fue el lugar en dónde decidió morir el guardés; en mitad de la noche, en silencio, sin que sus pies tocarán la tierra, ingrávido entre el mar y el cielo.

viernes, 12 de octubre de 2012

Cambios, traslados y descuidos.

Estimados lectores de La realidad a tientas. Ante todo, quería agradecerles todas y cada una de las veces que han entrado en este pequeño blog, aunque sólo haya sido una. Gracias por compartir esta realidad confusa y por formar parte de ella.

En segundo lugar, me gustaría disculparme por los meses de ausencia. Lo cierto es que no tengo excusa, o más bien; lo peor es que mis razones sólo son excusas. Por si les interesara, he tenido el honor de formar parte de un proyecto que reúne a profesionales en esto de escribir, personas que saben más que yo y cuya compañía sólo puede engrandecer mi trabajo. Así, desde hace dos meses, publico semanalmente en el diario de opinión La Columnata, más concretamente, aquí, en la sección de Política, Economía y Sociedad.

Como podrán ver, el carácter de estos artículos difiere del habitual en La realidad a tientas, así que, tras el paréntesis,  he decidido volver a este querido espacio, que tantas alegrías me ha dado y en dónde siempre me he sentido en un mundo aparte. En mi mundo.

Intentaré actualizar al menos una vez al mes, ya que me es imposible atender todos los nuevos compromisos adquiridos. En cualquier caso, bienvenidos de nuevo a mi realidad, que es también la suya.

Un saludo muy afectuoso.

Nacho Carratalá.

jueves, 14 de junio de 2012

Algo remotamente posible y definitivamente imposible.


Ahora me dicen que no son suficientes mis estudios sobre el mundo –vuelva usted mañana, ya le llamaremos-. Que no sirven para nada mis conclusiones sobre pasar noches en vela, mis hipótesis sobre la variación del color del mar cada tarde durante meses. Tampoco tienen en cuenta mi ingente labor de observación científica sobre cada árbol de Madrid para localizar la primera hoja del otoño, la primera en oscurecerse, la primera en desprenderse; ese ejemplar único capaz de simbolizar una estación o millones de momentos en millones de personas, o cada sentimiento individual en el corto vuelo de una hoja muerta. Y menos aun valen mis audiciones de tangos, mis martinis o los trajes que compré compulsivamente para no vestirlos, para colgarlos en perchas que cargan con mi realidad inventada. Porque en eso también me especialicé, en ficción, en la propia y en la ajena. Y derroché cientos de miles de letras, que tampoco sirven –apenas se entienden-, para crear mundos que me quedan grandes. Ni siquiera supe ser dios, con lo fácil que es. Ni tan alto puesto cuenta en mi currículum.

Y no les culpo, porque en realidad pequé de ingenuo, y de optimista. Iluso, dirían algunos, inocente, los más benévolos; estúpido, los más realistas y cursi, los más necesitados. Yo lo llamaba “poeta”, nunca “escritor”. Eso sí que no. Pero no por no querer serlo, sino por considerarlo demasiado universal, demasiado pretencioso. Al fin y al cabo, todos hemos sido malos poetas, no tantos malos “escritores”. Porque la poesía todos la llevamos dentro y nos rodea si entornamos los ojos y miramos la realidad como si fuéramos miopes, o si abrimos los ojos hasta que nos duele la luz y hasta si los cerramos y nos echamos a soñar. Pero la escritura es algo más, implica el esfuerzo; el trabajo y la creatividad, el arte y la manufactura, la técnica y el talento. Y, sobre todo, la poesía desprovista del poema. Ser escritor es desnudarse sin métrica, seducir sin rima. Ser escritor es pensar que la realidad se queda corta y ser capaz de construir algo aun más grande, algo que es pura poesía en su estructura y rigurosa prosa en su funcionamiento. Algo perfecto. Algo remotamente posible y definitivamente imposible.

Yo estudié para eso. De ahí los paseos en vespa, o los pantalones arremangados en la playa tantas noches de invierno. De ahí los fallidos intentos, las fabulaciones, las ilusiones, los desengaños. De ahí una firme convicción que se va tornando anhelo. Tal vez porque, de tanto intentarlo, me perdí yo mismo en ese universo que tan grande me quedaba. O tal vez porque nunca supe negarle la magia al truco, porque preferí imaginar a saber, amar a querer y escribir a vivir. Me quedé en mal poeta para no ser un mal escritor.

Pero, créanme, valórenme. Si mis escritos no son válidos, mis estudios sí los son. Son técnicos, pero están vivos y seguirán latiendo mientras queramos creer que existen. No trato de defender lo indefendible, ni menos aún mis marchitas aspiraciones, mis delirios de seductor, o mis ansias de grandeza. De cretinos está el mundo lleno. Lo único que puedo ofrecer es el triunfo de los demás, aun a costa de mi fracaso. Siempre será mejor un mal poeta que un buen economista. Hasta que el mundo entre en razón, pongo a su servicio mis conocimientos banales, mis verdades absolutamente relativas y mis golpes de estados de ánimo. A mí me faltó talento, a algunos de ustedes, la intención.

martes, 5 de junio de 2012

Líneas.


El mundo entero con todas sus enteras cosas puede construirse en una hoja de papel. Sólo hacen falta líneas; líneas de lápiz, líneas de texto, trazos desbocados o teclear sin mirar lo que se escribe. Líneas, líneas como el contorno de las caderas de una mujer, o sus piernas, sus gemelos, y aún más: cada pestaña, cada cabello. También líneas de letras, alumbradas desde imágenes mentales que fluyen y se derraman sobre el papel en forma de palabras, palabras que dibujan hasta sentimientos, hasta ideas concretas y universales. Y aún más, palabras que hacen universal lo concreto, que nos humanizan al compartirlas, que nos comparten y nos aúnan hasta leídas en la más absoluta soledad. Líneas al fin y al cabo, líneas de pulso en el monitor, líneas del encefalograma, líneas de metro, de autobús; líneas de delineante, de escritor y líneas aéreas. Todas, cada una de ellas, hermanadas a otra línea gemela que permanece oculta y que sólo cobra sentido al fundirse con la siguiente, y a su vez, con su sombra, la sombra del que lee entre líneas, entre todas ellas, apenas sin mirarlas en realidad y por ello viendo todo lo que esconden: el mundo entero con todas sus enteras cosas puede ocultarse tras una hoja de papel.

Y yo desde bien pequeño ya lo sabía. No se crean, no es vanidad, ni siquiera admiración por el niño espabilado que fui, si acaso nostalgia por tanto perdido en el camino. Nostalgia por aquellos dibujos, que eran fantásticos para mi edad, o por los primeros relatos, por las primeras líneas sin líneas entre líneas. Nada que leer oculto bajo lo obvio, sólo magnífica obviedad, sencillez genial por su falta de intención. Hablo de pasatiempos infantiles, que son arte en estado puro, son síntesis perfectas de la realidad, tan perfectas que la superan. Y si no se lo creen, tomen cualquier dibujo de cualquier niño. No son necesarias las habilidades artísticas, ni siquiera el talento, porque a esa edad es innato, se da por hecho. Y es que, cada dibujo de cada niño es un estereotipo tan preciso, tan falto de doblez, que alcanza el nivel de abstracción propio de las palabras. Un niño puede escribir con dibujos.

De los míos, mis padres conservan unos cuantos y yo conservo algunos de mi hermana. En ellos, indistintamente, revisándolos sin demasiado cuidado, he podido encontrar la esencia de lo real, el mínimo común múltiplo del universo, o las líneas –líneas, qué si no- maestras de la realidad. No importa cómo lo llamemos, lo que de verdad llama la atención es cómo se degrada, de qué manera se complica. Porque, a medida que el mundo nos envuelve mientras creemos dominarlo, nuestra percepción se vicia, se nubla. Creemos ver más allá de lo que vemos. Pensamos que podemos desentrañar los entresijos de la vigilia, o reescribir el guión de nuestros sueños, cuando  en realidad ya lo conocíamos. Lo conocíamos hasta el punto de saber dibujarlo con dos o tres trazos.

Sí, supongo que fue el tiempo y el roce quienes desvirtuaron la sencilla perfección y acabaron por retorcerla alrededor de nuestro cuello. Así ahora nos ahoga, pues la hemos tornado retorcida y pinchosa. Nos araña las pupilas y nos abrasa las huellas digitales. Ya no nos bastan los dibujos con las que construíamos el mundo entero con todas sus enteras cosas. Ahora necesitamos palabras, una detrás de otra, palabras polisílabas, sobresdrújulas y polisémicas. Palabras confusas para una realidad confusa. Una realidad que un día supimos leer y que ahora cumple condena entre líneas, líneas que no sabemos leer para verla oculta toda entera, con todas sus enteras cosas.

jueves, 31 de mayo de 2012

Extremismo.


Extremismo. ¿No dicen que con la edad uno se templa, se modera o se apoltrona? Unos lo achacan al desencanto por sus ideales juveniles, otros directamente a una elección equivocada. Yo diría que es cuestión de hipocresía y comodidad. Uno no es de izquierdas a los veinte y de derechas a los cincuenta. Será más bien que el individuo se individualiza y, con él, todas sus cosas, su mundo y sus intereses se tornan privativos, incompartibles. Sí, el individuo se individualiza, de uno en uno, y va viendo que los demás también lo hacen y que compiten en una liguilla vecinal absurda, donde quien más tiene es mejor y quien menos, un fantasma, o peor; un espejo terrible en el que nadie quiere mirarse.

¿Qué es el aburguesamiento capitalista sino una forma de extremismo? Un extremismo más brutal que cualquier comunismo –no digamos ya socialismo-, porque se aleja de la condición humana, obvia los sentimientos y los traduce en números, desprecia la solidaridad y deprecia la colectividad. Eso es extremismo, pero lo mío también; esta ebullición candente que me sube por el esófago como una acidez de estómago que va a parar a las sienes. Allí se hace fuerte, y se manifiesta en forma de glóbulos más rojos que nunca; glóbulos socialistas, glóbulos republicanos, con pancartas y las manos limpias, tan limpias como quien tiene la conciencia tranquila. Los glóbulos fachas, de tenerlos, no se manifiestan. ¿Será este el extremismo que no me deja dormir?

Si lo es, me parece interesante, porque me ha despertado de un plumazo todos los ideales políticos que había dejado durmiendo, o quizás en coma, un coma transitorio. Ahora lo veo todo con más claridad. Veo como la derecha de este país es la misma de siempre, la misma escoria farsante y despreciable de siempre. Por mucho que lo nieguen, por mucho que se revistan de democracia, gobiernan los de un partido fundado por fascistas –sensu estricto-, herederos del tiempo más negro de nuestro país, acomplejados por su pasado y motivados por un odio y un hambre de poder que apenas pueden saciar. Sus políticas son las de siempre y van más allá de lo económico. Qué nadie se quede en las medidas adoptadas, sino en los fines que comportan. Porque las medidas son las esperadas y se traducen en dos grupos: las que destruyen las políticas sociales y las que favorecen a las grandes empresas y entidades financieras.

Muchos de ustedes, a estas alturas, pensarán que mi extremismo me ha trastornado, pero déjenme que siga, o dejen de leer si algo les ofende –que por algo será-. Entre las medidas del primer grupo, son dignas de estudio las que planean la destrucción del sistema educativo, al menos para todos aquellos que no puedan pagárselo. Y tienen su punto álgido en aquellas que planean convertir la universidad en un privilegio, como la subida de tasas hasta en un sesenta por cien, o la restricción de las becas, o la eliminación de becas en postgrado. Esas son algunas medidas, pero los fines son otros, principalmente la creación de una elite intelectual adinerada.

Al fin y al cabo, ellos van a poder estudiar como siempre. Hasta ahora, cualquier persona que no aprobase selectividad, si se lo podía permitir, terminaba recalando en una universidad privada en la que, a cambio de una sustanciosa cantidad, se hacía la vista gorda con sus carencias intelectuales y lo formaban y aleccionaban como miembro católico, apostólico y pepero de la sociedad, todo ello aderezado con la misma debilidad mental con la que entró. Ahora, la situación se mantiene, pero además se intenta llevar a la universidad pública. Ya no basta con cumplir con las altísimas notas de corte de algunas carreras –cosa que me parece meritoria y correcta-, sino que habrá que desembolsar una media de dos mil euros por curso, cosa que, en la mayoría de los casos, se hará sin ayuda de becas, porque son becas a la excelencia, becas que sólo tienen en cuenta el currículum del alumno. De esta manera, con la subida de precios, se obliga a los estudiantes menos pudientes a trabajar para poder pagar las tasas excesivas. Y después de trabajar, intenten ponerse a estudiar hasta el punto de rozar la excelencia que les demandan. Qué sí, que muchos de ustedes dirán que se puede hacer. Pues adelante, háganlo. Y que conste que no defiendo la holgazanería, sino el derecho a estudiar de todo el mundo. Es evidente la injusticia de que, entre dos personas de inteligencia similar, sólo sean los euros los que inclinen la balanza.

El caso es que los de siempre, lo que antes iban con el brazo en alto y camisas azules, ahora siguen de azul, pero el brazo se lo guardan en el bolsillo, junto a la cartera que les permite ir por el mundo como ciudadanos de primera, no vaya a ser que el de al lado, que es igual que él, se la robe, para pasarle por encima. Porque sabe que lo hará y, como lo haga, como lo despidan y no pueda pagar esa casa, ese coche, o el chalet de la sierra, o el apartamento de la playa, estará perdido. Tal vez entonces se preguntará por la solidaridad, por los servicios públicos. Tal vez cuando tenga que sacar a su hijo de la universidad de Comillas, del CEU, Francisco de Vitoria y demás granjas católicas, se vea en la tesitura de explicarle cómo funciona el mundo. Pero el mundo de verdad, donde el valor de las personas no se mide en números, sino en ideas, en sentimientos no computables y en tesón, en ilusión, que al final es lo que todo lo puede. Tal vez entonces encuentre el extremismo algo razonable.

Yo, con el mío renovado y lleno de energía, espero firmemente que les salga mal la jugada. Porque me temo que el sistema está a punto de reventar. Es de dominio público que ni Grecia, Italia, Portugal, Irlanda y, por supuesto, España podrán llegar a pagar la deuda contraída. Esa deuda de la que sólo se salvan los bancos y que nos ha hipotecado hasta a los que no teníamos hipotecas. Estoy esperando, a ver qué pasa cuando la tinta de sus billetes les manche las manos, como la sangre de todas las personas cuyas vidas se han invertido en imprimirlos. A ver, cuando eso pase, adónde nos lleva todo esto. ¿Qué será lo siguiente al capitalismo? Puede que en el resto del mundo un socialismo bien entendido –no como aquí-, pero en España será un fascismo sui generis, con flamencas y toreros. Quizás nacionalizar Bankia pueda parecer propio del comunismo -¿un banco estatal?-, pero a cambio están hundiendo la universidad pública, como corresponde a nuestro fascismo casposo. Y la están hundiendo porque la cultura libre es propiedad de la izquierda, porque en la universidad nacen las ideas y los valores que sólo se pueden destilar del conocimiento, un conocimiento que te da una visión del mundo que te impide ser de derechas.

martes, 1 de mayo de 2012

Repaso.


Son días aciagos, dicen unos, los más proclives a la representación dramática. O se rompe el mundo, dicen los que decían que se rompía España, mi querida España, esta España mía, esta España nuestra, que diría Cecilia y los que hacen las cosas a derechas, los mismos que tienen el monopolio de banderas y de himnos, o que necesitan  banderitas e himnos para saber quiénes y de dónde son. También se oye que las cosas van muy mal, que Rajoy no hace nada, o que hace demasiado. Y mi preferida: “La que ha liado Zapatero”. Hay que ver lo que puede hacer un señor apocadito de Valladolid si se lo propone, nada menos que la crisis mundial más grave de la historia. Lo que yo les diga, apunten al infinito y les recompensarán con el vacío.
Mientras tanto, quien escribe esto se deja llevar por la corriente tranquila de la depresión económica. Y no vean como floto, apenas toco el agua, porque voy sin lastres, sin euros pero sin deudas, con un pasado soleado y un futuro de tormenta constante. Tampoco llevo paraguas, mejor que me acaricien las gotas del principio de la nube y que me erosionen los granizos del medio. Al final unas y otras harán camino y no tendré que esquivarlas, si acaso almacenarlas, para cuando llegue el sol y el problema sea la sed.

Y así, sin saber cómo, de repente me encuentro en la ribera de un arroyo cristalino. Sonrío mientras leo un libro de Tom Sharpe. También sonrío mientras me tumbo sobre una tela blanca, acolchada por las hierbas bajo mi cuerpo. Sonrío porque pienso en la guarnición informativa que traen los periódicos, en el rey y sus desmanes, que son los de siempre, pero peor vistos, en la famosa foto del elefante muerto –Borbón, uno; elefante, cero- . Sonrío porque se cumple una máxima histórica, una máxima según la cual lo que más puede favorecer una hipotética república es la misma monarquía. Podemos llamarlo Juancar, por aquello del campechanismo, o podemos llamarlo Marichalar, por quien siento una especial debilidad. Podemos llamarlo Urdangarín, que acabará librándose de sus pillajes y por quien sólo siento indiferencia, de puro aburrido. Pero al final, tengan el nombre que tengan,  ellos serán los Próceres de la Tercera República, el germen de su fundación y quienes plantaron la semilla del hartazgo generalizado. Al fin y al cabo, no es nada nuevo que el ser humano es autodestructivo por naturaleza. Cosas de ser la cúspide del reino animal, hay que ser depredador de uno mismo.

Entretanto, abro los ojos aún con la sonrisa dibujada en los labios, y veo un techo verde, con los álamos cuajados de hojas nuevas. Estudio el delicado entramado de la madera tierna y aspiro el aroma de la naturaleza despertándose. A la primera orden de mi voluntad, dejo de escuchar el rumor del agua y viene Serrat a cantarme Mediterráneo, como quien me reprocha que coquetee con el bosque mesetario. Mea culpa, le digo. Porque en verdad echo de menos el mar, porque puede que yo naciera en Madrid, pero lo olvidé para volver a nacer en Alicante, para crecer mecido una y otra vez por el susurro cadencioso del mar de fondo, con la luz multiplicada de dos cielos paralelos, con dos soles, dos lunas y dos castillos entremedias. Siempre con los ojos entornados y la sal en la boca, esa sal que da sed de otros labios y ese exceso en las formas; un exceso que esconde la sencillez que aquí reluce. La exageración como forma de vida y el placer como filosofía de lo humano. La obsesión por la belleza; la estética como fin y como medio, por dentro y por fuera, todo ello con la ayuda de la tierra más bonita del mundo. Porque sigue siéndolo, por mucho ladrillo que le hayan arrojado los que ya no están libres de pecado. Porque ella no es rencorosa, sino que se desentiende y sigue mirando al mar, pues no hacen falta árboles que tapen el cielo, cuando puedes tenerlo a tus pies. Mejor palmeras, que nos hacen altos de tanto mirarlas.

Así, Joan Manuel se queda más tranquilo y lo escucho sin culpabilidad, con mi tierra en el horizonte, en el mañana o en el futuro perfecto, pues la tierra prometida siempre brilla más que la tierra que se pisa –no se ensucia con nuestra presencia-. Creo que después de Serrat vendrá Chopin con un nocturno a pleno día, si me permiten la audacia. Y más tarde revisaré una de mis películas favoritas y dormiré con mi mujer favorita y soñaré que la vida no es toda crisis. Para mí es fácil, lo admito. Soy consciente de mi enorme suerte. No quiero nada material. Tengo todo cuanto necesito y, aun así, regalaría lo que poseo con tal de conservar mi forma de ver la vida. Mi forma de dejarme llevar, de flotar entre las ideas.

Tener lo suficiente es tenerlo todo. 

sábado, 21 de abril de 2012

Películas que recordaré (IV): El muñeco diabólico.


El silencio siempre resulta un estímulo para el terror. Quizás porque podemos escuchar nuestros pensamientos. No digo ya pensar, sino escuchar nuestros secretos en un volumen audible, un volumen casi indiscreto, con nuestra voz fuera de nosotros y el alma puesta en el éter, a un tiempo muertos y a otro espectadores de nuestro miedo. Aunque no creo que pensase en esto el fatídico día en que vi El muñeco diabólico. Es más, aun hoy, sabiendo la parálisis y los sudores fríos que en su momento me provocó, no puedo reprimir cierta sonrisa de autosuficiencia al pronunciar el título; es ridículo. Y de tan ridículo se torna grotesco y de tan grotesco, monstruoso; de monstruoso, cotidiano; y de tan cotidiano, definitivamente terrorífico. Como mi sonrisa congelada, como cualquier sonrisa congelada.

No sabría decir apenas nada de la película. Sólo guardo vagos recuerdos que supongo censurados a golpe de evitarlos. Son recuerdos como flashes, de los que golpean y te vuelven la cara, o la vuelves tú para no mirarlos: un muñeco con el pelo rojo, que se mueve. Y yo mismo, mirando lo imposible con cinco o seis años, en el salón de mis abuelos, rodeado de cuadros y pisando un suelo de moqueta marrón, aterrorizado por el momento de ir a dormir, pero sin dejar de mirar. Siempre me ha pasado lo mismo, siempre esta fascinación por lo que no debe de ser, por lo imposible. Porque no me aterrorizaba que el muñeco matara gente, al fin y al cabo, eso también lo hacen los seres humanos y no tiene nada de extraordinario. Lo que en realidad me asustaba era que se moviera, que cobrara vida.

Después supongo que mi abuela apagó la luz y me dejó en mi cama. También supongo que, nada más darse la vuelta, yo miré bajo el somier, esperando encontrar a una muerta que nunca llegó a presentarse, por más que la esperara cada noche. Y, tras el ritual, con la casa en silencio, mis ojos se posaron sobre el muñeco del payaso, a los pies de la cama, iluminado por la luz naranja de un pequeño piloto para niños. Me conozco y sé que lo miré sin querer mirar, o que evité mirar, queriendo mirarlo. También sé que me di la vuelta, esperando el susurro de la tela sintética del traje del payaso, o sus leves huellas sobre el parqué, acercándose a mi espalda. Peor que sentir su mano en mi cuerpo hubiera sido no sentir nada en toda la noche, salvo su presencia inmóvil, o su mirada de plástico clavada en mi nuca.

Con el tiempo, el miedo se desvaneció, como suele pasar con las cosas que uno espera y no terminan de ocurrir. Así que olvidé a la muerta de debajo de la cama –que no venga ahora, que estoy casado- y aparqué el temor al payaso. Debí de pensar que, si hasta entonces no se había movido, era poco probable que lo hiciera en adelante. No obstante, el miedo al arquetipo quedó en mí, puede que reposado y cobijado bajo otras inquietudes, y tal vez por ello más profundo y peligroso. Sin embargo, eso no lo sabría hasta años más tarde, cuando ocurrió una extraña coincidencia. Una coincidencia que enseguida les explico: durante mis años de infancia desarrollé una técnica para evitar que mis múltiples temores me paralizasen hasta hoy mismo. El proceso consistía en hacer una fotografía mental del miedo, que siempre resultaba ser una instantánea antigua, con los bordes dentados y blancos. En mi cabeza sólo veía ese papel y un armario también antiguo, de madera, con dos grandes puertas. Entonces, escuchaba cómo se rasgaba la fotografía y la veía dividirse en cuatro trozos. Al mismo tiempo, las puertas del armario se abrían de par en par, dejando ver un interior negro, como si la trasera del mueble comunicase con el vacío más absoluto. Y a él iban los fragmentos del miedo hecho foto y luego se cerraban las puertas y el mueble se alejaba de mí –o yo de él- como si flotará en el mismo vacío que encerraba.

Aquel sistema siempre me había funcionado. Había conseguido llenar el armario de sombras que pasaban por el hueco de la puerta, o de barcos hundidos que se hundían delante de mí, o del cuadro del grito de Münch, roto en cuatro pedazos. Y lo había llenado con la certeza de que era capaz de encerrar cada miedo y arrojarlo al olvido de lo inmaterial, al absurdo de lo irracional y a lo risible de lo infantil. Pero, sobre todo, lo había llenado con la certeza de no tener que abrirlo nunca. Porque nunca pensé que existiera, y menos aún que fuera físico y que mis manos llegarían a tocar su madera y juguetearían con la llave, girándola en la cerradura.

Aun hoy no sé muy bien en qué momento llegó aquel armario al chalet de mis abuelos. Sería tras desmontar la casa de mi bisabuela. El caso es que llegó sin que yo lo viera. De hecho he llegado a imaginármelo cogiendo el autobús y bajando él solito hasta el trastero donde lo encontré. Y lo peor es que no me provoca la risa que la situación requiere, sino otra más nerviosa e intranquila, otra que luego se torna en sonrisa congelada. Tal vez la misma sonrisa que se me quedó en su momento, con apenas nueve años, cuando entré en aquel cuarto en penumbra, buscando tesoros olvidados entre el olor a humedad y a tierra. Sólo puedo decir que el ambiente se volvió aún más sofocante cuando aparté un colchón y me encontré cara a cara con las dos enormes puertas que habían sido las puertas de mi infierno particular –así, sin dramatismos-.

De pronto el aire empezó a pesar y me di cuenta de que sudaba, de que tenía el pelo pegado a la frente y de que mi respiración se entrecortaba. Podía notar el corazón en el cuello y su sonido golpeaba mis tímpanos como si alguien lo hubiera encerrado al otro lado del armario. Permanecí quieto frente al mueble y alargué el brazo derecho hasta posar la mano junto a la llave. La madera estaba caliente, el tacto era desagradable. Sin darme cuenta mis dedos ya tocaban la llave y, al poco, ya la giraban con sus chasquidos mecánicos. Enseguida la puerta quedó libre y se entreabrió. Llevé mis dedos al borde y estiré.

Lo que vi me hubiera hecho gritar, sino fuera porque ya estaba corriendo cuando procesé lo que mis ojos habían captado: este armario no albergaba el vacío, sino bolsas verdes traslúcidas con rostros pegados al plástico. Rostros deformados, hundidos, coronados por cabellos fundidos en mechones apelmazados. Manos gordas, de dedos cortos; manos que parecían haber intentado romper ese útero colectivo y que encrespaban su superficie en decenas de picos. Pies con sandalias grotescas, como ortopédicas, y, más que nada, ojos. Ojos en blanco, ojos con párpados casi cerrados, como en un guiño paralizado justo antes de ser un guiño. Ojos vueltos del revés que miraban al frente con su lado imposible.

Ni siquiera cerré la puerta, claro. Tuve que disimular mi pánico cuando desperté a mi abuela de la siesta. Ella, como siempre, me respondió con la sonrisa más reconfortante del mundo, y me reprendió: “¿Ya te has ido a investigar?” Se ve que mi actuación no fue lo suficientemente convincente, o será que ella siempre ha sabido que tiene el nieto más cotilla y miedoso del mundo conocido. “Esas deben de ser las muñecas de Tita y de mamá”, tanta candidez para resumir una de mis vivencias más perturbadoras.

Aquella noche no dormí, pensando en que las muñecas terminarían de desgarrar las bolsas y escaparían en mitad de la noche. Imaginé un ruido en el exterior y me sorprendí mirando por la ventana. Casi podía verlas, bañadas por la luz blanca de la luna, como fantasmas materiales, quietas, erguidas, sin moverse pero mostrando que habían llegado hasta allí cuando nadie observaba. Unas más pequeñas, otras más altas. Me hubiera muerto con un solo movimiento de sus cabezas deformes.

A la mañana siguiente mi abuelo decidió deshacerse de ellas. Yo presencié el estado de aquellas muñecas –como cadáveres- y nunca podré olvidar lo que el tiempo, la humedad y el calor hicieron con sus cuerpos. Fue espeluznante. Por eso esperé a que llegase el camión de la basura, ya de madrugada. Por eso me asomé sobre la valla del chalet y vi como los basureros abrían el contenedor y por eso se me cortó la respiración cuando uno de ellos sacó a la muñeca más grande. Se quedó mirándola y comentó algo con su compañero. La sujeto con los dos brazos y la puso a la altura de su cara, como si fuese su hija. El compañero le dijo algo que no pude oír. Tras él, las luces naranjas del camión parpadeaban sobre la cara de la muñeca, como el piloto que iluminaba la cara del payaso. Entonces giró la cabeza y me miró, mientras el contenedor, con los cuerpos de sus hermanas, se agitaba contra las entrañas del camión. Yo le mantuve la mirada, pensando en el efecto óptico de las luces giratorias de la cabina, pero el basurero la alejó de sí tanto como le permitieron sus brazos. Después la lanzó contra la prensa, junto al resto de basura y, por último, conseguí ver una pierna, que luego fue aplastada. Una pierna que se movía, claro.

Un par de años más tarde tuve otro affaire terrorífico con una muñeca un poco más pequeña, pero de mirada aún más turbadora. No tengo ni idea de cómo llegó a mis manos, aunque recuerdo que di por terminada nuestra relación lanzándola por la ladera del barranco adyacente al chalet. Semejante falta de diplomacia me costó cara, porque su figura de bruces sobre la tierra me atormentó durante otra noche de terror estival. Así que, a la mañana siguiente, me armé de valor, la recuperé y la tiré al contenedor que contuvo a sus extintas compañeras.

Desde entonces he procurado mantenerme alejado de cualquier tipo de imitación humana. Cualquier muñeco, por cándida que sea su apariencia, se me antoja terrible en su posibilidad de movimiento autónomo, de movimiento ajeno a su condición inerte, de movimiento sin alma. Porque la criatura resultante sería imposible en esencia. No ya por lo estúpido del planteamiento, o por su invalidez técnica, sino por su perversión de lo humano; por su imitación de lo que nos define sin el ingrediente mágico que nos hace conscientes de nuestra existencia.

Yo, por lo pronto, no devuelvo guiños a párpados de plástico.


viernes, 30 de marzo de 2012

Películas que recordaré (III): Goldfinger.

Con siete años me puse por primera vez aquella vieja chaqueta de esmoquin. Ya le había echado el ojo meses antes, a principios del verano, al fondo de un armario en el chalet de mis abuelos. La había estado mirando casi todos los días, había fantaseado con su pasado esplendoroso de fiestas y había acariciado casi con devoción sus solapas de raso. Pero hasta aquella noche no me había atrevido a dejarme abrazar por la lana negra, ni me había abrochado su botón único forrado del mismo raso que las solapas redondeadas. Poco me importó que me estuviese gigante, tampoco que diese un calor considerable en pleno agosto y menos aún el hecho de completar el atuendo con un bañador de palmeras y una camiseta de propaganda de recambios de moto. Y no me importó porque llevaba mi pistola de agua en el bolsillo interior y porque estaba a punto de encaramarme al techo del garaje y de descubrir una trama de espionaje internacional en casa de los vecinos. Pero, sobre todo, no me importó porque aquella noche acababa de ver mi primera película de James Bond, Goldfinger.

Recuerdo haber esperado el silencio en la casa. Recuerdo haber apagado la luz y haber leído en la oscuridad. También recuerdo la luz tenue de la noche, seccionada a franjas por las contraventanas catalanas. Menos aun podría olvidar la pantalla iluminada de mi reloj-calculadora Casio y en la vida dejaré de sentir el peso de la chaqueta del esmoquin sobre mis hombros, su rigidez, el roce del raso contra mi cuello moreno. En ese instante el mundo se paró literalmente durante un minuto y lo sé porque en la pantalla del reloj dejaron de ser las 2:58 para ser las 3:00. Y sonó la alarma que me había puesto por si me dormía. Porque esa era la hora pensada, la hora precisa y exacta en la que debía de poner en marcha mi misión de espía bien vestido. Aunque reconozco que me sobresalté, y que se me tambaleó el aplomo al escuchar semejante escándalo. Luego supe que nadie había oído nada y que, en mitad de la noche, los susurros se convierten en gritos, las sonrisas en gemidos y la luna en el sol.

Así que, una vez recuperada la compostura, me apresuré a descorrer los cerrojos de las contraventanas. Me latía el corazón en la garganta y se me perló la frente de sudor. La tensión del momento era máxima; aquellos pasadores oxidados, sus rieles artrósicos por las capas de pintura… Tampoco contaba con el chasquido de la madera, aprisionada la una junto a la otra, durante todo un invierno de lluvias y humedades. De hecho, llegué a pensar que no podría salir. Me tomé continuos descansos para tranquilizarme y encendía compulsivamente la pantalla del reloj –me retrasaba en mi misión-. Cada segundo que me detenía, la brisa del mar me enfriaba la cara y me templaba el ánimo. Gracias a ella y a que me había arremangado el exceso de tela, conseguí liberar una hoja de la ventana. Era la primera vez que tenía la noche para mí solo y me sorprendió vivir en blanco y negro. Me sorprendieron los árboles, sus hojas largas como dedos y los volúmenes de las sombras, tan planas durante el día. Me dejé llevar por el frescor y el olor a humedad; descubrí que el silencio estaba compuesto por cientos de pequeños ruidos que la luz aplasta como si fueran hormigas. Me puse a contar las semillas que caían de los eucaliptos, como pasos sin pies, sobre un techo de uralita azul, que parecía agua negra y congelada. Y finalmente apoyé la escalera contra la cornisa del garaje y ascendí peldaño a peldaño, escuchando el crujir de la madera y a punto de disculparme por utilizar el esqueleto de un árbol muerto.

Cuando subí y me erguí sobre el techo, el cielo cobró sentido. Por primera vez entendí que todo ese azul no estaba vacío, que las estrellas lo sujetaban y que la luz, cuando ciega, no nos deja ver bien las cosas. Tenía el mundo a mis pies y los pinos a la altura de los ojos. Me sentía como si pudiera tutear a la naturaleza, y no por falta de respeto, sino por la certeza de formar parte de ella. Al fin y al cabo, el mundo entero parecía ser como aquel silencio imperceptible, hecho de cientos de pequeños ruidos sin los que no podría existir; con una afinación tan perfecta que pasa inadvertida y una autoría tan anónima como compartida.

Aquella noche, enfundado en mi esmoquin, supe que pertenecía a algo muy grande, algo tan grande como para ser la pequeñísima parte de algo aún más grande. Por eso, años después he vuelto a ponerme aquella chaqueta. Me la he puesto con la certeza de que su lana negra se tiñó aún más y que su raso destella como la luna aquella noche.

Aquella noche en la que el mundo se paró durante un minuto para que yo me subiera.

sábado, 17 de marzo de 2012

Películas que recordaré (II): La ventana indiscreta.

Mientras escribo, escucho el resonar de tacones en la calle. Es un sonido muy particular, muy característico. Un sonido que no puede ser otra cosa y que no va y viene y se corta o nace, sino que surge y se desvanece. En la quietud de la noche parece casi una afrenta rítmica al silencio, o mejor, una historia que reverbera por las fachadas oscuras, buscando una ventana por la que entrar. Yo no puedo evitar mirar, será por los años que he vivido solo, o será por mi espíritu cotilla, disfrazado de curiosidad algo morbosa. O será más bien porque confundo la ventana con una pantalla y las cortinas con el telón y las vidas ajenas con películas algo más reales, pero lejanas desde mi palco privilegiado. Quizás sea por todo eso, o quizás sea por cierta película de Hitchcock.

Era ya mayor cuando vi íntegramente La ventana indiscreta. Tengo recuerdos anteriores, como de otras películas, retazos infantiles, indeterminados, pero aquella vez tardía la viví de una manera especial. Y fue así porque, como ya he dicho, vivía solo en este mismo piso que ahora es de dos. Vivía enclaustrado, mientras estudiaba periodismo –qué ironía-. No salía apenas, es más; me recluía en una soledad enfermiza, intensa y agradable, en la que sólo el cine y las ventanas me mantenían unido al mundo exterior. Una soledad en la que yo, al contrario que James Stewart, no tenía una pierna rota, pero sí su obsesión. Y también unos prismáticos.

Con James compartí la estrategia de apagar la luz y situarme al fondo de la habitación, cobijado por la penumbra y huyendo de la frontera que delimita la luz amarilla de las farolas. Desde allí, apostado entre el escritorio y el aparador quería confundirme con el vacío, apenas existir. Sin saberlo, buscaba una existencia aún más pasiva que la mía, algo que me hiciese sentir vivo -aunque fuera por comparación- y terminé por encontrarlo en un vecino, a quien bauticé como el terrible hombre de enfrente. También imaginaba a otros vecinos escrutando el enorme espacio negro de mi ventana abierta, preguntándose por aquello que no podían distinguir, o descubriendo el brillo delator de una lente de aumento –ese escalofrío simultáneo a ambos lados de la calle-.

Les ruego que me disculpen el comportamiento. No lo hacía con malicia. Es sólo que siempre he vivido en otro plano de la realidad, en un plano de espectador que transforma lo cierto en ficción y la ficción en lo cierto. Por eso, cuando apagué la luz y no abrí la ventana, sino que puse aquella película tan familiar y desconocida, la viví como si tuviese a James en mi salón. Lo vi moverse en la silla de ruedas de un lado a otro. No le dije ni una palabra, no quise molestarlo. Es más, yo también quería mirar lo que él miraba. Lo sentía como propio, como real. En nada se diferenciaba aquel patio de attrezzo de las fachadas de mi calle, ni los vecinos, ni el asesino ficticio de mi terrible hombre de enfrente. Éramos iguales, o eso creía yo, mientras seguía refugiado en la oscuridad, esperando al asesino ficticio, precedido de sus pisadas. Sus pisadas al otro lado de la puerta, que no van y vienen, ni se cortan o nacen. Sus pisadas que son una historia que surge y se acerca y deja de escucharse para poder verse, en forma de sombra bajo la rendija de la puerta. Luego conseguirá entrar, convertido en aterradora realidad, y James intentará deslumbrarlo con el flash de su cámara. Pero se acercará, cada vez más y no podremos evitar enfrentarnos a él.

Eso fue lo que aprendí cuando acabó el metraje; aprendí que yo no tenía una pierna rota, y que si no salía a buscar la realidad, ella misma vendría a por mí. Y de malos modos. Aprendí que debía deslumbrar a la realidad sin que llegase a asustarme y a que debían ser mis pasos los que la sorprendieran. Aprendí que desde los prismáticos no se pueden tocar las cosas y, sobre todo, aprendí que jamás tendría a Grace Kelly en mi salón si no me convertía en protagonista de mi propia vida.

Como no me gustan las rubias, con permiso de Grace, conseguí a una preciosa morena. Y ahora, cuando imagino mi ventana desde fuera, la veo como la película que siempre había deseado vivir… Y cierro las cortinas, por si acaso.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Peliculas que recordaré (I): El sueño eterno.




Era una tarde de invierno de hace mucho, mucho, mucho tiempo. Una de esas tardes de invierno que rozan el abismo de la memoria infantil, entre brumosa e inventada, allá por los cinco o seis años. No sabría decir si ya vivía en Alicante o sólo pasaba una de mis frecuentes estancias en la casa de mis abuelos. No tengo claros los detalles, pero sí el ambiente, el ambiente es lo que siempre queda; el calor pesado de la calefacción, el frio eterno de mi abuelo –nene, cierra la puerta, que hay corriente- y la tele enorme encendida. También los sillones mullidos, demasiado mullidos y los cuadros que siguen tapizando las paredes. Los cuadros con paisajes de la que luego fue mi tierra, pintados por pintores con los ojos heridos sin remedio por el sol reflejado en el mar, o el polvo arcilloso de la montaña en verano. Aquellos cuadros fueron mi primera ventana a la realidad que tan bien me acogió –con tanta calidez-. Las otras ventanas fueron el enorme mirador del salón y aquel gigantesco televisor de tubo, con películas que ya nadie ve y el latido mortecino de las líneas de barrido, que hacen palpitar la imagen.
Y aquella lejana tarde de invierno, lo que la pantalla ofreció fue una película en blanco y negro. Como casi siempre que esto ocurría, mi abuelo, con su bata de máximo abrigo y su voz grave, aclaraba: “Esta la pusimos en los cines”. Supongo que, a medida que se envejece, entendemos el mundo gracias a nuestros recuerdos y apoyamos las experiencias presentes en las pasadas. Así todo es lineal, uniforme y comprensible. Manejable en definitiva. Pero a mí, aquellas aclaraciones me servían para hacer volar mi imaginación, para recrear un cine antiguo, con butacas de terciopelo rojo y un pequeño palco superior, con su altura libre de tres pisos y un amago de escenario abrazando la pantalla. Y el cañón de luz del proyector, con su murmullo mecánico de reloj de precisión y su facultad para trasportar la imagen a través del aire. A través del polvo en suspensión, que empaña la imagen final, como se empañan los recuerdos. Yo lo agradezco, así mi vida parece una película, y uno siempre es el protagonista, por muy mal pagado que esté.
Así pues, hundido en el sofá mullido, con el televisor sustituido por la penumbra de un cine cerrado y la expectación de un niño de cinco años, la programación perdió su color y comenzó a latir con la primera película que recuerdo: El sueño eterno. Años después he podido verla en varias ocasiones. La primera vez fue quince años después del primer visionado y la sensación no fue decepción, sino desconcierto. En primer lugar, porque no entendí nada y, en segundo, porque no entiendo como pude aguantar todo el metraje con tan sólo cinco años. Aun así la disfruté y la sigo disfrutando de vez en cuando. Tal vez con el tiempo haya conseguido desentrañar la trama del montaje más incomprensible de la historia del cine –hoy en día sería un ejercicio de vanguardia-, pero no se la contaré. Al fin y al cabo puede ser un buen pasatiempo y es la mejor manera de afrontar la película, como el detective protagonista, tratando de desentrañar el misterio.
Lo que quedó para siempre fue Humphrey Bogart. No Philip Marlowe, a quien encarna, o tal vez sí, o tal vez fueron lo mismo uno y otro. Sea como fuere, yo quise ser Humprhey. Y quise ser él antes que James Bond, Regminton Steele o Terminator –sí, esas eran mis aspiraciones-. Aquel tipo bajito, canijo, con aquellos rasgos toscos y talante canallesco me conquistó para siempre. No sé si la primera vez llegué a entender del todo su cinismo, su ironía y su cansancio de existir, pero creo que me quedé con la esencia. Saqué una conclusión inequívoca de la que luego hice bandera: la actitud y la personalidad nos definen por encima de nuestro físico. Y la atracción de lo intangible al final es más fuerte y duradera que la física.
Desde entonces, empezaron a gustarme los sombreros –un poco ladeados- y las gabardinas y los misterios turbios. Desde entonces vivo a medio camino entre lo que quiero ser y lo que soy, entre la ficción que escribo y la realidad que vivo. Y las entretejo hasta perder el sentido, hasta creerme capaz de atravesar el aire iluminando el polvo en suspensión para llegar a la pantalla en forma de letras. Las entretejo hasta hacer de mi vida un sueño eterno del que no quiero despertar jamás.



jueves, 1 de marzo de 2012

Un toque de atención.

Cuanto más tiempo pasa desde la victoria de la derecha, más se me confirman las sospechas habituales. La primera y más importante es el gran error de Zapatero, que fue quitar importancia a la crisis. A mí me defraudó en su momento, por la intencionalidad, pero luego me cabreó definitivamente, por lo tonto de la estrategia. Antes de llegar Rajoy, ya supuse lo que iba a hacer; exactamente lo mismo que Zapatero –lo que diga Merkel-, pero haciéndose la víctima y por boca de Soraya. Todo ello desde algún lugar escondido en el rincón más oscuro del sótano de la Moncloa. Y ahí sigue.

La segunda sospecha es que “se iba a montar la de Dios”, porque, si bien los recortes socialistas fueron de todo menos socialistas, ahora los lleva a cabo el Partido Popular, lo que me demuestra una cosa: preferimos que el PSOE actúe como un partido de derechas a que lo haga un partido de derechas. No nos indigna ya desde el principio que el Partido Socialista sea monárquico (!), o que financie a la Iglesia con mayor generosidad que cualquier otro. En cambio, nos llevamos las manos a la cabeza si el místico de Camps, un tipo que le guiña el ojo a Dios, decide gastarse una millonada de dinero público en invitar a Valencia a ese Papa tan siniestro.

Supongo que no sabemos identificar la ironía, o que nos gusta que nos peguen palos los que no tendrían que hacerlo, aunque sólo sea por la sorpresa. Porque de palos va a tratar el asunto, según parece. De palos, huevos, piedras y espráis; del moderado y civilizado 15-M, a romper cristaleras de bancos, pintarrajear escaparates y quemar coches y motos de gente que no tiene la culpa de nada. Y, claro, como ahora gobierna la derecha –los Mossos de Esquadra no cuentan, siempre han sido apasionados en exceso-, la policía se comporta como la de los buenos tiempos y reparten porrazos a diestro y siniestro, a hombres y mujeres por igual, a jóvenes y mayores en la misma medida. Que no se diga que hay discriminación.

Y mientras tanto, unos cuantos manifestantes, los menos, los pocos energúmenos de siempre, siguen sin darse cuenta de que la violencia siempre desautoriza. El vandalismo nunca ha sido un mensaje muy profundo y no creo que refleje ninguna ideología progresista, a no ser que nos hayamos vuelto dadaístas. Quienes se manifiestan, cargados de derechos y de razones, deben ser los primeros en entender que las sirenas callan las proclamas y que las pintadas emborronan los lemas. Quizás la situación se haya agravado, quizás el gobierno esté legislando –por fin- como lo que es; un gobierno de derechas, y quizás la policía actúe de acuerdo a nuevas normas, que vienen de las más viejas, de las afines a los gobernantes actuales. Pero precisamente por todos esos quizases, por muchas ganas de gritar que tengamos, siempre será mejor hablar. Y será mejor escribir que pintarrajear y encender los ánimos que incendiarlos y lanzar mensajes en lugar de huevos. Ahora que el gobierno se comporta como corresponde a su herencia de partido fundando por franquistas, los estudiantes deben comportarse como corresponde a su condición. Su condición de intelectuales. Su condición de futuro inmediato.

Es sólo un toque de atención, antes de que los toques se conviertan en tiros y la atención en despiste.

jueves, 16 de febrero de 2012

Urdangarín, plusmarquista.


Seguramente ya estemos todos un poco hartos del tema; será por sobreinformación, por acumulación de voces –gritos-, letras y videos. Aunque, ahora que lo pienso, si no lo hubiéramos oído una y otra vez, tampoco nos sorprendería. Al fin y al cabo, que la corona se queda con dinero público es algo que sale en el Boletín Oficial del Estado. Y, si consideran que decir eso es ser tendencioso, diré mejor que no todo el dinero público que se queda la corona sale en el BOE, tal vez lo prefieran así. Eso sí, no estoy hablando de los réditos de Urdangarín, sino de las residencias habituales de la Familia Real, que forman parte de Patrimonio Nacional, o de los gastos de personal, servicio, viajes, recepciones, seguridad y la Guardia Real, que tampoco les cobramos. Si lo hiciésemos, los míseros ocho millones y medio de euros –calderilla, vea usted- pasarían a casi sesenta, lo que no figura en el BOE como parte del montante monárquico. Si acaso lo podremos ver en unos pocos sorteos de los Euromillones.

En España, la monarquía se presenta como una Institución imprescindible. Y, claro, cualquier cosa que se tilde de “institución” lo parece. Lo que no sabe nadie muy bien es por qué es imprescindible. Y menos aún por qué existe. No es necesario entrar en que al rey lo puso Franco, o en que la Constitución del 78 lo desnudó de poderes. Eso poco importa. Tampoco importa mucho que la Constitución no haya sido votada por el 66% de los españoles, porque no éramos mayores de edad o ni siquiera existíamos. Lo realmente importante es por qué está ahí Urdangarín.

El interesado –no vean doble sentido en el término- lo verá de otra manera, porque cualquier español de a pie puede asumir que un político sea un ladrón, de hecho va siendo costumbre. Lo que ese ciudadano no se podrá explicar es por qué un individuo que no ha sido elegido por nadie, al que nadie votó en ninguna constitución y que carece de funciones políticas no sólo recibe dinero público, sino que además utiliza su posición para sacarse un sobresueldo.  ¿Y su posición cuál es? Pues consorte, lo que viene a ser como un florero humano, un florero gigante, caro y con mucha más ambición que cualquier florero al que estemos acostumbrados.

Así se explica que un día se cansase de ser florero y quisiera ser maceta. Y así salió a buscarse las flores y encontró el campo lleno. Será porque llevaba el escudo de la realeza en la frente y todos sabemos lo que genera la monarquía: pleitesía, súbditos. Y más en los políticos, que son seres advenedizos, que son monarcas frustrados aunque refrendados por la democracia y que darían su vida por rozar la chaqueta del Rey. No quiero pues ni pensar lo que darían por un chascarrillo real, de eso nacidos del campechanismo más siniestro. Bueno, a lo mejor sí. Puede que le regalasen un yate a medias con su dinero, a medías con 400 millones de pesetas de los ciudadanos baleares, que también le pagan las vacaciones. Es fácil invitar a cuenta de los demás.

Si me permiten la frivolidad, esto ha pasado por meternos tanto con Marichalar. Miren que a mí, por muy republicano que sea, le supe ver su encanto, tan personal, con sus pashminas y su nueva cojera, tan aristocrático, con esa cara de rancio abolengo, sea eso lo que sea. Con su pasado de buena familia, sus altos cargos en marcas de lujo –hay que ser consecuente-, su mujer –la infanta menos agraciada- y sus hijos feuchos. Eso sí es la realeza, sin aspiraciones, porque ya lo tienen todo y un poco tocados por la endogamia. Sin embargo, Urdangarín, tan venido a más, con tan buena pinta, con unos hijos tan guapos y su mujer, que no es tan complicada de ver como la otra infanta –infanta naranja, infanta limón-… Ahora que lo veo correr delante de la prensa se me vienen dos pensamientos. Uno exculpatorio: “Yo también correría si viniese Telecinco”. Otro no tanto: “No lleva chándal, no tiene prisa, ¿por qué corre?”.

Claro, que no es la primera vez que la monarquía tiene que salir corriendo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Pienso, luego existo.


Desde hace unos días vengo luchando contra una disyuntiva que me trae de cabeza. Siempre me he presentado ante el mundo como un ser radicalmente racional, pétreo casi de tan tangible y terrenal. Sin embargo, la propia racionalidad y, más concretamente, el pensamiento me ha planteado un gran problema en su propia condición de inmaterial. Me explicaré mejor: todo vino de una conversación en apariencia metafísica, pero ya casi mundana de tan manida, cuyo objeto no era otro que la existencia de una inteligencia desligada del cuerpo.

Como ustedes podrán suponer, mi postura fue la que siempre ha sido, que no. Que nuestro ser más inmaterial necesita de la base física para poder funcionar, que el cerebro, con sus impulsos eléctricos alimentados por nuestra energía, es el que genera el pensamiento. Que todo viene de la manzana, el filete o el whisky que nos tomemos, si me permiten el efectismo. Que nuestra alma no es más que el procesamiento del mundo que nos rodea, cosa que no deja de ser mágica y apasionante.

No obstante, no es un argumento que suela convencer a los más espirituales. Yo, que tengo vergonzosas debilidades poéticas, apenas me puedo erigir como adalid de la ciencia. Al contrario, soy un hombre de letras, pero tampoco olvido que el conocimiento científico nació del filosófico y el filosófico del simple diálogo trascendental con uno mismo. Por eso me paro a escuchar y pongo en duda no sólo lo espiritual, sino sobre todo lo material, lo que creemos conocer. Porque lo más cercano es lo menos cuestionado. Y, de entre lo más cercano, lo más familiar y desconocido somos nosotros mismos.

Y es que, entre tanta materialidad que tanto me tranquiliza, entre tantos átomos, células, nervios y órganos, nace algo absolutamente inmaterial. Nuestro pensamiento. No dudo del proceso mediante el cual transformamos nuestro alrededor en energía, no dudo de los instrumentos físicos que lo posibilitan, pero me quedo desarmado ante el momento en que consiguen crear de la nada algo que no existe físicamente, algo que no reside en ningún domicilio fisiológico, algo que nos define más aun que nuestro físico.

De momento sigo pensando en la necesidad de lo físico. No creo en la trascendencia del alma más allá del apagón vital, pero me pregunto por la trascendencia del pensamiento una vez liberado de sus ataduras corpóreas. Esa energía, ya formada, con una personalidad y unos rasgos definitorios, ¿cómo se deshace? ¿en qué se transforma? Si fuese sólo electricidad, probablemente nos quedaríamos en una toma de tierra un poco más mística que el calambrazo de un cable pelado. Pero, si sólo fuese electricidad, el pensamiento podría cuantificarse, podría medirse, y además podría reproducirse fuera del cuerpo, fuera del cerebro, en un aparato que tendría la misma categoría que una persona. Nadie podría negarle su legitimidad, pues es el pensamiento lo que nos define.

Sea como fuere, me resisto a aceptar que el pensamiento sólo está compuesto por energía. Algo que va en contra de todo mi sistema de creencias me dice que nuestra expresión inmaterial es mucho más que el resultado de un proceso celular. No me refiero a nada religioso o espiritual en el sentido clásico de los términos, sino más bien a algo que todavía no se ha descubierto, algo emocionante: el momento en el que nuestro ser tangible, dependa o no de lo material, se torna intangible . Y, sin embargo, sigue existiendo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Todavía sigue siendo magia.

A I ván.

Como ya les conté, la semana pasada pude disfrutar de unos días de asueto en Alicante. Pues bien, uno de mis entretenimientos preferidos desde la infancia consiste en registrar una y otra vez cualquier cajón que se me cruce en el camino. Da igual que lo haya abierto mil veces, poco importa que conozca su contenido de memoria, porque de vez en cuando–cada vez menos- encuentro algo que creía perdido. En este caso, el protagonista del hallazgo fue un libro, pero no un libro cualquiera, sino uno de los libros que más he disfrutado. El título, Todo sobre fantasmas. ¡Qué más se puede pedir!

Todavía recuerdo perfectamente el día que lo compré, un atardecer nublado en plena feria del libro. Debía de tener unos doce años y andaba holgazaneando por la ciudad con mi amigo Iván. Cuando lo vimos, apilado junto a otros en un puesto tan idéntico a otro como todos los demás, no pudimos resistirnos. No teníamos dinero suficiente, así que nos tocó ir a nuestras respectivas casas a coger la cantidad precisa –no recuerdo cuántas pesetas- y bajar con el corazón en un puño, con el miedo galopando en las sienes por si alguien había adquirido milagrosamente los veinte ejemplares. Pero, contra todo pronóstico, ahí seguían, listos para forjar leyendas indelebles en nuestras breves existencias, así, sin pretensiones ni dramatismo.

No me lo creía cuando lo recuperé, al fondo del armario del escritorio, impecable, impoluto, como la Biblia que nunca tuve. En la portada, el título, una fila de monjes fantasmales y una somera enumeración de los temas tratados. El mundo se quedó en silencio. La ruidosa casa de mis padres se convirtió en la cripta de una catedral desierta y yo abrí mi libro como la primera vez, como cada vez que abro un cajón, o como cada vez que me despierto, con la absoluta certeza de que lo cotidiano esconde secretos maravillosos. Y así fue. Nada más volver la página, se me vinieron a la cabeza decenas de imágenes, cómo la tarde que compramos el libro, cuando nos sentamos en un banco a bucear en sus increíbles historias. Pero sobre todo aquella primera noche, cuando me quedé a solas con mi ejemplar en la habitación, con todo en silencio y empecé a revisar las fotos de los fantasmas, los relatos sobre casas encantadas o buques errantes y, más que nada, el capítulo titulado “Cazador de fantasmas”.

Ahora, con mi visión algo desengañada, miro con una mezcla de condescendencia y ternura en pretendido aspecto profesional de la publicación. Pero, en su momento, a pesar de identificarlo como un libro juvenil, por no decir infantil, todo aquello encajaba a las mil maravillas en mi realidad. Porque, aunque soy ateo de nacimiento y carezco por completo de conciencia religiosa, siempre me han fascinado las historias de fantasmas. No lo puedo evitar, va contra toda mi racionalidad y, desde luego, no quebranta mi escepticismo. Sin embargo me gustan, me resulta adictivo el cosquilleo del miedo en la nuca, o el escalofrío que primero hiela y luego reconforta. Será que aunque no crea en el más allá, el más acá me ha influido sin remedio. No es algo que oculte. En cierta forma, creo que hace juego con el resto de mis gustos frívolos, pero me quedo sin argumentos cuando alguien me señala lo incongruente de mi pasión: “Si no crees lo más mínimo, no puede tener gracia”. En esas ocasiones, replico que sí la tiene. Porque creo a muchas personas que dicen haber visto un fantasma, porque yo mismo lo he visto. Pero no creo en el fantasma, creo en los engaños del cerebro, en la sugestión, en esa increíble experiencia que transgrede las leyes de lo racional, como el amor, la ira o la poesía. Sólo por eso ya merece la pena.

Y sólo por eso, una tarde, poco después de comprar los libros, Iván y yo salimos a cazar fantasmas. En el capítulo al que me referí antes recomendaban una cámara con película de infrarrojos. A nosotros nos bastó mi vieja cámara y una lámina trasparente de plástico rojo y un montón de casas abandonadas en la playa de San Juan, fruto de planes parciales y expropiaciones múltiples. Cogimos dos bicis y recorrimos cada casa haciendo fotos, fotos que luego fueros rojas, fotos con nubes blancas que salían por las ventanas y se introducían por las puertas. Cuando las recogimos del revelado no podíamos creerlo. Habíamos fotografiado formaciones fantasmales. Ni se nos pasó por la cabeza que la lámina de plástico rojo delante del objetivo debía reflejar y deformar hasta el más mínimo rayo de luz. Y qué importa, si fue una de las tardes más increíbles que recuerdo, con el consiguiente debate, la posterior investigación y anotación de los resultados, ya documentados, en un cuaderno de campo. Aquello no tiene precio.

Así que, a día de hoy, seguiré investigando el mundo con esa misma mirada. Abriré todos los cajones que se me crucen en el camino y me entusiasmaré como entonces cuando las cosas parezcan salir bien. El mundo es cuestión de percepción y más en estos tiempos en que nos hipotecan la felicidad, en que los ladrones dan gracias a dios por su absolución y en que la justicia cree que puede seguir siéndolo sin mirar al pasado. Yo prefiero ilusionarme con lo más banal y no me importará descubrir la trampa años después, porque en su momento no fue un truco, y eso hace que todavía siga siendo magia.

miércoles, 25 de enero de 2012

El alma atragantada.

Hoy vuelvo a escribir sobre la misma mesa que más horas me ha visto escribir. También sobre el mismo teclado del mismo ordenador. Y me da miedo dar tanto poder a las cosas, creer que influyen sobre mi estado de ánimo, sobre mi creatividad –sea eso lo que sea-, o sobre mi agilidad de juntaletras. Aquí encima, en esta misma posición, rodeado de cientos de trastos acumulados durante la infancia y la adolescencia, escribí esa novela que no me atrevo a revisar. Pero también estudié, garabateé mis primeros poemas y dibujé con plastidecor casas en las que quería vivir de mayor. Ahora lo veo bien; esto es un santuario. Y perdonen si me pongo místico, pero los lugares son lo que en ellos se ha vivido. No digo que se impregnen de ningún tipo de energía psíquica, sino que las personas están inseparablemente unidas a sus entornos, y cuanto más íntimos, más profunda es la unión. Prestamos alma a lo inerte.

Por eso aquí se me viene la vida encima. No la vida que me queda, sino la que fue, que es la que importa, la que me hace ser quien soy, la que me ha traído hasta aquí de nuevo. Y vengo reconciliándome con todo como si lo palpase con los ojos, como si lo viese con la piel, o lo escuchase con la boca y saborease sus sonidos –el eco de las teclas sabe a café-. Nada ha cambiado prácticamente, y sin embargo yo soy distinto. Serán esos brotes de filósofo presocrático que de vez en cuando asaltan mi tranquila indiferencia, pues me vuelvo intenso, me pongo estupendo y escupo trascendencias, inmanencias y mudanzas. Se me atraganta el alma en la garganta para escapar de mi cuerpo cambiante y empadronarse en el mundo de las ideas. Allí Platón sortea pisos de protección oficial. Da igual la hipoteca, ¿qué son unos euros a cambio de ser la esencia de las demás cosas?

Pero yo trago saliva, cuando no café o whisky, y bajo el alma hasta su sitio-el alma vive en el estómago-. Se me rebela y carraspeo para amonestarla, o para hacerle cosquillas y que me sonría y se desarme ante mis zalamerías. Intento ligármela, me pongo seductor y platónico. Le explico que no tiene por qué aspirar a ser una idea de mí mismo, porque todavía está inconclusa. Se lo toma mal, me dice que ella me hace ser quien soy y que pasa de la experiencia. Yo la invito a una copa y le digo es inmanente y que puede aprovecharse de mí. Eso le gusta, me sigue el juego. Y yo lanzo los dados en forma de órdago. Le susurro al oído que el mundo de las ideas es nuestro, porque tenemos las palabras, que yo la necesito para que sean más que objetos y que ella me quiere para enseñarle lo material, para hacerla vibrar con los sentidos, para colmar de placer cada párrafo de mi vida. Para escribirla y hacerla eterna.

Mi alma no es la mía, pero se deja querer y yo la quiero. No la vendería; ya regalé la mía a quien me dio la suya.



miércoles, 18 de enero de 2012

Una agonía médica.

Cuando pienso cosas como la siguiente me siento un poco testigo de Jehová o un naturópata desquiciado: ¿Hasta qué punto la medicina va contra natura?¿Dónde está el límite entre el tratamiento y la agonía médica? No se alarmen, mi racionalismo está fuera de toda duda y, también en este caso, me alejo asqueado ante chamanismos y supersticiones estúpidas. Es más, suelo ser de la opinión de que el ser humano no puede crear nada que sea contra natura, porque hasta el más terrible veneno y la más agresiva radioactividad están compuestos de las mismas partículas que nosotros. Sólo es cuestión de orden.

Sin embargo, por motivos personales, en los últimos días he visto que también es una cuestión de uso. Me explico: sigo de acuerdo con la premisa de que todo lo humano es natural, por más químico y artificial que sea, pero no así su utilización. De hecho, en ciertas circunstancias, luchamos contra el orden de las cosas con un empeño suicida, hasta dejarnos la dignidad en el camino con tal de vencer nuestra suerte.

No se puede preservar la vida a toda costa.Tal vez les parezca incompatible con mis creencias racionales y seguramente me echen en cara un doble rasero, pero el tema es más complejo y va más allá de dobles y triples raseros, como si quieren ser cien. Es más, habrá tantos raseros como personas y casos concretos. Yo jamás me opondría a salvar la vida de una persona que, al recuperarse, pueda disfrutar plenamente de su existencia. Y, por ello, tampoco entenderé esa obcecación maliciosa por mantener un corazón latiendo cuando el resto de la persona ha dejado de latir. Somos mucho más que una maquina. Digan lo que digan y lo llamen como lo llamen, tenemos alma. No creo que sea algo trascendente, pero sé que mientras vivimos existe y que, cuando el alma muere, el cuerpo sólo es un montón de carne. Prefiero no pensar en la cantidad de cuerpos sin alma que siguen funcionando, aunque sólo sea como entidades materiales, como una planta, o aún menos.

Y luego están los familiares y el egoísmo, cosa que puedo entender. La pérdida de un ser querido es el trance más doloroso por el que puede pasar una persona. Porque los demás son parte de nosotros mismos. El problema viene cuando no podemos asumir que seguirán siéndolo, en nuestros recuerdos y en aquello que aprendimos de ellos, o cuando necesitamos aferrarnos a una imagen tangible, una imagen que no tiene nada que ver con la que rememoramos y que terminará por sustituirla. Una imagen grotesca y desconcertante.

Creo en el derecho a la vida sobre cualquier otra cosa, y en consecuencia creo en el derecho a la muerte. La vida de un hombre sólo le pertenece a él y sólo él debe decidir cuándo poner el punto y final. Sin embargo, son muchos los casos en los que el enfermo no puede decidir por sí mismo y entonces deberá ser la familia y los médicos quienes se armen de valor y de sentido común. De lo contrario habrán salvado un cuerpo, pero no habrán devuelto la vida a nadie, porque la muerte es parte de la vida. La medicina nos ayuda a esquivar el final mientras queramos y podamos, pero no a costa de crear una ilusión de vivir. O una vida en la que preferiríamos estar muertos.

miércoles, 4 de enero de 2012

Algo más cierto que la propia verdad.

Después de cuatro meses sin ver el mar, lo encontré enorme. Yo lo recordaba más pequeño, menos desértico, más profundo. Pero estaba aplastado, liso, asténico, si eso es posible. Parecía que le hubieran quitado las burbujas que lo hacen hervir, o las rocas a las que tiene que adaptarse a golpe de ola y hasta las corrientes que lo tejen en franjas de distintos azules. No sé qué le encontré, que lo miré con ojos de extraño después de toda una vida juntos. Anduve buscando esa mueca de espuma que siempre reconocía, o aquella curva de cadera en su orilla, o la lengua de agua trasparente sobre la arena que viene, limpia y se va, que borra las huellas una y otra vez. Y no estaba.

Algo desconcertado miré al cielo -que es lo que hacen los humanos cuando no saben explicar las cosas- y vi un lienzo de nubes perfectamente recortado y delimitado. Me pareció el borde de un blando edredón nórdico. Si hubiera sido lo suficientemente alto, habría intentado tirar de él y cubrirme, o echarlo al mar, a ver si se convertía en temporal. Todo muy extraño, muy ajeno. Pensé que sería debido a aquello que dicen de tomar distancia para ver las cosas con perspectiva. Y no hay mayor distancia que la del tiempo. Cinco minutos son mucho más que cinco metros, pero yo siempre he preferido la cercanía, hasta de lo malo, quizás para poder controlarlo, o al menos intentarlo.

Será por eso que me sentí extraño en mi tierra, o mejor; que sentí mi tierra extraña. Caminé unos pasos por la orilla. Me descalcé para reconocerla con el tacto, casi como dos amantes ciegos que se saben de memoria. Encontré la arena fría y mojada y paseé por la orilla sin rumbo definido. Cuando empecé a sentir más frío de la cuenta, di la vuelta y, sin previo aviso, todo volvió a ser como siempre. La arena de la orilla no tiene memoria. Mis pasos habían desaparecido y, una vez más, me vi en mitad de la playa sin un solo indicio de cómo había llegado hasta allí.

No existía el pasado. No existía ningún recorrido, como si hubiese llegado volando, como si hubiese caminado sobre el mar plomizo y plano de aquel día. De pronto, una ráfaga de viento y una ola inadvertidas habían bajado el telón de la irrealidad y habían disuelto mis días de ausencia. Volví entonces sobre mis pasos borrados, sintiendo que ya no me pertenecían, y pensando que la memoria tiene esas cosas. Nuestra realidad es cambiante y los recuerdos la reflejan en sus miles de combinaciones, hasta el punto de distorsionar la verdad para convertirla en algo aun más cierto. Por eso, al ver sólo una cara más, un momento detenido en un día cualquiera, la imagen no concuerda y la memoria parece falsa.

Tan sólo hay que esperar un tiempo, dejar que corra el día para que la luz ilumine de otra forma, o las olas rompan de una manera determinada, o el viento sople de donde toca, o que ella vaya de mi mano. Entonces nuestro pasado se pondrá en marcha y empezaremos a relacionar matices con otros del presente. Aunque sean momentos distintos, sentiremos que el mundo late de nuevo con nosotros. Porque el devenir, por sí sólo, sin conexiones previas, es magia; magia sin trucos. Un decorado que no sabemos explicar, o una explicación que solemos decorar.