martes, 23 de febrero de 2010

Disculpen las molestias.

Esta semana, y sin que sirva de precedente, lamento no poder ofrecerles el habitual artículo de La realidad a tientas. Les ruego disculpen la informalidad y les emplazo para la semana que viene, en la que espero ofrecerles un texto digno de sus expectativas y fidelidad.

Muchas gracias por su comprensión.

Nacho Carratalá.

martes, 16 de febrero de 2010

Un fantasma del futuro.

Queridos lectores, sé que están hartos de la crisis. Tanto por la repercusión mediática, como a nivel personal en la medida en que les haya afectado. Sin embargo, ya que no he entrado en el tema, permítanme que les haga llegar uno de esos aspectos que son dignos de mi realidad a tientas. Un aspecto distinto, aunque tal vez tópico y peliculero –saben que me pierde la frivolidad-, que sirve de metáfora de un concepto que me fascina: la incongruencia.

Reconozco que, quizás al vivir mi vida como una ficción sin especialistas, me ocupo más de los aspectos efectistas o llamativos. No tengo miedo de ser tendencioso, sé que lo soy y jamás trataría de disimularlo. En cambio, sí tengo miedo de no saber hacerles llegar mis sensaciones de una manera clara, para que ustedes puedan experimentar, si no el desasosiego, por lo menos sí la extrañeza. Porque la extrañeza nos devuelve la fe en que no vivimos en un universo prefabricado. El mundo Ikea a la medida de todas las personas es terriblemente tedioso al lado del mundo personalizado y artesanal de cada uno.

Hace unas noches, me decidía por uno de esos paseos nocturnos que me llevan por Madrid como a un Dorian Gray sin posibles. La mala conciencia no me dejaba dormir y los imposibles me estiraban de las pestañas en direcciones opuestas. No me quedaba otra y decidí ceñirme a mi radio de acción en materia de paseos. Un jersey y un abrigo más tarde, las suelas de mis zapatos castigaban las aceras adormecidas de una ciudad desierta y congelada. De nuevo el silencio ajustado a mi cuello y las manadas de taxis fantasmas recorriendo Príncipe de Vergara con ansia de clientes alimenticios.

Enfilé la calle cuesta arriba, esperando encontrarme con el méndigo del paseo anterior. Tal vez para responder afirmativamente a su enigmática pregunta*. Pero no había rastro de su cárcel de cartón, lo que me hizo plantearme su existencia. “Hombre, no tiene por qué estar siempre en el mismo sitio”. Y comencé a jugar con la posibilidad de un mendigo fantasma que interrogaba transeúntes taciturnos acerca de cuestiones que los atormentaban. Me dije que lo hacía en un vano intento de encontrar la solución a la pregunta que un día le hizo perder la cabeza. Y sólo había dos posibles desenlaces: o bien obtenía la respuesta que buscaba y conseguía purgar su alma y descansar en paz, o bien el transeúnte perdía la cabeza y lo sustituía en su infausta suerte.

En esos delirios andaba cuando llegué a la altura del Auditorio Nacional, frente a la colonia de chalets de Cruz del Rayo, que es junto al Viso uno de los rincones más exclusivos de la zona norte de la ciudad. Acompañando el trazado de las aceras, un reguero de coches carísimos formaba una suerte de seto de acero con llantas de aleación. La luz de las farolas relucía sobre su brillante pintura e iluminaba los lujosos interiores huérfanos de pasajeros. Pero, de improviso, mis ojos frenaron en seco al topar con un imponente Mercedes Clase E azul marino. Entre sus exquisitos guarnecidos se guarecían cuatro personas fuera de lugar. Una familia entera cubierta por dos edredones nórdicos que imaginé arrancados de la cama en el último momento. (Hijos míos, nos desahucian).

Pensé en la oscuridad del maletero cerrado y en los contornos de las maletas llenas que lo ocupaban. Pensé en cómo las había hecho el padre días antes, sabedor de lo inevitable, sin decir nada a su familia. Hasta el último momento no pudo enfrentarse con las miradas desconcertadas de sus hijos ni de su mujer. Quizá conducía cada mañana su flamante Mercedes para asistir a ningún trabajo, preguntándose cómo arreglar la situación. Y no sabiendo qué responderse.

Yo no quería mirar, pero miré a través de los cristales tintados. Detrás los niños dormían y la mujer delante también. Pensé en aquella familia modelo, durmiendo en mitad de la zona residencial modelo, a unos metros de su casa, sobre los asientos de cuero de su coche modelo y me agaché un poco para mirar al hombre. Él no estaba durmiendo. No podía ni podría volver a hacerlo porque buscaba una respuesta a todo aquello. En ese momento aparté mi mirada de la suya, incapaz de aceptar que miraba los ojos del mendigo con quien hablé meses atrás. Tal vez entonces sólo era un fantasma del futuro que huía de sus pesadillas. Un sosias escapado de los sueños que lo atormentaban, mientras su cuerpo dormía en una cama con fecha de caducidad.
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*En referencia al artículo Madrid y silencio. La realidad a tientas, 22 de Diciembre de 2009.

martes, 9 de febrero de 2010

Temperamento artístico.

No me gusta colgarme medallas de artista, pero sí sus defectos. Tal vez porque me interese más la vida oscura del artista que su brillante y exitosa cara. Y me interesa porque en ella se esconde el detonante de toda la pasión, el motivo por el cual el artista se decide a crear. Yo no soy un artista –siempre he sido aprendiz de todo y maestro de nada-, pero sí reconozco en mi personalidad los rasgos patológicos de una persona entregada al arte. Podría decirse que me falta el talento y me sobra el temperamento.

Paso noches en vela pensando fantasías que sólo me llevan al amanecer con los ojos rojos y el alma cansada. Tengo cambios de humor constantes. Cualquier problema es un dilema moral y metafísico. Me hundo y salgo a flote en cuestión de horas. Fanfarroneo y necesito una constante aprobación de todo cuanto hago. Y se me cae el ánimo a los pies si no soy capaz de expresar lo que necesito decir. Todo este desastre existencial se debe a un diálogo interno que siempre termina en bronca y sin una solución acertada.

No obstante, siempre tiene que haber una chispa que encienda esa guerra interior que me pone en marcha y me hace escribir. Seguramente mi calidad intelectual no es la esperada y mis intereses sociales no consiguen motivarme lo suficiente. Por ello no suelo escribir acerca de los terribles envites que sufre el mundo. Todas las guerras, las muertes, el hambre y la injusticia me conmueven, me estremecen, pero no me sientan frente al teclado. Es posible que lo consigan las emociones que me provocan, pero no el hecho en sí.

He pensado mucho en ello y no sé si achacarlo al egoísmo –muy compatible con mi temperamento artístico-, al egocentrismo o a la autocompasión. Esto último me resulta absolutamente repugnante, así que me quedo con cualquiera de las dos primeras. En mí, la chispa suele venir de la inspiración y la inspiración viene de las musas. Sí, lo sé, suena místico, ñoño y hasta cretinesco, pero es la pura verdad.

¿Y qué son las musas? Pues bien, eso depende del carácter del artista. Si el artista es un tipo jovial y triunfador, las musas serán todas aquellas personas del sexo contrario – o no- que le inspiran las obras que crea. Y esas obras, dada la condición del artista, serán igualmente alegres y autocomplacientes. Así que probablemente se le tache de superficial o banal y se le olvide o no se le tenga la debida consideración. Porque parece que un artista debe ser un tipo atormentado, taciturno, amargado por lo único que le ha dado la espalda y despreciativo con el resto de sus triunfos.

En este ideal de artista amargado cabe algún tipo de drogadicción y desde luego la chulería, la prepotencia y la aparente sobrevaloración para esconder todo lo contrario. En verdad, esa persona tan impresentable lo único que intenta es autodestruirse porque se odia –con mayor o menor intensidad- y se siente un fracasado, aunque sea un triunfador. Esta sensación va y viene y, de vez en cuando, surgen atisbos de humanidad y muestra dudas o inseguridades. Pues todo lo que hace lo hace para satisfacer a una musa que no está sedienta de su arte. Quizá lo aprecie, tal vez lo considere, pero, desde luego, no se atreve a entenderlo.

Y es que ser musa tampoco debe resultar sencillo. Bien mirado, que un tipo insoportable y autodestructivo esté obsesionado contigo hasta el punto de consagrarte su talento no resulta ni tranquilizador, ni cómodo. Pero, ¿qué sucedería si por un momento la musa se deja querer, si corresponde al interesado y aprecia, no sólo el arte, sino al artista? Y no como artista, sino como persona. No sé qué pasaría, pero por aventurar podrían pasar tres cosas: la primera, que su arte se tornase luminoso y nítido, manteniendo la calidad y la pasión; la segunda, que como es propio de la condición humana perdiera el interés por su musa, una vez descendida de los altares, y se buscase a otra más inalcanzable. O, la tercera, que directamente no encontrase esa chispa y se sintiese perdido al no tener la necesidad de crear.

En cualquier caso, lo que parece es que un artista es un ser siempre insatisfecho que, de una u otra manera, acabará teniendo que decidir entre su felicidad y su arte. Y no hay felicidad sin arte, pero sí arte sin felicidad.

martes, 2 de febrero de 2010

El terrible hombre de enfrente.

A Mayte, gracias.

La atracción por las ventanas de enfrente es más fuerte que mi ya de por sí laxa moral. Desde que llegué a Madrid y recuperé mi estatus de madrileño impasible, descubrí con gran ilusión la estrechez de la calle que me une y me separa de mis vecinos. Al principio uno se refugia tras cortinas y persianas, pero llega un momento en el que se siente acompañado y olvida la vergüenza y la privacidad. Salvo honrosas situaciones, claro.

El caso es que día tras día me asomo al balcón en mitad de la noche. Sobre mi cabeza, el cielo rojizo y manco de estrellas y, en el ático de enfrente, un solitario punto de luz. Una especie de Marte artificial que cobra intensidad y la pierde, cobra intensidad y la pierde. Como un pequeño planeta que respira. Si fuerzo un poquito la vista, reconozco de inmediato a la abuela fumadora y su pequeño Marte de bolsillo en forma de cigarro que nunca termina de matarla. Cada noche se acerca cojeando a la terraza, apaga las luces y se acoda sobre la barandilla a ver si la vida se consume al compás de sus interminables caladas.

También están los vecinos folladores al trasluz de las cortinas y la pareja de ancianos donde ella pinta cuadros y él construye barcos en miniatura. Todo con tal de no hablarse. Ella nunca lo retrata y él nunca la lleva a navegar. Pero, de todo el mosaico de ventanas, una en particular ha acaparado mi atención hasta hace unos días: la ventana del Terrible Hombre de Enfrente.

Es una ventana como las demás. Una cuenca vacía con la misma vulgar carpintería de aluminio, sin pestañas ni párpados. Sin cortinas ni persianas. Siempre abierta y reseca por la falta de parpadeo y, a pesar de todo, con un interior gris que parece girar la cara al sol. Ahora está abandonada, pero antes tampoco había calidez. No había vida y, sin embargo, un corazón se dejaba escuchar reclamando la atención de su dueño. Él ya se había olvidado de que latía, total apenas lo necesitaba y no le importaba mucho que se declarase en quiebra. Quizás porque ya se quebró una vez hace mucho tiempo y esa fue la causa de todo.

Yo no podía evitar mirarlo. Me escondía entre las rendijas de mi persiana, apagaba la luz y pegaba la cara al cristal. En invierno el vaho de mi respiración se convertía en una niebla que acrecentaba el adjetivo que pensaba al invadir la intimidad de mi vecino: “sórdido”. Todo lo que veía lo era. La luz del salón, cuando no era la de la omnipresente televisión, era un frio y aséptico tubo de neón. Parecía que un baño de hielo cayera sobre el impersonal mobiliario de la estancia. Dos sofás negros, una mesa, una mesita, una cinta de andar y el televisor. Todo frio, todo ajeno, con una excepción: una gran bola del mundo que llenaba la esquina más alejada de mi vista.

El Terrible Hombre de Enfrente vivía tumbado en el sofá, bronceándose a golpe de fotograma televisivo. Por eso su piel era blanca. Me fijaba en los detalles que no quería ver. Veía su marchita desnudez, que paseaba sin pudor tras el iris trasparente de la ventana. Lo veía dormirse en el sofá, lo veía respirar y lo veía caminar en la cinta. No salía a la calle, viajaba dentro de casa. Todo en él era terrible, excepto un gesto que no me cuadraba. De vez en cuando lo sorprendía mirando la enorme bola del mundo. La hacía girar y sus dedos la frenaban. Se quedaba con el índice posado sobre algún país y parecía reflexionar –yo quiero pensar que sonreía con nostalgia-. Después se subía a la cinta y caminaba como si quisiera llegar. Como si quisiera mover el mundo bajo sus pies en lugar de mover sus pies sobre el mundo.

En muchas ocasiones me ha asustado la posibilidad de convertirme en el Terrible Hombre de Enfrente. Me asaltaba el miedo de asistir a un enorme espejo en forma de fachada. Un espejo que revelaba mi futuro y me daba un toque de atención. No podía consumirme entre mis letras. No podía crear un mundo tan pequeño y llenarlo de fantasmas. No podía soñar con salir y sólo conseguir caminar sin llegar a andar. No podía vivir de besos imaginarios y de diálogos soñados. No podía ser mi propio universo, porque si no de tanto girar sobre mí mismo, terminaría desorientado, débil, marchito y sólo. Fracasado y amargado, buscando el calor del televisor y olvidándome del de la poesía.

La otra mañana madrugué y vi las persianas cerradas por primera vez en siete años. Me asusté y, con un presentimiento terrible en los labios –se ha muerto, se ha muerto-, me asomé al balcón. Mis ojos bajaron en picado hasta la portería de su casa. Al principio no lo reconocí. Su ropa era la ropa de un hombre que no salía desde hacía mucho tiempo, aunque había algo de elegancia en su porte. El sombrero le ocultaba la cara, pero la bola del mundo esperaba estática a sus pies, junto a una gran maleta de piel marrón.

Un taxi enfiló la calle y el hombre cogió la bola del mundo. La puso sobre un banco y la hizo girar de un manotazo. No espero a que parase, sus dedos no la detuvieron. En lugar de eso, se dio la vuelta, cogió la maleta y subió al taxi. Escuché su voz profunda y desentrenada desperezándose con un “buenos días” para el taxista. Sonreí y me emocioné más de lo que esperaba. Aquella mañana ya me había levantado en un estado de felicidad considerable, pero aquello logró desbordarla. Unas lágrimas se asomaron sobre mis pestañas mientras me ponía el abrigo y corría escaleras abajo para rescatar la bola del mundo.

Cuando llegué, me esperaba ya detenida. La tomé entre mis manos y vi un punto rojo que inundaba Roma. Junto a él, un nombre escrito en una caligrafía alargada y elegante: Isabella.