miércoles, 25 de mayo de 2011

¿Y ahora qué?

¿Han servido para algo las movilizaciones del 15 de mayo? Es obvio que sí. Lo que no sabemos muy bien es para qué, pero no se preocupen, es cuestión de perspectiva. Sigo pensando que todo lo vivido en la Puerta del Sol y en muchas plazas españolas durante la pasada semana no va a quedar en nada. No va a ser una resaca de ilusiones, con el consiguiente dolor de cabeza y sequedad de boca. Al contrario; las decepciones sirven para despejar las ideas y para pronunciar cosas que antes se hubieran quedado sin voz.

Sí, he dicho decepción. No creo que nadie me lo pueda discutir, no creo que nadie diga: “es más de lo que esperábamos”. Porque es mucho menos. No sólo ha triunfado un partido generalista, sino que ha triunfado un partido generalista de derechas. No sólo ha perdido votos el PSOE, sino que esos votos no han ido en proporción a otros partidos minoritarios. Como ven, nada suena a objetivos cumplidos.

Así pues, sólo queda asumir la situación y decidir hasta cuando se prolongan las acampadas. En lo referente a asumir la situación, echo en falta propuestas y un comunicado oficial del movimiento que exprese su opinión acerca de los resultados. Echo en falta visión de futuro. Y en esa visión de futuro es en donde entra la discusión sobre permanecer o no acampados durante más tiempo.

A priori, el comportamiento de los acampados y de los manifestantes ha sido modélico. Se ve que no éramos cuatro borrachos, ni siquiera del entorno de ETA –qué desilusión- como dijo un fantoche en la radio de los obispos-. Nada más lejos, éramos y somos jóvenes –y no tan jóvenes- con estudios universitarios, venidos de distintas y numerosas disciplinas y con una política de respeto absoluto entre nosotros y para con los demás ciudadanos que no participan de las protestas.

Sin embargo, los comerciantes en Sol ya se quejan. Y los indignados intentan minimizar el efecto negativo que la acampada pudiera provocarles. Se retranquean las líneas que delimitan la zona de acampada, se quitan carteles de escaparates y se sigue limpiando la plaza a diario. Pero no es suficiente. El problema radica en que no puede haber una prolongación coordinada del movimiento sin un “cuartel general”, pues en eso se ha convertido el kilómetro cero.

Ahora es tiempo de debatir, de tomar perspectiva y distanciarse para ver la influencia en las elecciones y la vigencia de lo exigido. Sobre todo, es tiempo de no caer en el olvido. Es cierto que no se ha conseguido lo que se pedía –como muestra, un Camps-, pero el margen era escaso. Los hay que dicen que incluso se ha perjudicado a la izquierda, pero los que dicen eso no quieren la misma izquierda que quienes se han manifestado. Porque sería un comportamiento idéntico al que tienen los votantes de la derecha, es decir: el voto por inercia. Un voto irresponsable y acrítico. Un voto que igual podría ser para un partido político que para un equipo de fútbol. “Yo quiero que ganen los míos, sea el PP o sea el Real Madrid”. Y eso es una estupidez, porque perdemos todos.

En el artículo anterior dije que prefería ilusionarme, que me daba igual el jarro de agua fría. Pues bien, sigo pensando igual. Es más, creo que el mencionado jarro me ha servido para despejarme y estremecerme. Porque los objetivos a los que se aspira son muy elevados –si no lo fueran, no tendría sentido-. Y, como ya dije, creo que esto es el primer paso. Un paso que consiste en hacer visible lo que todos vemos y dejamos correr. El paso de enfrentarse a la vergüenza de reconocer que nos representan delincuentes en nuestras instituciones y que las decisiones económicas no las toma el gobierno, sino los bancos. Dicen que darse cuenta del problema es el inicio de la solución.

Personalmente, haré todo cuanto esté en mi mano para que las reivindicaciones se mantengan y no se olviden. Porque creo que son, no sólo justas, sino necesarias. No sólo hay que ir para decir: “estuve allí”. Hay que ir con la conciencia de que podemos cambiar la realidad, porque, si de todo esto no sale nada, preferiremos no haber estado.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Un voto de confianza.

Es normal que la gente se canse de los políticos, lo raro es que haya tardado tanto. No parece razonable que el Estado pague con dinero público los desmanes de los bancos. No se entiende que los beneficios fueran privados y la deuda sea pública. Y tampoco se entiende que un partido de apellido “socialista” defienda semejantes medidas, a no ser que termine por promulgar leyes sociales para ricos arruinados. Que todo puede ser, visto lo visto.

A lo anterior podemos unir la alternativa de gobierno, es decir, el Partido Popular, cuyas listas electorales se confunden con las listas de imputados en uno y otro juzgado. Y, si se trata de hacer propuestas, mejor no contar con ellos. Si acaso alguna descalificación gratuita o algún comentario ingenioso y pretendidamente gracioso. Porque son unos tipos alegres y ocurrentes -¿han visto a alguien más sonriente que Camps?-. Sólo con los chistes de Aznar se podría hacer un recopilatorio que sonrojaría a Martes y Trece.

El problema es que, pasado un cierto tiempo, pasan de hacer gracia a dar pena. Y no es que nadie se compadezca de ellos, sino que nos avergüenzan. No es sólo que no encontremos un referente en nuestros políticos, es más bien que los despreciamos. Se tiene la justificada imagen de que carecen de cualquier vocación de servicio a la sociedad. Se los ve como una panda de vagos, trepas y aprovechados, cuando no delincuentes. Y así es muy complicado sentirse representado, a no ser que ustedes se identifiquen con algún calificativos de los anteriores.

Por eso, el día 15, se organizó una manifestación que no pertenecía a ningún grupo político. Por primera vez, en mi corta memoria, no vi banderas de uno u otro partido, ni representación política de ningún color. Ni siquiera había curas, que últimamente salen más con pancartas que con pasos de Semana Santa. Se trataba, al menos en principio, de una manifestación pública del hartazgo político de los ciudadanos. Ciudadanos de todos las tendencias políticas y de cualquier confesión. No había ninguna premisa, salvo la denuncia de una situación insostenible.

Al día siguiente la manifestación no ocupó portadas, a pesar de ocupar literalmente desde la Plaza de Cibeles hasta la Puerta del Sol. Tampoco tuvo especial eco en los medios audiovisuales. Es más, se intentó desprestigiar, sobre todo desde las tribunas de extrema derecha que tanto triunfan últimamente. Se llegó a decir que todo era cosa de Rubalcaba –el hombre, que se aburre-. Mi impresión personal es que la escasa repercusión informativa venía precisamente de la falta de un apoyo político.

Es posible que la mayoría de personas que integró la protesta fuera de Izquierdas. Resulta lógico, tratándose de una manifestación en contra de la clase política. Si hubiera sido de ciudadanos de Derechas, la marcha habría sido de apoyo a Camps –cada uno vota a quien mejor lo representa-. En cualquier caso, no había una ideología oficial y eso es lo que los legitima. No defienden los colores de uno u otro bando político, sino los propios de la ciudadanía. Llaman la atención de que nuestros intereses y los de nuestros políticos han dejado de coincidir, de que se ha creado una nueva clase social que obra en contra de su función natural de servicio público.

Y lo más curioso es que el movimiento de protesta está capitaneado por jóvenes, por esos jóvenes presuntamente pasotas y desvinculados de la política. Llevábamos años escuchando la escasa implicación social de las nuevas generaciones y ahora nos encontramos con todo esto.

No tengo ni idea de cómo terminará la acampada de Sol. No lo voy a calificar de revolución, ni siquiera estoy seguro de que sea un “movimiento”. Prefiero verlo como una iniciativa, como el principio de un cambio. Sí, ya lo sé, a lo mejor mañana muero de un ataque de optimismo, pero me gusta hacerme ilusiones. Prefiero mil veces morir ilusionado a vivir desencantado. Y me gusta pensar que no soy el único, qué somos muchos. Porque es la única manera de cambiar la situación.

Ahora sabemos que la gente no sólo va a la Puerta del Sol a comerse las uvas y a desear cosas. A veces también va con la intención de comerse el mundo y luchar por lo que desea.

Démosles un voto de confianza. A ellos sí.

miércoles, 11 de mayo de 2011

La justicia es/va ciega.

Llevo toda la semana escuchando crónicas políticas acerca de ilegalizaciones de partidos políticos. En ellas se pueden leer las más variopintas barbaridades, las más ingeniosas demagogias y los razonamientos menos racionales. No es que no sean entretenidos, ni siquiera es que sea un tema banal. Al contrario, se trata de un problema muy serio, demasiado serio para el calor que hace. Porque la justicia puede ser refrescante, frívola y aturdidora como un Dry Martini. Sobre todo en Murcia.

Así que dejémonos de Tribunales Supremos y de jueces del Constitucional y paseémonos por la pintoresca Audiencia Provincial de Murcia. Hasta allí llegó el recurso de un conductor condenado por conducir ebrio, saltarse un control de alcoholemia y protagonizar una trepidante persecución con la Policía. A priori parece una condena razonable, pero el condenado se sabía eximido de la pena. Qué les voy a contar; en ocasiones uno siente que el mundo va en su contra, que es un incomprendido en posesión de la razón. O peor aún, poseído por la razón. Precisamente debió ser esa certeza la que lo llevó a recurrir una sentencia, cuanto menos, comprensible.

Imagino que los jueces de la Audiencia leyeron el caso y se rasgaron las vestiduras –las togas, para más señas-. Para ellos el caso estaba claro, pues no dudaron en calificar de “absurda” la resolución dictada por el juez de primera instancia. ¿Cómo podía condenarse a semejante as del volante? Desde mi posición de lego en lo jurídico, debo suponer que el problema es que el conductor no llegaba al 0,60 necesarios para considerarse delito, aunque basta con el 0,45 y el testimonio de los agentes –por no hablar de saltarse un control y huir de la Policía-. Pero desde mi simpatía hacia los jueces que nos alegran la vida, prefiero ver admiración, casi devoción, por el hábil automovilista borracho.

Me explico. Se le exculpa por “ser capaz de llevar a cabo una conducción plena de pericia y velocidad”. No importa que los agentes declararan que no era capaz ni de tocarse la nariz o de contarse los dedos de las manos. Y no importa porque: “fue capaz de mantener mínimamente el control de su vehículo mientras tomaba las curvas a gran velocidad y hacía incluso derrapajes utilizando el freno de mano”. Claro que sí –añado yo, contagiado por el entusiasmo-, ese tio era bueno. ¿Qué digo? Ese tío era muy, muy bueno.

Ya veo a los jueces imaginándose la persecución en plan cinematográfico, con planos cortos de los cambios de marcha, los tirones del freno de mano y los trompos. Las ruedas chirriando sobre el asfalto, los haces de los faros zigzagueando como cuchillas en la oscuridad de la noche. Los destellos de las sirenas policiales reflejándose en el retrovisor y, a su vez, en los ojos turbios del perseguido. “Cómo mola” dirá el magistrado de turno, mientras piensa en colgar toga y puñetas para dedicarse a la vida pirata –que es la vida mejor-.

Así pues, el razonamiento es el siguiente: “Tan borracho no estaría si conducía tan bien”. O, aun mejor: “Condujo tan bien, con tanta habilidad, que ¿qué más da si iba borracho?”. Da igual que se salte cinco o seis semáforos, que derrape, que haga trompos, que se evada de un control policial y huya a toda velocidad. Es más, se libra porque iba borracho. Esa es la eximente, porque no lo duden, si hubiera estado sobrio, lo habrían condenado. Pero, claro, tiene merito hacer todo eso cuando no debería ni poder hablar. Así piensan los jueces.

Sirva, por tanto, esta breve reflexión a modo de Dry Martini contra el panorama de Bildu, etarras y compañía. Hoy tengo demasiado calor como para pensar en cosas graves y sin ninguna gracia añadida. Todos hemos escuchado que la justicia es ciega. Ahora también sabemos que va ciega.

(Perdón por el chiste).