martes, 19 de noviembre de 2019

Ahora ya no hay nada


Acababa de irse de nuestras manos, literalmente, hecho volutas grises en un mar de agosto algo picado y turbio. Sumergiéndose para no salir. Y nosotros, los que deja, huérfanos del trueno de su voz, de la mirada al mundo desde unos ojos eternamente azules. Los mismos ojos que han visto casi un siglo, con los años yendo y viniendo, como aquellas olas de un mar lleno de madrileños. Desde luego, no habría sido un chapuzón de su agrado. “Ni muerto”, habría dicho. El problema es que, muerto, uno tiene muy poco que decir.

Aún así, habría sabido apreciar la situación. Por lo menos desde su absoluta racionalidad, tan carente de pensamiento mágico que era mágica por extrema. Tan material y tan poco materialista. Si acaso el arte, porque no hay otra forma de poseerlo, si no es crearlo. Y seguramente él habría sabido de haber tenido la oportunidad. De no haber perdido una guerra sin siquiera lucharla.

El dinero solo le sirvió para vivir bien. Y no bien como suele decirse, sino bien en todas las dimensiones. Con dignidad, con honradez, con conciencia y, sobre todo, con una generosidad muy por encima de sus posibilidades. Sí, mi abuelo fue rico sin saberlo. Y su riqueza era tener un carácter de mil demonios y mil amigos deseando aguantarlo. También poder expresarse con la libertad del que ha llegado hasta su destino libre de compromisos, más allá de los voluntarios. Y de esos también tenía unos cuantos. Un compromiso inquebrantable con su familia. Un compromiso conmigo que nunca podré corresponder, de tan grande que se me ha quedado. A él le debo el aplomo, la lectura, la sensibilidad por el arte y, sobre todo, el saber estar en esas escasas ocasiones en las que sé estar. Entonces, cuando brillo, todo el mérito es suyo.

Aquellas y muchas cosas más pensaba mientras se hacía de noche. Maldito agosto. Sentados, mi hermana y yo en las escaleras del chalet, con el sonido del mar en el que mi abuelo se disgregaba en mil corrientes, abarcando todo el mundo que le pertenecía por derecho. Pensaba también en lo poco que le habrían gustado aquellas excesivas muestras de emoción. Hablarle a un muerto… Desde luego eso no iba con él. Pero qué vamos a hacer si aún hoy no esta muerto y dudo que llegue a estarlo mientras yo respire.

Mi hermana lloró más que yo. Y lo entiendo y no lo entiendo. Quizás ella acertase a asumir que se había muerto. Pero quien muere a tres años de cumplir un siglo pertenece más a la historia que a la vida. Historia viva en su memoria, que acabó mezclándose, los años de arriba con los de abajo. Toda la línea temporal enredada y estirada y arrugada, como un acordeón, hasta que se deshilacharon los momentos y terminó tejiéndolos a voluntad.

Sus últimos años fueron los grises años 40 en pleno siglo XXI. Y yo fui un hijo que nunca tuvo y luego un hermano que sí llego a tener. Y en su soledad, en la que unos días anochecía al revés y otros ni siquiera amanecía, mi abuela iba a visitarle. Y para él estaba viva. Y preciosa: “Ha venido mamá a verme – les decía a mi madre y a mi tía- y estaba imponente, guapísima, maquillada, arreglada, con unos zapatos de tacón…” No sé si luego se despediría de él, o sencillamente se desvanecería en el aire. Al final de la terraza. A la luz de la luna, o del sol de ese día eterno que no terminaba ni empezaba. Aquel día que fue el definitivo durante meses, imposible de acotar sin las fronteras del amanecer y el atardecer.

En aquellas escaleras del chalet, en la casa de veraneo sencilla y moderna que terminó por ser la casa familiar, mi hermana se estremeció como no llegó a estremecerse con mi abuela. Y eso tampoco lo entendí, o quizás sí. Porque a mi abuelo se le quería en voz baja y a mi abuela a pleno pulmón. Con zarzuelas y desafinando, a ella; con música clásica y con crucigramas, a él. Tan distintos y, sin embargo, tan guapos los dos. Tan arrolladores a su manera. Tan perfectos como enormemente imperfectos. Tan irrepetibles como cada uno de nosotros, solo que mucho mejores.

Necesitaría 97 años para escribir todo lo que debería escribir. Lo más valioso que me llevo es que, en una ocasión, mi abuelo dijo que las cosas que yo escribo -las que él leyó- son “formidables”. Y no me lo dijo a mí, claro. Y sabía de lo que hablaba. Había construido su enorme cultura a golpe de literatura. Su biblioteca es un tesoro y cada libro una pieza del puzle. Con el tiempo las voy encajando. Al fin y al cabo, yo lo he tenido muy fácil. Gracias a él.

Y gracias a él, cuando me veo tentado por un materialismo absurdo, que es una dolencia propia, recuerdo una de esas situaciones que la gente termina llamando “anécdota”. En ella hay dos personajes que fueron personas: mi abuelo y un amigo suyo, a quien invariablemente llamaba “El García”, como si no hubiera otro.

Los dos vivían prácticamente en la misma calle de Alicante, una calle que cambia de nombre dividida por una fuente. A un lado de la Plaza de los Luceros, la calle del García, Alfonso El Sabio; al otro, la de mis abuelos, la Avenida de la Estación. El García habitaba un piso impresionante, gigantesco. Una esquina en chaflán descomunal. Mis abuelos, uno mucho más modesto en uno de los edificios más descuidados de todo el centro. El García andaba jactándose de su casa: “¿Sabes, Pepe? -decía- es que a mí mi casa me da categoría”. Mi abuelo lo miró con media sonrisa y le contesto: “¿Sabes, Eduardo? Yo le doy categoría a mi casa”.

De todo aquello también nos acordamos mi hermana y yo, sentados como cuando éramos niños en las escaleras del chalet. Un paraíso particular destinado a ser vendido, demolido y convertido en pisos para madrileños. Eso mi abuelo no lo habría podido soportar. Ni siquiera le servía que yo mismo hubiera nacido en Madrid: “Tú eres de Alicante, no un sarnacho de la meseta”. Para que luego nos llamen provincianos.

Mi hermana y yo pasamos del llanto a la carcajada. No recuerdo el motivo exacto, pero nos dio un ataque de risa con el que aquella casa sin dueños cobró vida durante unos segundos. Fue como si se encendieran todas las luces. Y nos pareció escuchar a mi abuela en la cocina y casi sentimos a mi abuelo en el taller, con un montón de herramientas milimétricamente dispuestas para alguna chapuza de gran envergadura. Siempre había algo que hacer en el chalet.

Hasta aquella tarde. Ahora ya no hay nada.