martes, 29 de diciembre de 2009

La sombra de Pablo Neruda.

Creo haber hablado con anterioridad de la dualidad de todo cuanto nos rodea y de mi curiosidad –por llamarlo de alguna manera- por ella. Porque sigo pensando que todos somos duales, que tenemos una doble cara, una luz y una sombra. Pero hasta ahora no se me había ocurrido que alguien pudiera ser sólo sombra de otra. Me explicaré:

Probablemente muchos de ustedes hayan oído la frecuente estupidez del “alma gemela”, aquella persona que comparte nuestros intereses y desvelos y que se oculta en algún sitio remoto–se ve que tienen la molesta manía de esconderse-. Todos la deseamos en nuestra vida y si existe la posibilidad de que sea nuestra pareja todavía parece ser más apetecible. Se dice que “nos complementa”.

Sin embargo, es difícil que nos complemente alguien igual a nosotros. Alguien que tiene las mismas inquietudes, la misma cara y la misma cruz que nosotros. Definitivamente sólo haríamos que sumarnos las cualidades hasta anularlas de puro predecibles. No, no puede ser así. No es el alma gemela la que nos complementa, sino más bien todo lo contrario.

Por decirlo de una manera gráfica y prosaica; si sólo somos luz, necesitaremos una sombra, o terminaremos por quemarnos. Y así caminamos –así camino- cegados de tanta luz, o a oscuras de tanta sombra. Esperando la luz que nos descubra nuestro alrededor o la sombra que nos permita ver tras el blanco cegador que hiere nuestros ojos.

Los intereses comunes son la posibilidad de compartirse mutuamente. La necesidad de saber el uno de otro, de conocer aquello que apasiona a nuestra pareja más allá de todo prejuicio. Los intereses comunes hay que buscarlos en el propio interés que suscitamos y que nos suscitan. Los intereses comunes son los nexos, las conexiones, y suelen empezar con besos y terminar con manos entrelazadas que ya no saben caminar solas.

En la dualidad que tanto me gusta, paseo naufragando en un mar de soledad, como viene siendo costumbre. Y es que mantengo una relación curiosa con la soledad. Cuando no la tengo, la persigo y, cuando la consigo, la desprecio. La necesito y necesito tener el poder de alejarme de ella. Porque, ahora que la soledad no es buscada, casi anhelo la compañía forzosa.

Recuerdo una escena de la película El cartero y Pablo Neruda en la que el pobre cartero –ese entrañable Mario Ruoppolo- observa al poeta y a su mujer bailando un tango (tal vez Madreselva, cantado por Gardel) en la terraza de la pequeña casa encalada que acoge su exilio. Recuerdo o quiero recordar las risas de ella entre los brazos de Neruda y me veo como su contraportada.

Al igual que él, me encuentro en una casa encalada frente al Mediterráneo. Al igual que él, ando exiliado de algún modo. Al igual que él, escucho la voz metálica de una vieja grabación de Carlos Gardel. Al igual que él, me dedico a jugar con palabras. Pero es de noche, no hay sol cálido que inunde el porche. No hay nadie dejándose llevar por mis brazos y ni siquiera sé bailar. Y, definitivamente, no puedo encontrar las palabras para decir lo que él diría sin esfuerzo. No puedo jugar con el significado ni hablar con las imágenes.

Me siento como la cruz, como el reverso o el envés de esa escena. Compartiendo una copa de vino con nadie y bailando tangos con un teclado cansado de mi insistencia, cansado de dibujar vidas que no he vivido y que nunca viviré. Vidas en las que los poemas son como los del poeta, en las que el amor no habla de ser imposible y no hay necesidad de incluirlo en una ficción construida para colmar las frustraciones. Sí, quizás ande siempre pensando en protagonizar aquella escena llena de luz que se grabó en mí como si yo fuese la emulsión de una película vieja. Tanta luz fuera y yo encerrado dentro de la cámara, con el único consuelo de haber sido alguna noche la sombra de Pablo Neruda.

martes, 22 de diciembre de 2009

Madrid y silencio.

Es tarde, no tanto como para ser pronto, pero tarde en cualquier caso. Mis pasos resuenan en una calle desierta y me delatan como único caminante en varios metros a la redonda. La acera parece molesta de que ni de noche la dejen descansar y se resiste a mantener mis huellas mucho tiempo sobre la superficie. Las baldosas brillan en cientos de cristales de sal que reflejan la luz amarilla de las farolas. Siempre me ha gustado esta luz taciturna que contagia de ictericia a todo cuanto pasa por debajo.

Me entretengo mirando el brillo surrealista de la sal y avanzo sin darme cuenta y sin ningún rumbo definido. Tengo la mente en blanco por primera vez en todo el día. Tan sólo se me ocurre pensar: “Qué lejos está esta sal del mar”, pero no creo que sea un pensamiento poético ni interesante -quizá ando demasiado preocupado por “interesar”, sea eso lo que sea-. Y de nuevo la mente en blanco y el aire de la sierra cortándome los labios y sellándolos, como si no tuvieran ya bastante silencio.

Cuando llego a Príncipe de Vergara la calle se abre y, aunque sigo sin ver a nadie, me percato del baile de taxis que se despliega sobre el asfalto. Todos ellos, blancos como la nieve que empieza a caer y con la luz verde encendida, parecen impedir que cualquier otro vehículo circule. De hecho, conforme voy subiendo hacía el Auditorio Nacional, veo los demás coches, huérfanos, como amontonados por una enorme escoba invisible contra las aceras. Se me ocurre que todavía no me he cruzado con nadie y que no me he fijado en si los taxis llevaban conductor.

El ambiente es tan extraño que por un momento me planteo la posibilidad de estar soñando, pero no. No es así, porque recuerdo que he salido de casa con la cabeza embotada y revuelta de pensamientos. He salido huyendo del silencio y ahora me encuentro rodeado de un vacío abrumador. En mi casa el silencio estaba encerrado entre paredes, pero aquí parece llenarlo todo: ni siquiera llueve, nieva. La nieve no hace ningún ruido, se posa silenciosa sobre todo y decide si se funde o se queda corpórea.

De las alcantarillas sube un vapor denso que asciende por entre los copos hasta deshilacharse y desaparecer. Ya no hay taxis fantasmas, que no recuerdo si hacían ruido. Mis pasos ya no resuenan porque estoy parado. Es un silencio físico e irreal que me oprime los pulmones. Camino sin saberlo de espaldas hasta chocar con la valla de un enorme edificio de oficinas. Me sobresalto y miro hacia arriba. La vasta pared de cristal se extiende a lo largo de toda la fachada principal, encuadrada en un pequeño marco de hormigón blanco. Toda la cristalera está oscura, no hay ni una sola luz y me parece caerme hacia ella.

Es como si hubieran enmarcado un pedazo de noche y lo hubiesen puesto perpendicular al suelo. El mundo parece torcerse en mis oídos vacíos y bajo los coches amontonados y abandonados. Ya no hay viento, sólo nieve, que poco a poco empieza a quedarse sobre los coches y las plantas, como si quisiera ahogarlas por si pudieran emitir alguna clase de sonido. Como la sutil almohada asesina de un telefilm vespertino.

Mi desorientación ha dejado de preocuparme porque estoy empezando a perder el sentido de la realidad. Entonces, unas palabras que parecen venir del vacío de cristales oscuros me devuelven al mundo real: “Oiga, joven. Dígame, ¿la ha encontrado ya?”.

Miro hacia abajo y, detrás de la valla, en pie sobre los cartones que lo guarecen del frío, hay un hombre anciano. Su rostro está surcado de profundas arrugas, pero sus ojos son de un azul intenso. Son ojos limpios. Sin pensarlo mucho y sin sentir ningún miedo ni inquietud, respondo: “No, supongo que no”. El hombre me mira y asiente con tristeza. No hace falta despedida. Él se da la vuelta y se vuelve sepultar entre mantas y cajas y yo sigo mi camino.

martes, 15 de diciembre de 2009

Desasosiego.

Siento el aire en mi cara y el olor a salitre. Puedo notar la sensación de velocidad, aunque no sé cómo he llegado a estar sentado al volante de este coche. Sólo sé que soy feliz y que me encuentro tremendamente ilusionado. El sol es el sol amarillo tan familiar del Mediterráneo y puedo percibir su calor acariciando la piel de mis manos, que se apoyan en un volante de pasta blanca. Sobre mi cabeza no hay ningún techo, sino aire, cielo azul y las copas de unos cuantos pinos que se estiran en un fugaz borrón verde al pasar por debajo.


Definitivamente no es mi coche, pero tampoco lo siento ajeno. En ese momento sé que conduzco un Alfa Romeo Giulietta del que me siento profundamente orgulloso. El tiempo durante el que voy tomando consciencia de mi situación es de segundos, pero lo siento eterno. Es como si fuera una bobina en un viejo proyector al que le cuesta empezar a girar. Sin embargo, progresivamente, me viene el sonido del motor y certezas que advierto imprescindibles para que la proyección alcance la velocidad adecuada.

Levanto la vista del velocímetro y, a su vez, el pie del acelerador y sé que lo hago a petición de un reproche de alguien que me acompaña. Un reproche cariñoso hecho antes de mi toma de consciencia. Lo primero que veo es una carretera que baja serpenteando por la ladera de una montaña árida. Al fondo, en un horizonte muy cercano, se extiende el mar, reflejando el sol en destellos dorados que parecen flotar sobre la superficie. A mi derecha, hay un precipicio del que nos separa –porque sé que hay alguien conmigo- una serie de bloques de piedra que delimitan la calzada.

Me miro en el retrovisor y me reconozco. Soy yo, aunque más pulcramente afeitado de lo que acostumbro y con un corte de pelo que se me hace extraño. Como si yo fuera un mero espectador de mí mismo, mis labios se abren y pronuncio: “¿Así te quedas más tranquila, querida? Entiende mi impaciencia, quiero enseñarte algo muy importante”. Aprovecho que la carretera ha dejado de serpentear ladera abajo y se ha hecho más llana y recta y giro mi cabeza hacia mi acompañante. La reconozco de inmediato y sé que es mi mujer. Veo una alianza y un solitario en su mano y algo en su aspecto tampoco me cuadra. Desde el pañuelo que cubre su cabello negro –algunos mechones se escapan y se dejan mover por el viento- hasta su falda y su blusa.

Yo la conozco y ni ella es así, ni yo estoy casado con ella, ni ese es mi coche. Todo es antiguo, pero esta nuevo. Brillante. Mientras pienso esto, he tomado un camino de tierra que se interna entre tierras de cultivo y se acerca al mar. También reconozco el lugar, pero está desierto. No hay enormes edificios de apartamentos, ni asfalto. Tan sólo algunos chalets recién construidos, de líneas rectas, aspecto antiguo y, sin embargo, todavía deshabitados. Con la cal de las paredes deslumbrando y reflejando la luz polvorienta de esta tierra inhóspita y familiar.


De repente, noto que me pongo nervioso a medida que nos acercamos a una valla alta y blanca jalonada de refuerzos más altos cada diez metros, más o menos. Detengo el coche frente a una puerta que es una enorme plancha de acero galvanizado encuadrada en un pequeño porche. Me giro hacia mi mujer y le desanudo el pañuelo. Me mira nerviosa, me dice cosas que no recuerdo, sonríe mientras yo pliego el pañuelo y le cubro los ojos. Salgo del precioso Alfa Romeo rojo y la ayudo a bajar, la tomo de la mano y empujo la puerta. Sin esfuerzo, la pesada plancha se desliza en silencio sobre un riel y queda oculta tras la valla. Y, poco a poco, como un telón que se retira, me deja ver una preciosa casa que se alza ante mí en un promontorio frente al mar. Se trata de un chalet que parece salido de la Bauhaus, con amplias cornisas sobre las ventanas corridas, formas rectangulares abajo y curvas en el piso superior. Las ventanas están protegidas por contraventanas catalanas blancas y la parcela se encuentra vacía y estéril, como si acabasen de plantar la casa allí. Y en verdad debe de ser así.

Vuelvo a coger la mano de mi mujer –evito decir su nombre, pues se trata de una amiga mía- y la encamino a la fachada principal, que se extiende a lo largo del lateral de la parcela orientado al mar. Me pongo detrás de ella y levanto el pañuelo de sus ojos. La abrazo por la espalda y le beso suavemente el cuello. Ella me aprieta las muñecas y se emociona al contemplar el edificio. Se da la vuelta, me besa y nos abrazamos. Esa casa es nuestra y es increíblemente perfecta. Tan perfecta como el resto del día, como el coche, como mi preciosa pareja, como el mar, como el sol. Todo tan perfecto y tan irreal. Tan antiguo y tan nuevo.

Entonces me despierto inquieto, de una sacudida, con una sensación de caída como si me hubiera precipitado del sueño a la cama. Abro los ojos con la sensación de haber vuelto de otro lugar y, sobre todo, de otro tiempo. Sé que aquel era yo, sé quién es ella y sé dónde estábamos. Conozco sus ojos, sus manos, sus labios que conozco y desconozco a la vez. Y conozco mis deseos estúpidos e intento no dejarme llevar por ellos. Lo único que puedo pensar nada más incorporarme y encender la luz es que de alguna manera yo ya había estado allí en aquel momento. De acuerdo que son sitios que conozco –excepto la casa, que fue lo que más reconocí-, pero todo me era tan familiar que me cuesta teñirlo de irrealidad.


De hecho, en el sueño no ocurría nada fuera de lo normal, nada que case con los consabidos despropósitos oníricos. Excepto que el sueño en sí mismo es un despropósito. Sigo inquieto, con una sensación de vacío, añoranza y tristeza que no puedo explicar. Me levanto a beber agua y, cuando regreso, abro un cuaderno y dibujo la casa. “Antes de que se me olvide”, pienso. Y mi mente, aun ensoñada, me corrige: “Antes de que se te vuelva a olvidar, pues sólo has hecho que recordar”. Mi mano traza segura cada línea de la casa como si la hubiese visto durante toda mi vida. Estoy seguro de la imagen. Sé que no hay error. Y lo que veo tiene una extraña fuerza evocadora.

Soy una persona racional. No creo en la vida después de la muerte. No creo en la reencarnación. Por eso no puedo asumir que mis sentimientos, mi gusto por los objetos y la arquitectura de esa época puedan tener alguna relación con una existencia anterior. Me niego a aceptar que pude vivir una vida perfecta y que ahora intente recuperarla inconsciente por medio de todos los trastos que acumulo, de las mujeres que me enamoran, de la ropa que me gustaría vestir, de los modales que me gusta practicar o del tipo de coche que elegí. En cualquier caso, sería terrible descubrir que todas mis expectativas se basan en recuperar aquella vida perfecta. Y más terrible es ver cómo voy fracasando.

Y sin embargo no lo puedo evitar; miro una y otra vez el dibujo y me inunda un sentimiento de desasosiego que me encoje el alma. ¿Sentirá lo mismo mi amiga al ver el dibujo? ¿Recordará?

martes, 8 de diciembre de 2009

El desgaste del silencio.

A veces estoy escribiendo y me engaño a mí mismo. Intento que mis dedos sigan tecleando, que mis ojos vean teñirse la pantalla de garabatos con significado y sin alma. Pero acabo abandonando, me distraigo y me pongo a mirar el desgaste de las teclas y me pregunto cuánta de la superficie pulida a fuerza de golpearla ha merecido el brillo de la insistencia. Supongo que se trata de una forma muy gráfica de preguntarse si es oro todo lo que reluce.

He recuperado una costumbre de hace años que consiste en poner piezas de piano mientras escribo. Así que, mientras giro la cabeza para ver mejor el reflejo de la pantalla en las teclas más utilizadas, suena Listz y parece que no tenga sentido, parece falso, porque yo no pulso ninguna tecla. La primera vez que puse la música lo hice sin pensar, pero al poco de comenzar me di cuenta de lo cinematográfico de la imagen. Mis dedos tocando letras que parecen encerrarse en la pantalla y sin embargo se tornan notas libres en el aire.

Por eso ahora parece que falla algo. En realidad esa música no tiene nada que ver conmigo, pero, al parar yo, la encuentro absurda. Quizá porque mientras escribo me olvido de que suena y la asocio sin remedio a mis pulsaciones –teclas y latidos-. Quizá porque en mi papel de pianista frustrado, mientras escribo, estoy interpretando la música y traduciéndola de alguna manera sobre este folio falso que brilla anulando el resto de la habitación.

Al mirar el increíble desgaste de la barra espaciadora en relación al alfabeto, pienso que he callado más de lo que he dicho. El espacio siempre es silencioso, excepto por esta absurda música que nadie toca. Cuántas veces habré presionado el espacio para erosionarlo de esta manera. Es cierto que la a, la ese, la e, la erre, la e, la ce y la o también han hablado mucho. Pero parece que el silencio ha tenido mucho más protagonismo.

Entonces pienso en cuántas palabras pueden contener esas letras y son muchísimas. De hecho, prácticamente todas, por eso están desgastadas, claro. Pero nada que ver con el espacio, nada que ver con el silencio. Hay una expresión que me gusta mucho: “leer entre líneas”, pero yo tengo la sensación de haber escrito entre palabras; por cada palabra que separaba de otra había una pulsación vana, sin protagonismo, que, no obstante, daba sentido a todo. Sin el espacio, sin el silencio, no sería posible entender nada.

En la música absurda que sigue sonando mientras yo no la toco –tocar lo inmaterial-, también hay silencios. Y son fortísimos, expresivos, inquietantes, sobrecogedores. Ustedes suelen leerme en silencio, no creo que nadie se ponga a recitar en voz alta mis textos, y por ello no se percatan del espacio. Del pequeño espacio que separa y al mismo tiempo une cada palabra, hasta el enorme silencio que sigue a la última palabra, tras la que no hay más sonido.

Pienso en la cantidad de silencio que he amartillado en cada escrito, en la cantidad de cosas que he callado entre líneas y que he dicho entre palabras y me viene a la cabeza la vida real, que a veces confundo con la ficción. Y pienso lo mucho que he vivido entre líneas, las miradas sin palabras y los ojos llenos de ellas. Los labios diciendo lo que no piensan, cosas sin alma y con significado como las que yo odio escribir. Los besos que hablan sin dejar hablar y los suspiros que cortan la respiración.

Y me veo diciéndote todo lo que te dije. Y mirando las palabras que nadan en tus ojos y que no me dices, ni nunca me dirás. Entonces inclino la cabeza, y veo el desgaste de tus labios. Como se tornan lisos y brillantes en la parte donde se tocan cuando sellan la boca. Y siento que todos estamos desgastados por el silencio, de tanto usarlo. Que, de tan callado, apenas lo sentimos mientras vacía nuestra vida de significado y lo encierra en nuestros sueños. Que siempre serán sueños si no conseguimos que esta música deje de parecernos absurda y sintamos que parte de nosotros. En los pentagramas hay más notas junto a las líneas que sobre ellas. Y suenan como no dejamos que suenen nuestras palabras.

martes, 1 de diciembre de 2009

Una calma a punto de estallar.

Hace unos días, un amigo al que aprecio mucho y cuya opinión me merece un respeto considerable me acusaba de escribir artículos “sin chicha”. Mucha palabra biensonante, alguna imagen bonita, tal vez un juego de palabras más o menos elegante, pero ya está. Es decir, el escrito en cuestión no iba más allá de un mero –siempre me ha encantado este pez tan feo- ejercicio de estilo.

Yo, haciendo gala de mi habitual desengaño con el mundo, le respondí que me conformaba con haber sido capaz de llevar una periodicidad estricta. Cosa que, teniendo en cuenta mi falta de regularidad para cualquier trabajo, ya me parece meritoria. Sin embargo, mi pose desapasionada no conseguía engañarme lo suficiente y me venía el run-run de la conciencia. Y es que lo que empezó siendo una obligación ha llegado a ser en muchas ocasiones una necesidad, una válvula de escape, un divertimento, una conversación con ustedes.

Precisamente eso era lo que me dolía. Por supuesto que el ego también, pero, por muy maravilloso que me crea, no me gusta engañar a nadie y menos a los pocos lectores que pueda tener. Aquellos que entran cada semana y esperan algo de mí. De verdad, no es que me haya dormido en los laureles o que mi querida gripe A me cortase un poco las ganas de escribir, es que me sentí como un profesor de Ciencias de la Información. Y eso sí que no.

Durante los cinco años que duraron mis estudios de Periodismo, me vi obligado a leer los libros de muchos profesores que los consideraban de estudio imprescindible para la comprensión de la materia. La materia en cuestión era, en realidad, una mierda; una pérdida de horas y dinero que sólo servía para alimentar la endogamia academicista de una facultad obsoleta. También es cierto que tuve profesores excelentes, que realmente influyeron en mi forma de entender el mundo y en mi forma de escribir. Y todos cumplían una regla: ninguno me obligó a leer un libro suyo.

Desde luego yo no obligo a leer esto a nadie. Ustedes entran y, dependiendo del día, sonríen, se entristecen, se ilusionan, empatizan, se sienten indiferentes… Pero jamás quiero que se sientan timados. Porque me debo a su confianza. Porque me he dado cuenta de que este ejercicio de constancia no tendría sentido si nadie me leyera. Quizá esto desvirtúe el pretendido intimismo de los textos, pero me obliga a superarme. No quiero ser un profesor de Periodismo, recostado en su cátedra o en su titularidad, escribiendo textos que complican la sencillez para convencerse de su inteligencia a costa de menospreciar la ajena.

Por ello, prometo que cada artículo que escriba será más o menos entretenido, o sentido, o atractivo, pero llevará de mí todo lo que puedo dar. Los que me conocen saben bien que odio a los cretinos y su teorización vacía. Esto es la realidad a tientas y la realidad ya es bastante compleja como para darle vueltas sin querer llegar a ninguna parte. Yo siempre pretendo alcanzar algún destino –más bien lo persigo-, aunque no sé muy bien dónde queda. Sólo sé que escribiendo voy haciendo camino y que ustedes, leyéndome, me van orientando.

De momento trataré de superar la apatía que ha enturbiado mi escritura y me ha obligado a complicar los artículos. Y es que, tras una época emocionalmente convulsa, me hallo en una estabilidad intranquila muy poco propia de mí, que no quiero confundir con una pérdida de ilusión. Tal vez por eso me falte la motivación que antes veía sólo con sentarme frente al mar.

Y eso que él no ha cambiado; sigue aquí, frente a mí, azul tormentoso, profundo, como hinchado. Parece guardar bajo unas pequeñas olas otras olas gigantescas. Y las esconde bajo la sencillez de un día tranquilo. No se molesta en aparentar temporal hasta el momento oportuno. Pues no tendría sentido romper tantas olas sin asegurarse una calma tan cierta como la propia tormenta. Mientras tanto, yo ando a ratos queriéndome enamorar, a ratos queriéndome desenamorar, y negándome la calma que debería reconfortarme de una vez.

Nadando en una calma a punto de estallar.

martes, 24 de noviembre de 2009

Puntos de vista.

El punto de vista siempre es el referente básico de nuestra posición ante la realidad –a tientas, o no-. Es el que nos da las coordenadas de nuestra situación y en referencia a él nos movemos o actuamos de determinada manera. El punto de vista más importante es el mío, es decir, el de cada uno. Sin embargo, se dan ciertas situaciones en la que cedemos esa posición de autoridad en favor de otros puntos de vista, siempre que nos convengan, ayuden o dirijan hacia un objetivo apetecible.

Tal sería el caso de preguntar qué ropa nos ponemos para determinada cita. En este ejemplo concreto, el hombre suele hacer prevalecer su propia opinión y no acepta consejo alguno, ya que está seguro de su gusto estético y, si no estuviera acertado, defendería su intención de crear tendencia. A veces es difícil distinguir la audacia de la imprudencia.

Pero, volviendo al tema, si esa determinada cita nos gusta de verdad, sí pondremos en duda nuestro punto de vista, o por lo menos lo dejaremos aparcado en doble fila durante un rato. Porque en todo momento intentaremos vernos desde sus ojos. Empezando por el tiempo siempre excesivo y poco productivo que pasaremos frente al espejo, hasta ensayar alguna frase “ingeniosa” –catástrofe- con la que saludar y dar el “golpe de efecto” –en nuestra nuca-.

Esto se debe a nuestra intención de agradar. Y se da en distintas situaciones, aunque con menos fuerza, véase una entrevista de trabajo, asistir a determinado acto en el que se tendrá cierto protagonismo, preparar un discurso, etc. No sé si es bueno o no, ya que, por mucho que adoptemos un punto de vista distinto del nuestro, tampoco sabemos si es acertado o se asemeja en algo al que la otra persona tiene de nosotros. Pero sí es un ejercicio de autocrítica; una especie de viaje astral en el que salimos de nuestro cuerpo y nos vemos con otros ojos.

En ese ejercicio de autocrítica solemos ser bastante severos –salvo autocomplacientes excepciones- y nos vemos igualmente distorsionados. Recurrentemente he pensado en cómo me vería yo desde fuera. Y no me refiero a adoptar otro punto de vista, sino a conocerme físicamente desde otro cuerpo. Teniendo en cuenta mi poca paciencia y mi susceptibilidad –prefiero “sensibilidad”-, he llegado a la conclusión de que me caería bastante mal, me sacaría cien mil defectos físicos y seguramente me diría alguna inconveniencia para minar mi propio ánimo y bajarme un poquito los humos –para poder ver por debajo de los hombros-.

Asimismo, no he podido evitar pensar en la existencia de un punto de vista universal, lo que es una contradicción ya desde su planteamiento. Sin embargo, cuando he escrito ficción, mi punto de vista era universal para la trama, los sentimientos y las decisiones. Y, aun así, cada personaje tenía su propia forma de entender la situación. Recuerdo haber puesto a determinado personaje en la tesitura de verse siempre desde los ojos de otra persona, por supuesto de manera equivocada. Y esa presunta percepción lo llevaba a comportarse de una forma errática y estúpida que, aparte de repeler a la interesada, hacía imposible que el personaje se aceptara y pudiese actuar de acuerdo con su propia personalidad.

Y ahí estaba mi punto de vista universal; acertado siempre, porque era yo el que tenía una visión nítida y cierta del concepto que cada personaje tenía de sí mismo. Pero iba más allá, también sabía la imagen de sí mismos que los personajes creían dar y, aún más, mi propia visión sobre su mundo. Pero entonces pienso que, para que eso pasase en verdad, debería existir un ser capaz de asumir mi posición en la ficción, lo que igualaría nuestra realidad a la que yo hice de letras.

En consecuencia, si existe un dios –Dios no lo quiera- y no soy yo, podríamos estar en manos de un lunático con mucho tiempo libre. Entonces me vuelve a la cabeza la idea de un punto de vista universal; el de un presunto dios, claro, y pienso en el concepto que podría tener de mí. Sí, lo sé, asumo el punto de vista de Dios –uno es modesto- y me quedo con el mío. No me gusta nada lo que ese señor podría pensar de mí si sabe lo que yo pienso de él.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche envolvente.

Una noche envolvente, oscura, densa me rodea dinámica. Fluye por mis cuatro puntos cardinales, abraza mis brazos y me besa la cara sin detenerse ni un segundo, como si estuviera hecha de tiempo. Me tiemblan las rodillas, inquietas en las piernas que apenas me sostienen. Tengo todo el mundo por delante, enorme, vasto. Lo siento, pero no lo veo. Sólo negro.

Por alguna extraña razón sé que debería moverme. Y la velocidad de la noche me dice que lo hago, aunque sé que no. Que falla algo, que todo es estático y permanente, aunque me vaya deshaciendo sin deshacerme. Me miro los dedos. Tengo las manos muertas y no llego a verme los pies, del vacío oscuro. La noche que casi me atraviesa se lleva los pigmentos de color que tiñen mis dedos y los veo irse, dejando una estela corpórea en este alrededor pasajero que no es aire.

Trato de explorar, de ver. Pero decido esperar y pienso. Pienso en ti, en ti y luego en ti. Y todas son Ella. Y me dueles de una forma física mientras la brisa me decolora. Pero ahora está claro, no es brisa. Es una corriente. Una corriente de agua. Lo noto porque no respiro y porque me pesan los pulmones. No sé si moverme, no sé si puedo. Extiendo los brazos y me crucifico sin cruz, quedando blanco en el espacio acuático. Noto la corriente, constante, permanente pero incesante, desdibujando mis contornos. Sigo dejando esa estela de color y la veo alejarse sin mirar atrás. Me quedo poco a poco en blanco y negro.

Por fin, advierto un cambio de luminosidad. Escucho el silencio y, aun con los brazos en cruz, miro hacia el cielo. Pero no hay cielo, porque el cielo está tapado por mi cielo. Y mi cielo es extraño. Comienza a ser violáceo y parece tener un grosor mínimo. Es un cielo con superficie y en esa superficie se abren heridas de un rojo sangrante que se cierran inmediatamente. Son como la brisa-corriente. Se acompasan entre sí, como una laceración causada a voluntad y desde dentro. Como si la sangre quisiera respirar y salirse del cuerpo. Yo ya no sé si tengo sangre.

Decido bajar un brazo y veo que tengo una uña enorme en mi mano blanca. La acerco a mi otra muñeca y la hundo en mi carne. Corta como un cuchillo malo, me desgarra y libera la sangre. Sí, todavía tengo sangre. Y es roja entre tanto blanco y entre tanto negro. La veo huir con la corriente y ascender hacía el cielo herido. Es como el humo de un cigarrillo que se desangra. Sonrío mientras escuchó cómo se mueve el suelo.

Entonces decido moverme. Ya hay más luz y me puedo ver los pies desnudos. Pisan un suelo de madera. Hay una barandilla delante de mí. Me sujeto a ella mientras la nube de sangre se disuelve a mi alrededor. La luz se intensifica y comprendo lo que es el cielo. Es la primera vez que lo veo así. Porque ese cielo había sido mi suelo muchas veces. Lo había surcado con brisas en mis brazos, brisas que no eran corrientes y que no se llevaban mi sangre ni mi color.

Estoy en la proa del barco. Es un barco enorme y terrible. Tan terrible como cualquier barco hundido. Siento como el mar respira a mi alrededor y toma aliento mientras el sol lo atraviesa con espadas de luz que irisan la sangre que me envuelve. Camino por la cubierta e imagino mi cadáver flotando, tan blanco como yo, tan absurdamente flotando en mi camarote. Las sillas no flotan, los muebles están clavados al suelo. Y el agua es trasparente, casi parece aire. Abandono el cielo con olas, que ya no son rojas sino blancas y me interno en los pasillos, hasta llegar a mi camarote.

Ahí estoy. Tal y como imaginaba. Blanco, hinchado. Absurdo. Flotando en una habitación donde todo permanece pegado al suelo. Parezco un globo con los ojos cristalizados. Me miro fijamente y veo la herida de mi muñeca. Igual que la mía, pero sin sangre. Es una herida irregular, irreal. Y me enfado, porque no sé qué fue antes. No sé si me mate antes de hundirme o me hundí sin darme cuenta de que me mataba.

martes, 10 de noviembre de 2009

Che, qué cosas.

Hace unos días excedí por mucho mi dosis indispensable de un café al día. Ese maravilloso momento de placer cafetero que sucede a la comida y mezcla su aroma con el sol de la sobremesa se repitió dos veces más durante la tarde. Ello me llevó a un estado de euforia considerable que se prolongó más de lo deseado. Así que, tras pasarme toda la tarde y parte de la noche pataleando y tamborileando con los dedos sobre la mesa, el mando a distancia, un vaso, el sofá, etc., deseché la posibilidad de dormirme a una hora decente. Y encendí la televisión.

En vista de que los canales habituales ofrecían una programación deplorable –concursos para timar televidentes insomnes-, me aventuré en la jungla de la TDT. Yo soy nuevo en estas lides. Apenas llevo tres semanas con el decodificador y, en consecuencia, el atractivo de lo desconocido fue bien acogido por mi cafeínico ánimo. Pasé cadena tras cadena, sin enredarme con ninguna, hasta llegar a una en donde un señor rapado y agresivo te ponía prácticamente de tonto si decidías no comprar su producto: El último grito en “alargadores de pene por tracción”.

A mí sólo de escuchar el nombre se me pusieron los pelos de punta. Mis nociones de física son muy básicas y, al escuchar la palabra “tracción”, se me vino a la cabeza un todoterreno enorme “ayudando” al interesando con su complejo genital. Sí, tal vez sea una imagen, digamos, potente. Pero la realidad tampoco era mucho mejor, pues entre las maravillas del producto se destacaba su capacidad para traccionar hasta dos mil gramos, con el consiguiente acortamiento del tratamiento y alargamiento del objetivo.

El caso es que ya había visto otro anuncio similar, en el que una simpática señorita afirmaba sonriente: “Yo no sé a otras, pero a mí me gustan grandes”. Pero en este vi algo que me fascinó y me hizo atragantarme de risa. (Sé que a estas alturas la frivolidad del presente artículo parece demasiada hasta para mí, pero permítanme seguir, que todo esto lleva a una reflexión interesante). En este anuncio también tenemos una simpática señorita. Pero con más texto. Y sin desperdicio:

-¿Qué por qué un hombre debe agrandar su pene? Yo le daría la vuelta y diría “¿por qué no?”. Ya está visto que nosotras, para estar mejor, agrandamos nuestros pechos, nuestros labios, y a todo el mundo le parece bien. ¿Por qué no va a ser igual para vosotros? Sin pelos en la lengua; si vuestro pene es más grande, todo son ventajas. Seréis mejores amantes, porque nos llenaréis más y estaremos deseando hacerlo y nos dolerá menos la cabeza.

Bien, querido lector. Si no ha sonreído es porque se ha quedado en shock. Ambas reacciones son comprensibles y dependen de nuestra sensibilidad para escuchar barbaridades. Vamos a analizar brevemente este pequeño monólogo que, en mi opinión, es ya un momento cumbre de las artes escénicas.

En primer lugar, la simpática señorita comienza con un alegato de resentimiento en el que razona el paralelismo entre las operaciones de estética, mayoritariamente femeninas, y el alargamiento del pene. En un principio, podría parecer hasta feminista. Algo así como: Por fin han encontrado las mujeres un instrumento de tortura masculina con el que resarcirse de todas las operaciones de pechos.

Sin embargo, cualquier feminista, o persona con un gramo de sentido común, defendería que tales operaciones no deben de orientarse a satisfacer los anhelos eróticos de nuestras parejas –que deben querernos tal y como somos-, sino a solventar posibles inseguridades psicológicas. Y esto siempre que sólo la cirugía sea capaz de resolverlas, pues hay muchos más cauces para aceptarse y convivir con nuestras particularidades.

Pero la simpática señorita no podía quedarse en esta especie de resentimiento de feminismo mal entendido. No, ella tenía que poner la guinda. Resulta que una mujer necesita un pene gigantesco que “la llene” y le quite el dolor de cabeza. Según esto un pene enorme es la panacea para cualquier fémina. Aunque diga lo contrario.

Sí, querido lector, si a su pareja le duele la cabeza, es que tiene un pene ridículo. Y usted, querida lectora, si además de dolerle la cabeza se siente vacía, no se tome un cola cao y una aspirina. Hágame caso, cambie de pareja.

Che, qué cosas.

martes, 3 de noviembre de 2009

Odio a los padres.

Sitúense. Sin lugar a dudas esta es su noche. Se han puesto guapos, han pasado más tiempo del conveniente delante del espejo, colocando cada cabello como si fuera la pieza clave del entramado que sostiene su autoconfianza. Tras esto, han mirado el reloj también más de lo conveniente. Puede que incluso hayan dudado de su precisión y hayan acudido prestos a contrastar la hora con la de cualquier otro dispositivo doméstico. Después de la intensa espera intentando no arrugar ni un milímetro de su indumentaria, ha llegado el momento. Ahora, su espectacular y ansiada cita llegará y juntos acudirán a un restaurante nocivo para su cuenta corriente, y lo harán con una sonrisa en los labios.

De acuerdo, todo va genial. Su pareja está tan espectacular como habían previsto. Se lo han hecho saber y han sido correspondidos por su parte con una observación similar. Caminan por la calle, henchidos de orgullo, porque cualquier pareja, además de una persona, es también un bello complemento –y perdonen mi frivolidad-. Durante el transcurso, se cogen del brazo y ahogan un suspiro de alegría. Además, en contra de sus temores, no se han bloqueado en la interactuación. Es más, su conversación es ágil, relajada, ingeniosa. Puede que hasta cómplice en algunos momentos.

Entonces llegan al restaurante. Un sitio elegante, sin duda, de líneas minimalistas y modernas, pero sin la “insaciante” comida minimalista y moderna que se podía esperar (o al menos eso le ha dicho el amigo que se lo ha aconsejado). Así pues, entran y son atendidos inmediatamente por un tipo de porcelana y gomina que los conduce hasta la estupenda mesa que habían reservado el día anterior. Ahí están, un tanto nerviosos, porque es su primera cita seria, los dos solos, pero se sienten a gusto, pues es evidente su atracción mutua. La expectativa es máxima.

Eligen el vino y esperan la comida. Sería difícil mejorar en algún sentido la situación. Parece que nada puede salir mal, pero entonces llega una familia con dos niños. Todos van impolutamente vestidos, excesivamente repeinados y hablan demasiado alto. Con terror, observan cómo se sientan en una mesa muy próxima a la suya. Están esperando a otra pareja, igual de impolutamente vestida e igualmente “bendecida” con dos adorables querubines.

Al poco de sentarse, las parejas comienzan a hablar entre sí y los niños se aburren. Su animada conversación con la deslumbrante persona que tienen delante empieza a resentirse por las faltas de atención, resultado del inicio de la rebelión infantil. Los padres permanecen absortos en sus conversaciones, mientras los niños se levantan y empiezan a pasear libremente por el comedor. Usted, convencido de su Karma, intenta concentrarse en seducir a su cita, pero de improviso se encuentra con una de las demoniacas criaturas mirándole fijamente a escasos treinta centímetros de su rostro. Usted lo fulmina con una mirada que lo hace retroceder, pero esto es sólo el comienzo.

El niño vuelve, mientras dos más corren ya entre las mesas. Pide disculpas a su pareja y se levanta, para advertir educadamente a los padres del “descuido” que han tenido con sus hijos. Ellos responden con una especie de ofendida educación y llaman, voz en grito, a sus dobles pequeños. Pero la calma dura poco tiempo, vuelven las carreras. Esta vez llama al camarero y le pregunta por el teléfono de Herodes. El camarero, ya con un niño estirándole de la chaqueta, capta la sutil indirecta y habla con un superior para que informe a los padres de la fascinante capacidad de sus hijos para importunar comensales.

De nuevo, la ofendida educación y unos minutos de calma. Y cuando ya parecía que podría retomar el control de su prometedora cita, uno de los niños le tira un vaso de Coca Cola por encima. Ya es demasiado. Tenía que pasar. Como dice Rajoy, que de eso sabe: “Santo Job sólo hay uno”. Fuera de sí, usted se levanta, coge al niño por el pescuezo y le hunde la cara en la cubitera de la bebida, ante la horrorizada mirada de su acompañante. No puede evitar lanzar una escalofriante carcajada y la expresión de su rostro se torna maléfica mientras saca al pequeño medio ahogado y le dice: “Ahora reprodúcete si tienes huevos, maldito gremlin”.

Lo siguiente que ve, después perder la consciencia a consecuencia de un certero botellazo en la nuca, es el techo de un calabozo de la comisaría. Y lo primero que piensa es que nunca tendrá hijos, porque no quiere matar a nadie, ni quiere ser un padre de ofendida educación. Además, visto lo visto, su deslumbrante acompañante ya no lo verá como el padre/madre ideal. Eso desde luego.

Iba a decir que odio a los niños. Pero sólo los odio por ser una envilecida versión de bolsillo de sus impresentables progenitores.

martes, 27 de octubre de 2009

Buenas intenciones.

Hoy estoy aquí, más triste que de costumbre y tan fracasado como viene siendo habitual. Y sin embargo, ya les he expresado en muchas ocasiones mi firme determinación de que este blog no se convierta en algo repugnante, similar a un diario personal, que en nada tiene por qué interesarles. Y a mí nada me gusta menos que airear problemas personales, por mucho que aprecie su empatía y paciencia para leerlos.

Pero sí me gustaría reflexionar sobre las buenas intenciones. Como ustedes sabrán, hartos de mi insistencia, soy de la opinión de que hasta el más altruista de los comportamientos esconde un velado interés personal, muchas veces oculto hasta para el propio “interesado”. Así pues quizá recuerden mi particular teoría sobre el egoísmo altruista, según la cual, el enamorado da la vida por su amada porque sería incapaz de soportar una vida de ausencia y enfrentarse a la culpabilidad de “no haber hecho todo lo posible”.

Así pues, supongo que las buenas intenciones, sin ser tan radicales, también obedecen a intereses personales que, bien de manera consciente, bien de manera inconsciente, manejan nuestro proceder en el sentido adecuado. Es decir, en el sentido que nos hace parecer buenas personas. No obstante, existen comportamientos generosos que perjudican al que los ejecuta, pero se referirían a aquellos que tienen algún tipo de vinculación afectiva y cuya negación puede generar un sentimiento de mala conciencia.

Entonces, con estas premisas un tanto desengañadas y derrotistas, me enfrento a mis propias buenas intenciones y a su fracaso. Les prometo que intento hacer bien las cosas, que trato de ser cortés, transparente en la medida de lo posible y, sin embargo, descubro que todo cuando estaba haciendo funciona en la dirección opuesta a mis intenciones.

Desde luego, mis intenciones no son loables, pues, en efecto, de culminar correctamente, no sólo beneficiarían al sujeto receptor, sino también a mí. Así las cosas, yo contraigo una especie de deuda moral con una determinada persona y hago todo lo que puedo por solucionarla. Y entonces, me equivoco aun más y agravo el problema, quedándome más desorientado y con el peso de una culpabilidad mucho mayor.

Yo no me niego mis buenas intenciones, pero sí dudo de su efectividad. Ahora estamos peor que al principio y me pregunto: ¿En realidad pensaba que mi actuación beneficiaría a la otra persona o sólo esperaba beneficiarla para cubrir mi deuda moral con ella? Y probablemente la respuesta no me guste nada. Porque, aunque yo no fuera consciente, seguramente buscaba un beneficio egoísta por encima del común. Y eso es tan humano como reprobable.

Si nuestras buenas intenciones no lo son; si no queremos más que complacernos a nosotros mismos. Si los actos aparentemente desinteresados no lo son porque nos hacen sentir bien o porque nos evitan la mala conciencia de no acometerlos, ¿en qué lugar quedan los pocos ideales a los que pretendo ser eternamente fiel?

Quizá deba aceptar que todos actuamos así y que, al fin y al cabo, no es tan malo. Pues las personas siguen queriéndose y odiándose. El sol sigue saliendo y empapando de amarillo las paredes de las casas y los desconocidos siguen mirándonos con una mezcla de indiferencia y curiosidad. Tantos desconocidos en esta ciudad gigantesca, siendo educados o maleducados, con mayor o menor conciencia. Pensando bien y mal y sin saber si algún día llegarán a conocerse.

No sé si daría más valor a las buenas intenciones de un conocido o de un desconocido, pero se me ocurre que las malas intenciones sí son sinceras. Son despreciables, sólo buscan el beneficio propio. Pero son conscientes, ciertas, inequívocas, objetivas y, desde luego, si fracasan, sólo dejan las cosas mejor de lo que estaban. No como las buenas.

A veces el mundo es un lugar parecido al infierno. Y dicen que el infierno está plagado de buenas intenciones.

(Seguramente el cielo de malas- dijo un ateo).

martes, 20 de octubre de 2009

Ser feliz sin saber cómo.

Es posible que alguna vez les haya hablado de mi gusto por la incertidumbre, pero soy así de recurrente. La mayoría de las personas basan su vida en un plan estratégico establecido de antemano con la pretensión –estúpida e inocente- de prever y solventar los problemas que se presenten. Por supuesto, el plan suele ser una idealización de la vida que es incapaz de cubrir los contratiempos que a todos se nos presentan.

Sin embargo, cada día, millones de personas se levantan con una mueca de asco en la cara, se miran al espejo con desprecio y se animan a continuar así durante el resto de su vida. ¿Por qué? Porque es “lo que hay que hacer”. Hay que aguantar los desplantes de un jefe –tan amargado como el subordinado-, mientras desempeñamos una labor que poco tiene que ver con nuestro oficio vocacional. Asimismo, también tenemos que llegar a casa para convivir con una pareja que está tan cansada de nosotros como nosotros de ella, mientras nos planteamos tener hijos para atarnos de por vida y fracasar poquito a poco, en silencio, apenas con miradas, pero profunda y definitivamente.

Y lo seguiremos haciendo. Y nos miraremos con desprecio en el espejo porque no nos terminaremos de reconocer. Porque, aunque lo sabemos, somos incapaces de asumir que nuestro plan de “vida ideal” sólo es una impostura, un trasunto grotesco de la vida que queríamos llevar. Es cierto que yo aun soy joven y es cierto que soy presa de una desorientación existencial que resulta hasta cómica –desde mi humor, un poco cínico-. También es cierto que todavía tengo un montón de realidades en potencia para explorar y que no estoy siguiendo ningún plan maestro para mi devenir. Simplemente verlo venir y adecuarlo en la medida de las posibilidades a mis deseos.

También sé que la situación se complica a medida que el plan vital avanza y va adueñándose de todas las facetas de nuestra realidad, hasta el punto de supeditar nuestras ilusiones a la correcta consecución del plan. Nos reprimimos y censuramos nuestros deseos, que son contrarios al absurdo contrato inmaterial asumido con nosotros mismos. Y, de esta manera, nos reñimos cuando miramos a otra persona como posible (y tal vez más conveniente) pareja, distinta de nuestra cárcel sentimental. También desechamos proyectos profesionales que nos ilusionan mucho más que aquellos que nos amargan y anulan, mientras ayudan al sostenimiento del maldito plan.

Hay personas que tienen el valor necesario para llegar a un punto crítico y romper con todo. Es más fácil cuando se está sólo, cuando el plan no incluye a una pareja, hijos, responsabilidades varias… Y, a los ojos de los demás, implica un fuerte componente egoísta indiferente a la valentía real de tomar semejante decisión. Tal vez, tras la reprobación se esconde el deseo de los demás de dar el mismo paso y la envidia por su falta de fuerza para acometerlo. Seguramente resulte duro quedarte en tu cárcel voluntaria al tiempo que los demás consiguen salir, dejando solo al reflejo malencarado del espejo matutino.

Tras la decisión, viene la indecisión. Las dudas, el anhelo pasajero de la seguridad pasada. Tras la decisión, viene la incertidumbre. Y viene con todas sus consecuencias, pero también con todas sus posibilidades. Viene con la ilusión de atender a nuestros deseos por encima de los convencionalismos y con la experiencia de saber qué errores no debemos cometer. Viene cargada de sinrazones y aún así con todas las razones del mundo para ser elegida.

Porque es fácil ser feliz sin saber cómo. Porque es la única manera de serlo. Porque todos los planes hechos de antemano para construir la felicidad estándar y socialmente aceptada fracasan, al igual que fracasa la sociedad. Porque la felicidad no la da un buen trabajo, una buena pareja, unas amistades convenientes y saber que hoy será igual que mañana. La felicidad la da el oficio que nos hace ser quienes somos, el amor –variado o definitivo-que apasiona, unas amistades incondicionales y, sobre todo, la incertidumbre que permite a “mañana” ser mucho mejor que “hoy”.

martes, 13 de octubre de 2009

Puro recuerdo.


Queridos lectores, esta semana el tiempo se ha precipitado desde un precipicio de inconsciencia y me ha caído encima sin el consiguiente artículo escrito. Es un tiempo denso, que pesa cuando cae y te cala las ideas, las inunda y te las deja flotando, a ver si tienes habilidad de pescar alguna que merezca la pena.

Pero hoy no. No quiero aburrirles con historias de un puente pasado con mis amigos, porque básicamente no creo que les interese lo más mínimo. Tal vez podría recurrir a lo de siempre, que a su vez sirve para demostrar mi convicción de que, en lo esencial, en las relaciones afectivas, casi todos nosotros compartimos esperanzas, miedos y deseos. Podría, en efecto, hacer extensibles mis sensaciones a las que podrían experimentar ustedes, pero de verdad que no me veo con destreza.

Así pues, he pensado que quizás no fuera mala idea hacer un artículo de descripciones. Como no tengo fuerzas para pasar las impresiones por el tamiz de la prosa común y entregárselas a ustedes, voy a intentar reflejarlas en bruto y compartirlas, sin mayor pretensión que llevarles un trocito de momentos que, seguramente, le recuerden a alguno ya vivido.

La habitación no es muy grande, pero tampoco agobiante. Las paredes están cubiertas de esa decoración que uno nunca pondría en su casa y que abundan en las casas rurales, como es el caso. El suelo es de barro cocido, de un color marrón rojizo que intensifica esta atmósfera cálida en la que me veo inmerso. En el centro de la habitación, un sofá verde con forma de “U” me acoge a mí y a unos cuantos amigos más. A ratos no escucho las conversaciones y la luz se va tornando amarilla, mientras se apagan las palabras. Veo las caras, sonrío, y pienso que quiero recordarlo todo. Y ya lo he olvidado.

La terraza está situada en la parte delantera de la casa. A ella dan las ventanas del salón. Yo estoy sentado en un sofá, solo frente a la espesa vegetación que comienza donde terminan las escaleras del porche. La tarde ya anochece y el cielo se torna rojo y violeta, mientras tiñe unas nubes desgarradas en jirones a lo largo del horizonte. Se ha levantado viento y veo como las hojas de los árboles rozan entre sí, produciendo un susurro que deja de escucharse cuando se lo ignora. Tengo en mis manos un cuaderno en el que dibujo los arcos de la terraza y la escalera que baja al jardín. Sombreo el dibujo lentamente, al tiempo que pienso en cosas en las que no debería pensar. Entonces alguien me trae un café caliente, me rescata de mis pensamientos y se queda conmigo, sonrío de nuevo y pienso que quiero recordarlo todo. Y sólo me queda el torpe dibujo.

Es ya muy de noche, aunque no tanto como para ser de día. En uno de los rincones del jardín, la omnipresente vegetación se abre y deja espacio a una pequeña piscina de agua azul –azul triste-. Unas cuantas piezas de madera de teca sirven de borde y separan la piscina de la grava que la rodea. Sobre esas piezas de madera cálida pese al frío, estamos tumbados unos cuantos amigos. Bromeamos sobre cosas intrascendentes, mientras nuestros ojos se pierden en un cielo al que no estamos acostumbrados. Pienso en la posibilidad de ver la luz de estrellas que ya no existen. Pienso en si ellas se habrán enterado de que no existen, porque yo todavía puedo verlas. Pienso en la posibilidad física de ver el pasado e intento que sea así cuando quiera recuperarlo. Pero lo he vuelto a olvidar.

Y sólo me quedan esas estrellas, ignorantes de su inexistencia, que son puro recuerdo.

martes, 6 de octubre de 2009

Historias de amor.

Los que me conocen (y aun así quieren seguir tratándome) saben que no soy dado a recomendar películas. Porque me parece algo similar a recomendarles mujeres a los amigos –a las amigas siempre me autorrecomiendo-. Suele resultar un compendio de desilusiones y desencuentros: Qué si no era para tanto, que si es muy aburrida, que si es muy cursi, que si es muy lenta –hablo de películas, que conste-. Así pues, en esta ocasión transgredo mi propio código peliculero y les recomiendo una: El secreto de sus ojos.

¿Qué por qué se la recomiendo? Porque hacía mucho tiempo que una película no conseguía hacerme reír, llorar, desear, reflexionar sobre mí y un etcétera que no viene al caso. Seguramente y como me pasa con mis amigos y las mujeres, a mi me gustará más que a ellos/ustedes porque soy yo quien la ha visto y quien opina desde la más absoluta subjetividad.

Si bien, podría darles puntos más o menos objetivos, o, mejor dicho, técnicos. Podría explicarles que tiene una fotografía muy cuidada. Podría alabar el trabajo de los actores; formidable Ricardo Darín, maravilloso Guillermo Francella. Podría llamar su atención sobre el increíble trabajo de cámara realizado en la secuencia que se desarrolla en el estadio… Y, por supuesto, no estaría diciendo nada.

Porque lo realmente increíble de esta película es que tiene vida, en el sentido más literal del término. Les garantizo que reirán y, a los que no estén hechos de piedra, les garantizo que llorarán. Y probablemente se vean impelidos a registrar su pasado –el pasado enterrado- en busca de algo que no se atrevieron nunca a hacer y que ha marcado su vida, por mucho que lo nieguen.

Y es que nos pasamos la vida viviendo y se nos olvida que nos morimos. Vamos dejando las cosas para “mañana” y “mañana” termina por enfrentarnos a un espejo en el que no nos reconocemos. Y no nos reconocemos no por viejos, sino porque no somos los viejos que queríamos ser. Porque en un pasado nos callamos y dejamos nuestros sueños en manos de un futuro más valiente, más fácil o más propicio.

Sin embargo, cuando vemos que ese futuro al que le dejamos tanto trabajo atrasado se ha convertido en pasado y cada vez queda menos, entonces nos lamentamos. Lamentamos no ser quienes queríamos, pero evitamos admitir que tampoco en el pasado éramos quienes debíamos, porque si no, habríamos tomado la decisión adecuada.

Nunca hay que dejarse el amor en el tintero. Ni menos aun escribirlo como ficción, sino hablarlo, lanzarse de cabeza sin pensar en el golpe terrible. Pues es mejor un golpe terrible que una agonía de toda una vida. Y ver cómo la mujer de tus sueños se promete, se casa delante de ti, tiene hijos que no son los tuyos y envejece sin compartir todo lo que le habrías regalado. Uno nunca debería quedarse con la duda.

Por supuesto que existe el fracaso. Pero también existe el fracaso valiente y es aquel que tenía opciones de triunfo. Si optamos por callarnos, por mirar, por lamentarnos y autocompadecernos, fracasaremos para siempre y desde el primer momento. Sin remedio. Sé que suena a tópico que habrán oído mil veces, pero es cierto que uno se arrepiente más de las cosas que no hizo. No hay nada peor que perder la oportunidad.

Aun así, quizás nos quede un as en la manga. Quizás estemos a tiempo de vivir lo que nos negamos a nosotros mismos. Quizás no somos tan feos, ni tan tontos, ni tan poco merecedores de sus besos. Quizás sólo lo hemos sido porque es lo que nos decíamos día tras día. Pero es posible que haya un triunfador escondido entre tantísimo miedo. Y aunque se fracase, puedo asegurar que la paz es mayor.

Dense una oportunidad. Vayan al cine, llévensela/lo y díganle que nunca es tarde. Porque esta película, en el fondo, es una preciosa historia de amor. Y su vida debería superar a la ficción. Porque no todas las historias de amor son felices, pero todas las historias felices son de amor.

martes, 29 de septiembre de 2009

Tormentas inevitables.

Hay veces en las que después de una tormenta, viene irremediablemente otra tormenta. Así, sin tiempo para mirar con perspectiva qué había por encima de las nubes, sin que la luz del sol anime un poco la arena horadada y convierta los paraguas en sombrillas. Sin que los oídos se libren de este maldito repiqueteo que es como si el mundo entero chasquease los dedos a la vez. Chas, chas, chas, chas...

Y luego están los truenos, que desgarran el cielo, que se parte de tanto estirarlo para sí cada nube. Como una costura gigantesca de una tela que nos cubre y que ignoramos hasta que cede. Sentimos cómo tiembla el suelo, sin la protección de la tela rasgada, y cómo nos embisten vientos que vienen de partes que jamás llegamos a pensar.

En estos momentos, llegados al tercer párrafo, a la exacta palabra 145, el lector acostumbrado a las pajas mentales de columnistas ilustres –y deslustrados como yo- querrá ver un símil. Una metáfora de mi realidad y de la realidad meteorológica. Y probablemente acierte, aunque no era mi intención. O quizás sí. O quizás sea más bien el tiempo, que contagia a mi vida, porque pensar al revés sería demasiado egocéntrico hasta para mí.

Sin embargo, me hubiera gustado escribir un artículo sobre el tiempo; situarnos al lector -¡pobre lector!- y a mí en un mismo ascensor imaginario e ir subiendo pisos a medida que bajamos líneas de texto. Me hubiera gustado por frívolo y porque suelo tener la irresistible tentación de hablar del tiempo en los ascensores. Y no vayan a creer que es por hacer más cómodo el viaje, sino por pura experimentación maquiavélica.

Me encanta comenzar con la frase: “Hay que ver cómo está el tiempo, ¿eh?”. De inmediato, mi sufrido interlocutor, movido por el consabido Código de protocolo ascensorista, recoge el lazo envenenado que le acabo de lanzar. “Sí, es increíble el frío que está haciendo”, por ejemplo. Entonces, en ese instante es cuando llega el momento en que me divierto: Diga lo que diga el pobre compañero de ascensor, contesto extrañado con una impresión diametralmente –qué tendrán que ver los diámetros- opuesta a la suya. En este caso, contestaría: “¿En serio? Pues yo hacía tiempo que no pasaba un invierno tan cálido”, dicho ello enfundado en un abrigo de paño y con la bufanda por los ojos.

Es aquí cuando llegamos al punto crítico del experimento, cuando la otra persona se descubrirá a sí misma y nos desvelará su rol social. Lo normal es que prevalezca el Código anteriormente citado y nuestra querida cobaya opte por la diplomacia –Qué pocas guerras habría si la OTAN se reuniese en un ascensor enorme-. “¿Sí? Ahm… Supongo que estaré algo destemplado”. No obstante, de vez en cuando, la gente saca algo de amor propio y confianza en ellos mismos y defiende su termostato: “Me parece que te has abrigado demasiado, porque hace un frío de cojones”. Obviamos que el termostato está, en efecto, en la parte aludida.

También, y en casos más reducidos, se dan ciertos individuos que muestran preocupación por su salud o la nuestra. Ellos son buena gente, personas que nos han tomado en serio y, dependiendo de quién tiene frío, no dudarán en advertir de una posible gripe. Cuando esto sucede, suele picarme la conciencia y río despreocupadamente, mientras me disculpo con un: “Sólo bromeaba, es cierto que hace mucho frío”. ¿Qué le voy a hacer si sólo me sale reírme de las personas que me disgustan?

Lo bueno de esta técnica es que no implica riesgos, porque generalmente nadie se va a enzarzar en una absurda discusión meteorológica. Y si se diera el caso, el viaje suele ser lo suficientemente breve –crucen los dedos ante posibles apagones- para que las puertas se abran y nos libren de argumentar nuestra absurda observación. No duden en practicar el experimento, eso sí, siempre con tacto y de buena fe.

Y llegados a este último párrafo, a la palabra exacta 661, el lector se ha librado de leer ese terrible y autocompasivo artículo en el que comparaba la eterna tormenta con algunos aspectos de mi existencia actual. Y se ha librado gracias a que la mente es caprichosa y a que de vez en cuando podemos recordar lo genial que es todo tras la lluvia. Y a la certeza de que algún día seremos capaces de bromear en un ascensor sobre aquella tormenta que no remitía. Tal vez con una bella mujer, que traerá más tormentas. Tormentas inevitables. Pues siempre he sido esclavo de mi sensibilidad estética.

martes, 22 de septiembre de 2009

Yo no soy un caballero.

Últimamente vengo observando un comportamiento muy característico entre esas cotorras engominadas que se hacen llamar “periodistas” y que son, cuanto menos, marujas, cotillas porteras y quinquis de toda índole delictiva y catadura moral. Bueno, para abreviar puedo llamarlos tertulianos o carroñeros y me gustaría explicar brevemente ciertos hábitos de comportamiento que se dan en estos animales televisivos.

Voy a evitar meterme con las mujeres/carroñeras tertulianas, no por pudor o respeto, sino porque al fin y al cabo no me interesan en el sentido que ahora nos ocupa –tal vez más adelante, en una tipología de arpías-. En esta ocasión me interesan los hombres/carroñeros que pueblan ese enajenado concepto televisivo llamado “magacín”. Este tipo de programas (de nombre elegante, heredado de las antiguas publicaciones escritas sobre temas variados) ha terminado por ser un criadero de majaderos esperpénticos que se escupen en directo para regocijo de una audiencia no menos patética.

Entre esos majaderos, me entusiasman especialmente los que se pasan la vida diciendo: “Yo soy un caballero”. Por regla general, el yosoyuncaballero va seguido de un “y jamás comentaría en una televisión mi trío sadomasoquista con Marujita Díaz y Yola Berrocal”. Entonces el espectador no habituado a semejantes alardes de templanza y saber estar puede actuar de dos formas distintas: La primera y más conveniente, tirar la televisión por la ventana, a ser posible encima del caballero en cuestión. La segunda, seguir viendo un poco más, aun a riesgo de perder la cabeza y el sentido del bien y del mal.

Yo, en pos de la experiencia empírica y movido por mi fascinación por lo sórdido, cometí el error de seguir delante del televisor unos minutos más. Entonces pude comprobar varias cosas. Entre ellas, la más importante es que se considera periodismo a lo que la humanidad lleva haciendo durante siglos bajo el nombre de “cotilleo”. También que el majadero de turno podía responder a dos tipos distintos que serían el “carroñero-meacostéconalguien” y el más repugnante “carroñero-periodista”.

El primero no me preocupa. Siempre ha habido gente encantada de airear sus hazañas sexuales y demostrar que su pene es mucho más grande que su inteligencia –lo que tampoco garantiza un tamaño de pene respetable-. El segundo sí, ya que propicia la existencia del primero. Y tal vez me afecte más porque yo estudié periodismo y jamás diría que soy periodista. Porque me parece uno de esos pocos oficios vocacionales que quedan y yo no tengo esa vocación.

El periodismo no tiene nada que ver con esas porteras andróginas siempre indignadas que se llenan la boca de enfermedades venéreas y las vomitan sobre la audiencia, mientras se escudan en el derecho a la información. ¿Cómo se atreven a mezclar un derecho fundamental con el tráfico de chismes, ya no banales, sino estúpidos y ofensivos para cualquier inteligencia media?
Perdonen que me indigne. Pero sí, quizás sea de naturaleza sensible o de ánimo susceptible. El caso es que no puedo entender que esa gentuza lleve el mismo nombre que los periodistas que tratan temas de interés público y cuyo manejo de la información puede afectar a un gobierno o al conjunto de la población.

Sin embargo, aunque sólo sea ya por saturación, puedo tratar de convivir con las cotorras y su audiencia. Puedo aceptar que tienen una vida tan vacía y carente de estímulos que se ven obligados a vivir la de los demás. Puedo aceptar que se llamen periodistas, aunque sólo sean licenciados en Periodismo –algunos ni eso-. Pero no puedo aceptar que, después de todo eso y de comportarse con semejante falta de dignidad, se autodenominen caballeros. Entonces sí; grito, monto en cólera y maldigo en hebreo, arameo, sanscrito, en verso, por telegrama y por tam-tam. Porque son cualquier cosa menos eso. Porque la caballerosidad desaparece al ser apelada por el supuesto caballero.

Me explico: Un acto de caballerosidad es innato para un caballero. Tan sólo el zafio se percata de su conducta extrañamente correcta y lo hace notar, autoproclamándose caballero, gentilhombre o gentleman, que dirían los ingleses. En definitiva, cualquier romano –o jurista pedante- susurraría aquello de excusatio non petita accusatio manifesta.

¡Qué terrible sería dejar la caballerosidad en manos de jinetes de asnos más inteligentes y cabales que ellos mismos! Yo, mientras tanto, seguiré sin ser un caballero. Porque me aterra la idea de montar a caballo. Porque no quiero parecerme a esta nueva hornada de caballeros y porque la moto también me parece un animal muy noble.

martes, 15 de septiembre de 2009

Sólo principios.

En muchas ocasiones se me enciende la bombilla de la idea y vislumbro un tema estupendo para un artículo. Lo apunto e inmediatamente se me ocurren cientos de cosas relacionadas con el tema que, en principio, me parecen tremendamente ingeniosas y apropiadas. Entonces llego a casa, con los dedos echando chispas enciendo el ordenador, que parece demorarse más de lo habitual, después abro el Word y tecleo cual pianista poseído… Un párrafo. Y ya está. Y además es una auténtica basura.

Dependiendo del humor, que en mí es inescrutable, decido seguir con la basura o apearme a tiempo, antes de que todo reviente en un despropósito de letras que provoca arcadas. Si lo sigo, a veces lo enderezo, aunque sólo sea por oficio. De esas pocas veces, menos aun sale algo decente. Y no me refiero al conjunto del artículo, que ya no tiene arreglo, sino a una frase, una imagen o un pensamiento bien expresado; esto es, la palabra adecuada. La que siempre se escapa. Si he logrado eso, ya merecerá la pena el trabajo y el posterior bochorno.

¿Por qué? Porque tal vez haya conseguido que un lector – tal sólo uno de ustedes- lea una sensación tal y como la experimentó en su momento. Porque como ya dije una vez, yo no estoy aquí para enseñar nada, sino para dar cuenta de la realidad que compartimos y demostrarnos –demostrarme- que somos iguales en lo esencial, que mucho de lo que ustedes pueden leer aquí, ya lo han vivido. Y si aun se preguntan “¿Por qué?”, les diré que para que se identifiquen con el autor, que es lo que todo escritor –yo no soy tanto- desea. Y si todavía no les queda claro, les diré que esa identificación busca tranquilidad y compañía. Suene como suene.

En las otras ocasiones en que me apeo en marcha del texto, la situación resulta bastante frustrante y desagradable. Deja un sabor de boca amargo, se quedan las líneas abortadas, en el sentido más humano del término –porque los textos tienen vida-. Pero es pura selección natural. Simplemente ese artículo sólo haría que empeorar la especie y bastante deforme anda ya. Aun así, no lo borro. Guardo decenas de archivos con un párrafo, apenas dos. Quizás una frase.

No puedo eliminarlos sin más y, de hecho, no descarto recopilarlos en un mismo archivo, bajo un título terrible, como “textos abortados” o “artículos desmembrados”. Algo así, bien bestia y medieval. Que suene como lo que es; pensamientos que no fueron escritos para que nadie los leyese. Que no daban más de sí. Qué sólo eran geniales como principio.

De hecho puede que sean perfectos a su manera, porque no pudieron expresarse más que en la ilusión de poder llegar a escribirlos. Por eso hoy he prescindido de intentar el maravilloso texto que tenía en la cabeza. Y en su lugar he preferido insinuar su existencia, aunque sea de pasada. O tal vez por falta de buen hacer y de ánimo.

Porque últimamente tengo un aliento de derrota y empiezo a desconocerme. Miro adelante y me veo inacabado, como todos aquellos textos. Mantengo ilusiones que sólo son ilusiones y las retomo una y otra vez como he retomado aquellos artículos. Las veo y son atractivas, llenas de posibilidades e imposibles por sí mismas y por mí. Pero no puedo evitar tocarlas, desear que mis dedos retomen la última línea en la que dejé mi vida y sean capaces de ver la unidad que buscaban y perseguirla. Hacerla cierta, como hago ciertas todas las mentiras que se me ocurren. Para que ustedes las vivan, aunque eso sólo sea una excusa.

Porque en realidad quiero vivirlas yo, pese a saber que son ideas que fallaban desde el principio. Y que me hundiría con ellas una y otra vez. Porque me siguen pareciendo buenas. Porque hay cosas que simplemente no tienen final. Y son las más desconcertantes y las más fascinantes.

Perdón por la tristeza.

martes, 8 de septiembre de 2009

Empatía.

Hoy a mi mente caprichosa le ha entrado la necesidad de juntar dos películas que poco tienen que ver. Una de ellas es un documental sobre los españoles que estuvieron presos en Mauthausen y Gusen y la otra es una malísima ficción de Keannu Reeves sobre el fin del mundo a manos de extraterrestres más responsables que los humanos (no es ningún mérito).

Sé que resulta atrevido y hasta obsceno que estas dos cintas compartan frase, pero déjenme que me explique y tal vez entiendan un poco lo que quiero demostrar. El documental -Más allá de la alambrada, la memoria del horror- se basa en una serie de testimonios de presos que explican su estancia en los campos, su vida diaria y la muerte diaria. La pantalla nos golpea con la entereza de los rostros ajados y con la gravedad de voces que se quiebran inevitablemente –nosotros también nos quebramos un poco-. Los planos son cerrados, la luz artificiosa, pero la rotundidad habla por sí sola.

No hacen falta aderezos, como las imágenes con falso envejecimiento –repugnantes- que se intercalan entre testimonio y testimonio. El aderezo es cada gesto que imprime a las historias una teatralidad sólo propia de la realidad más cruda. Es inevitable sentir empatía por unas personas que fueron tratadas como si no lo fueran sólo por tener ideales –ideales de los que no se venden, no de los de ahora-. Unas personas que cuando fueron liberadas no pudieron volver a su país como el resto de prisioneros, pues su país era quien los había entregado por formar parte de la democracia que casi les cuesta la vida.

Y sin embargo, cuentan la camaradería. Los sentimientos que hieren de tan sólo oírlos. Qué manera de aguantar y qué terrible sería no emocionarse cuando narran la liberación del campo a manos de las tropas americanas. Para entonces, Mauthausen ya estaba en manos españolas y las tanquetas entraban bajo una pancarta en la que se podía leer: "los antifascistas españoles saludan a las fuerzas liberadoras". Incluso tras esa situación fueron capaces de sobreponerse y seguir viviendo. Con dificultad, con heridas que se ven y que no y con una mirada que ha visto cosas que nos harían dejar de ver a la mayoría de nosotros.

En el otro lado está Ultimátum a la tierra. Sí, esa película malísima –remake de una mejor de idéntico nombre-. No les desvelo nada, la humanidad se salva. Y no la salva un estadounidense, sino un extraterrestre. Cosa que es de agradecer, aunque no difiera mucho en su conocimiento del planeta. Pero lo realmente bonito y autocomplaciente es el porqué de nuestra salvación. Iban a liquidarnos por destruir uno de los planetas más idóneos para la vida. Y nos salvamos porque llegamos a conmover al visitante. Conseguimos que empatice con nosotros, es decir, lo hacemos humano.

Es cierto que el ser humano tiene algo especial. Somos capaces de crear arte de la nada. Un arte que se expresa por sí mismo, independiente y libre del autor una vez terminado. Un arte que puede hacer reír, llorar de alegría o de tristeza. Ese arte y su valor nace de la capacidad que tenemos para interpretarlo, para sentirnos de una u otra manera ante él, porque al final estamos delante de los sentimientos más profundos de otra persona.

En cambio, siempre andamos matándonos entre nosotros, pero nuestro gregarismo hace que nos identifiquemos con un grupo. Si alguien ataca a mi familia, es mi familia. Si alguien ataca a mi ciudad, es mi ciudad. Si alguien ataca a mi país, es mi país. Y si alguien ataca al mundo, es mi mundo -que diría Pedro J.-. Tal vez sea sólo un reprochable sentimiento de propiedad y seguramente sólo ocurra en situaciones límite. Pero a veces dejamos nuestras diferencias de lado y empatizamos por encima de nuestros intereses. Damos nuestra vida por las de otros. Sacamos la identidad que nos define y la hacemos extensible a nuestros iguales.

Ahora sólo queda que nuestros iguales sean más que nuestros “desiguales”. Que dejemos de justificarnos diciendo: “El ser humano es una criatura capaz de hacer las cosas más terribles y olvidarlas con las más hermosas”. No debemos olvidar, sino rectificar. Centrarnos sólo en las cosas hermosas. A mí, personalmente, la crueldad me repugna y la bondad me fascina.

martes, 1 de septiembre de 2009

Planes.

Solemos tener la absurda o inocente manía de concebir nuestra vida como un recorrido a medio plazo cuyos planes han de cumplirse rigurosamente. Sin embargo, esos planes están supeditados a un devenir caprichoso y hacer planes casi supone provocar al destino. Pero no caemos en la cuenta, seguimos con nuestra vida y hacemos esfuerzos sobrehumanos para “hacer lo que debemos hacer”. Intentamos por todos los medios y más allá de lo conveniente que nuestra idea del futuro encaje con lo que realmente sucede.

Hasta cierto punto es más o menos fácil cumplir unas cuantas metas, lo que nos da seguridad en nuestro “proyecto” y nos alienta a seguir adelante y a poner más empeño si cabe. El mundo gira a nuestro alrededor acompasado con nuestro pulso, parece que todo sonríe y que hemos sido capaces de sintonizar con el ritmo vital del planeta –o alguna idiotez por el estilo-. Entonces, cuando más justo parece todo, sobreviene la desgracia.

Antes ya nos habíamos encontrado con inconvenientes que habíamos superado con mejor o peor fortuna, y tal vez habían llagado un poco el plan, pero nadie esperaba la debacle final. Nadie esperaba que aquel futuro predeterminado que se iba cumpliendo pudiera venirse abajo de una forma tan definitiva. En ese instante, por nuestra maldita planificación, nos sentimos desnudos, desarmados ante un futuro que se nos viene encima como una ola que no hemos sabido enfilar a proa.

Todos los sueños que aguardaban prestos bajo el manto del tiempo cercano y dócil han sido arrastrados en un gigantesco remolino, demostrándonos lo débiles que eran en realidad. Y sólo queda rabiar, primero echarse la culpa a uno mismo y después a los demás y después al mundo con el que tan bien sintonizamos en su momento. Y algunos se atreven a echársela a Dios, que suele ser otro consuelo de los creyentes; el gran culpable universal. Un ser capaz de regir nuestras vidas y exculparnos de nuestra estupidez mediante el uso de una terrible crueldad.

Yo nací ateo. No puedo echar balones fuera. No puedo culpar a Dios. No puedo culpar al destino, ni siquiera a los demás, pues de los demás sólo he obtenido un apoyo incondicional. Solamente quedo yo como culpable universal y, muy a mi pesar, eso no me eleva a la categoría de Dios. Si acaso a la de persona honesta consigo misma.

Y por una vez asumo el daño. El que he causado y el que me he causado. Y no veo la necesidad de evadir responsabilidades, porque no soy político. No veo la necesidad de mentir ni de mentirme, porque ya no me lo creería. No veo la necesidad de planear, sino la de fluir con la vida sin intentar acotarla, sin pensar que está hecha para mí o que debe ser de una manera concreta. No veo la necesidad de vivir mientras muero, sino la de morir mientras vivo.

Pero cuesta tanto. Y es tan duro dar un revés a tu forma de entender la vida que en muchos momentos me sepulta la enorme ola que lo ha arrasado todo. Estoy rodeado de mis esperanzas empapadas y de mis recuerdos inútiles y no sé dónde queda el fondo y donde la superficie. Sólo sé que me falta el aliento. Aunque sé que llegará.

De momento respiro de vez en cuando y me niego a mí mismo lo que todo ser humano hace después de darse cuenta de algo: Olvidarlo y repetir todos los errores. Y vivir esos errores como la primera vez, pero con el recuerdo de que una vez se entendió la vida. El problema fue que la vida, desnuda de dioses, destinos, planes y porvenires tan sólo me tenía a mí de protagonista. Y yo sobreactúo y se me queda grande el papel. Necesito el mundo como complemento y mentirnos de mutuo acuerdo sabiendo que en el fondo conocemos la verdad el uno del otro.

martes, 25 de agosto de 2009

Las cajas.

Querido lector, si ahora alza usted la mirada de la pantalla, es muy probable que tenga alguna caja a la vista. También es muy probable que jamás se haya parado a reflexionar sobre algo tan aparentemente cotidiano, pero es que yo tengo mucho tiempo libre y ya no me apetece mirarme al espejo tanto como años atrás.

El concepto de la caja es algo que va más allá de su propia definición, algo mucho más profundo que un continente para guardar algo indeterminado. Una caja es un espacio lleno de vacío, lo que resulta bastante inquietante. Y por ello nos vemos impelidos a llenarlo con cualquier objeto que tengamos a mano. Además, nos convenceremos de que esa caja concreta ha sido diseñada precisamente para tal uso.

Esta estrechez de miras es la que hace que yo no pueda guardar mi guitarra en un gigantesco ataúd negro forrando de satén blanco, cosa que me fastidia sobremanera. Con el toque de clase y distinción que daría al salón de mi casa, por no hablar de lo encantado que estaría al responder preguntas a las siempre interrogantes visitas.

-Dios mío- diría una guapa invitada con los ojos (preciosos ojos) muy abiertos- Eso… Eso es un ataúd.
- No, es la funda de mi guitarra- respondería yo cargado de razón.
- Qué no, de verdad –insistiría ella inquieta- Eso es para guardar muertos.
- Querida –reiría yo, condescendiente-, cuando saque la guitarra y empiece a cantar, querrás estar muerta.

Y es que siempre he sido muy considerado con las visitas y su comodidad es una obsesión para mí. Así pues, no puedo más que ceder a su gusto por guardar muertos en ataúdes y guitarras en fundas de guitarras. Porque al fin y al cabo y aunque no me guste reconocerlo yo también actúo así. Elijo la caja adecuada para la cosa adecuada, unas veces por instinto y otras por aburrida practicidad. Aun así, la verdadera misión de estos objetos es servir de custodio de todo lo que no queremos ver, o de lo que no queremos que vean. Son más un escondite que una protección. No protegen tanto las cosas como nos protegen a nosotros de ellas.

Por supuesto, hay distintos tipos de cajas, pero las más terribles son las cajas de cartón. No me sirven las cajas de mudanza, ni los embalajes de los electrodomésticos. Esas sólo son abrigos temporales, pero no ocultan nada a nuestra vista. Únicamente lo preservan el lapso determinado. Las cajas de cartón parecen inocuas, pero la cosa cambia cuando se utilizan para olvidar. Y es que estas cajas siniestras suelen guardar recuerdos que queremos alejar de nosotros, al menos por un tiempo.

En esas ocasiones, nos convencemos de que la desaparición de todos los recuerdos físicos que pertenecían a una persona querida atenuará los recuerdos de la memoria. Entonces, con una frialdad pasmosa o con un llanto entrecortado por la tarea, guardamos cada cosa de forma que encaje en el interior, con cuidado, con reverencia casi. Con la firme intención de que descansen lo mejor posible y se adormezcan en su sepultura injusta e inútil. Pues la sola visión de las cajas nos llenará la cabeza de las imágenes repudiadas.

En el otro lado estarían las cajas cuyo contenido ignoramos. Todos hemos sentido los nervios y la incontestable curiosidad ante la posibilidad –a veces furtiva- de abrir una caja desconocida. El morbo y tentación de conocer el secreto que encierra, además de la posibilidad de ser descubiertos, acrecienta aun más la excitación de nuestro ánimo de cazatesoros de andar por casa.
A veces, no hay nada que valga la pena, o que nosotros sepamos apreciar. Pero el desconcierto más punzante es el que sobreviene al encontrar la caja vacía –llena de nada- porque supone ir en contra de la naturaleza de una caja. Sin embargo, normalmente nuestros dedos rescatan pequeños objetos sin valor aparente y cargados con todo el valor de lo personal.

Por ejemplo, aquella vieja caja de nuestra abuela, llena de fotos que tal vez ya no quiera ver, porque no quiere verse. Suele ser una caja repleta de rostros jóvenes, cuyo futuro se ha ido amontonando hasta hacerse pasado. Y ese pasado se ha hecho recuerdo y, como es costumbre, ese recuerdo ha sido privado de luz y oxígeno para intentar adormecerlo –todas las cajas son ataúdes-.

Y sin embargo seguirá sonriéndonos cuando abramos la tapa.

martes, 18 de agosto de 2009

Razones para escribir: Vidas que no he vivido.

Hace dos o tres semanas, publiqué un artículo titulado "Nostalgia". No era nada excesivamente extraño ni retorcido. Sin embargo, en los comentarios, una lectora me preguntaba la razón por la cual escribo. En aquel momento le respondí que escribo porque es lo único que sé hacer sin caerme de ningún sitio. Y porque lo necesito. Pero se me olvidó remitirla a otro artículo en el que se abordaban en profundidad las motivaciones más determinantes.

Supongo que mi querida lectora -en verdad es querida- no leyó "Cosas que no vienen a cuento", pues en aquel sí se daban razones y se reflexionaba con cierta intensidad sobre el tema. Pero, por si me equivoco y se da el caso de que leyó el artículo referido y, aun así, le quedaron dudas, he rebuscado en el cajón de los textos breves.

Allí, entre un montón de archivos de word, había un pequeño escrito en el que, por primera vez, tuve la necesidad de explicar por qué hago lo que hago. No se trata de una cuestión de "ego de artista" -que también-, sino de una autojustificación, de una manera de convencerme de que hay una razón para gastar mi tiempo tecleando o garabateando letras en una superficie limpia, vacía y blanca.


Vidas que no he vivido


Resulta muy curioso el uso que hacemos de los sentimientos. Durante mucho tiempo, pensé que eran ellos los que hacían uso de nosotros. Pero he llegado a la conclusión de que somos tan hipócritas y de que tenemos una capacidad tan asombrosa de engañarnos a nosotros mismos, que de manera inconsciente utilizamos nuestros propios sueños o temores. Dependiendo del estado de ánimo que tengamos, buscamos en la memoria retazos de vida pasada que ayude a reafirmar nuestra posición. Esto se da con mayor incidencia en los casos de desamor. Siempre estaremos recordando tal o cual momento en el que se quebró nuestro corazón. El recordar esas vivencias hará que nos revolquemos en nuestra propia autocompasión, hasta creer que somos objeto de un misterioso complot del amor -que además debe de ser una horterada-. Sin embargo, hay muchos más ejemplos de la utilización interesada de sentimientos. Cuando estamos tremendamente alegres, nos atiborramos de sensaciones placenteras para conseguir mantener el chute de serotonina.

Quizás yo sea culpable de utilización ilícita de sentimientos y sensaciones. No sólo por hacer uso de ellos, sino por obtener beneficios. Utilizo mis sentimientos, mis recuerdos. Los desmadejo, los exprimo, los rebobino y los ordeño hasta dejarlos carentes de sentido. Hasta ser incapaz de distinguir lo que rememoro de lo que imagino. Después, con premeditación y alevosía, cojo todo el zumo y lo derramo sobre papeles vacíos y expectantes. Ellos me miran mientras el líquido de emociones los empapa. Primero forma una mancha uniforme que amenaza con hacer pulpa la hoja. Después, muy poquito a poco, el líquido se evapora dejando sólo algunas marcas. Cuando ya se ha secado por completo, lo tomo en mi mano. Ha adquirido más consistencia que antes de arrojarle el contenido de mi historia. Lo acaricio entre el índice y el pulgar y lo acerco a mis ojos para mirar las marcas más de cerca. Son miles de letras, cientos de palabras, decenas de frases agrupadas para contar una historia que me pertenece, pero que jamás reconoceré haber vivido.

Por eso me siento indigno de mis recuerdos. Por eso trato de abarcar todo el acontecer; de aprehenderlo y hacerlo especial. Necesito grabar cada sensación en mi mente porque desconozco si servirá para dar vida a alguien que no existe más que dentro de mi. Alguien que vive al lado de esos retales de vida, pero que jamás accedería a ellos, si yo no abriera la puerta. Ese alguien se convierte en muchos más y cada uno de ellos se apropia de mis recuerdos y los usa para ser mejor que yo. Los utiliza para hacer las cosas que yo no me atreví. Los atesora para permitirme vivir todas las vidas que no he vivido.

martes, 11 de agosto de 2009

El tipo de los escenarios.

Hoy me van a tener que perdonar, pues quizás venga en exceso filosófico, o tal vez apesadumbrado, que viene a ser lo mismo. Intentaré no ser aburrido ni profundo ni excesivo en nada de lo que diga. De hecho, intentaré ser vulgar porque he visto que mis intentos de ser extraordinario han sido, cuanto menos, insuficientes.

Sólo quería hablarles y de manera muy breve de “las localizaciones de nuestra vida”. Al igual que los actores en el cine, nosotros mismos nos movemos a través de una serie de escenarios que nos son más o menos familiares, pero a los que no solemos prestar gran atención. Sin embargo, en mi costumbre de tomar el tedio por entretenimiento, he intentado fijarme en todos los detalles que nos dejamos olvidados. Bajo los pies, tras alguna esquina o quizás frente a nuestros ojos, o rozándolos con las yemas de los dedos.

En esta tarea de hombre ocioso, me he entretenido en observar la eficiencia del tipo que diseña los escenarios. Es una persona laboriosa, casi científica en su proceder, que no obstante suele guardar un punto de humor negro. A veces es simplemente poético, como en el caso de poner una clínica de reproducción asistida lindando con un prostíbulo.

Pero, dejando de lado las casualidades sospechosas, hay que reconocer que de vez en cuando sabe hacer bien las cosas. Por ejemplo: ¿Qué hacer cuando te encuentras con un torrente contenido de sentimientos y eres capaz de decirlos como si no te importase lo más mínimo? Podemos pensar que el tipo en cuestión dejaría que la propia sordidez y contención del momento sirviese de attrezzo, pero no. Resulta que ese día anda inspirado y hace uso de sus poderes infinitos para construir una tormenta sobre el mar, que roza la punta de los dedos.

Todo se electrifica, como las miradas torpes de los personajes. Los sentimientos que se dicen con una mezcla de cinismo y derrota se agolpan en los ojos. Se pueden intuir unas lágrimas que nunca aflorarán. Mientras tanto, la tormenta del tipo permanece quieta, igual de extrañamente contenida, sin una gota, con sus relámpagos lejanos flotando sobre el mar. No puede percibirse siquiera un trueno. Su voz es queda, derrotada, toda la fuerza de la tormenta explota con discreción. Apenas se percibe. Jamás pensé en una tormenta cabizbaja. Pero tampoco en un hombre mirando su reflejo en el cielo. Y no el reflejo físico, sino el reflejo de su actitud.

Después ambos desaparecen también sin hacer ruido. Justo tras haber estallado sin parecerlo. Tras haberse quebrado sin llegar a partirse. Y luego, la calma. Una calma falsa y poco reconfortante, una calma sin verdadera tempestad. Y por dentro todo tirante, como antes. Entonces el tipo se siente realizado. Mira su trabajo aun destellando en el cielo y más tarde echa un vistazo a tu alma –porque es así de chulo- y ríe a carcajadas en cada enorme ola del mar, que ya no roza la punta de los dedos.

Esta historia era para presentarles al tipo que hace lo que ven a su alrededor. Yo una vez lo fui, hice ese trabajo mientras escribía una pequeña novela que pretendía ser un regalo. Hice de tipo de los escenarios y no fui benévolo tampoco. Fui paradójico también. Fui cínico, quise ser gracioso; fui cruel, quise ser poético; fui excesivo porque quise ser realista.

Y es que el tipo de los escenarios, aparte de ser un cachondo, es un exagerado con muy poco sentido de la mesura. Y le da igual que no te fijes más que de vez en cuando. Pero le importa que un tanatorio se llame La siempreviva. Y le importa porque es su trabajo y porque tal vez esa sea la única manera que tiene de reír, de emocionarse o de fastidiar a la gente. Si nos fijamos –en nuestros propios recuerdos-, veremos que se ocupa de nosotros. Da verosimilitud con sus exageraciones a este teatro constante que vivimos. Y, desde luego, no es Dios. Ni tampoco el destino. Si acaso, un decorador.

martes, 4 de agosto de 2009

La casa abandonada.

Desde mi infancia más temprana he sentido una poderosa atracción por las casas abandonadas. Una atracción carente de toda lógica y dominada por una fascinación casi enfermiza, como todas las fascinaciones que merecen la pena. No en vano, cerca del chalé de mis abuelos –al que ya me referí en artículos anteriores- había numerosas viviendas, cuyos habitantes habían desaparecido, dejando ecos apagados.

Aquel era un sitio salvaje, salvaje según el modo de vida actual, un sitio donde las puertas de las casas se dejaban abiertas y las calles carecían de asfalto y se debatían en una débil frontera con los descampados. Todos ellos sembrados de arbustos secos copados de caracoles. El sol era amarillo y penetraba en el suelo, dejando la tierra caliente horas después del ocaso.

En ese sitio salvaje ya existían muchos edificios de apartamentos, pero nada que ver con los modernos monstruos revestidos de monocapa blanco. Abundaban los pequeños edificios de cuatro alturas, cuyas ventanas eran más bien puertas de terrazas que rodeaban todo el apartamento. Solían estar construidos de ladrillo claro y la ausencia de ascensor era una de sus señas de identidad.

Sin embargo, no lejos de estos pequeños núcleos de vida, existía y existe lo que fue un espléndido chalé. Para mí siempre fue La casa abandonada, así, con el artículo determinado, como si no pudiera existir otra porque ella es mi referente del concepto. En el centro de una gran parcela, frente a la cual crecen enormes pinos que rodean una piscina de formas circulares, se levantó una bonita casa de una planta, de diseño moderno y gran calidad de materiales.

Yo ya la conocí vacía –llevaba así desde finales de los 60-. Con ese sol amarillo entrando por las ventanas sin cristales como una cuchilla de luz. Recuerdo mis pies sobre el rectángulo perfecto que se formaba en el suelo y me recuerdo a mí mismo, diminuto en la inmensidad de la gran sala, internándome en las distintas dependencias con un escalofrío permanente recorriéndome la espalda.

No podía evitar imaginar cómo habría sido aquel chalé en sus años de esplendor. Podía ver el salón decorado con muebles de diseño de formas rectas y vanguardistas para su época. Casi escuchaba los gritos de los niños en la piscina –ahora llena de basura y extrañamente profunda- y no me costaba dibujar en mi cabeza a unos padres, tomando el aperitivo bajo los inmensos pinos, sobre un empedrado cuidadosamente trabajado y con una tranquila sonrisa en los labios.

Sin embargo, después de tanto almíbar, tenía que llegar el drama. Y era entonces cuando imaginaba la gran tragedia que había dejado aquel lugar ya no deshabitado, sino abandonado –sólo se abandona a un ser consciente de su abandono-. Me sentaba en el borde de la piscina con los pies colgando sobre los escombros del fondo y veía a al hijo del matrimonio resbalando mientras saludaba a sus felices padres. Su cabeza se estrellaba sin remedio contra una de las aristas de la piedra en la que yo me había sentado. El cuerpo del pequeño se quebraba en una de esas posturas que sólo tienen los cuerpos y no las personas.

Tal vez un hilo de sangre había fluido hasta las aguas, aun agitadas, y se había diluido en el azul, tornando rojas las irisaciones que la luz trazaba sobre los azulejos. La cara de la madre se transformaba, mientras su mano seguía saludando en una inercia inconsciente de lo que ya sabían los ojos. Fue el padre el primero en levantarse y recorrer los pocos metros que lo separaban de la piscina. Se arrodilló junto al cuerpo, lacerándose las rodillas y uniendo su sangre con la de su hijo. A los pocos segundos llegaba la madre, histérica, fuera de sí, exigiéndole a su marido que salvase la vida del niño. Quizás incluso pegándole en la espalda con unos puños sin fuerza y perdiendo la voz en favor del llanto.

Pero el padre no reaccionaba. No había nada que hacer más allá de sostener el cuerpo vacío. La mancha de sangre se había extendido silenciosa dentro del agua fresca. Y las habitaciones de la casa y el jardín entero se habían impregnado del momento terrible. Desde entonces, las paredes parecían enlucidas de una emulsión fotográfica que sólo recordaba lo acontecido aquel día de verano.

Por eso el matrimonio no pudo seguir más allí. Y no quiso saber nada del precioso chalé que abandonaron en la costa mediterránea. La casa perdió su función, fue deshabitada y, por tanto, despojada de los únicos que pueden darle vida. Pasaron los años y la intimidad de las habitaciones impolutas fue violada. Sufrió el saqueo y el vandalismo y nada consiguió empañar el esplendor vivido. Por lo menos yo lo veía, mientras me sentía como una fantasma del futuro en un tiempo pasado, viendo la escena sin ser visto. Y viendo la casa como ella desearía ser vista.

Las casas abandonadas son folios en blanco. Pero folios prestados que, mirados al trasluz, cuentan historias mejores que las que podríamos escribir.