martes, 1 de septiembre de 2009

Planes.

Solemos tener la absurda o inocente manía de concebir nuestra vida como un recorrido a medio plazo cuyos planes han de cumplirse rigurosamente. Sin embargo, esos planes están supeditados a un devenir caprichoso y hacer planes casi supone provocar al destino. Pero no caemos en la cuenta, seguimos con nuestra vida y hacemos esfuerzos sobrehumanos para “hacer lo que debemos hacer”. Intentamos por todos los medios y más allá de lo conveniente que nuestra idea del futuro encaje con lo que realmente sucede.

Hasta cierto punto es más o menos fácil cumplir unas cuantas metas, lo que nos da seguridad en nuestro “proyecto” y nos alienta a seguir adelante y a poner más empeño si cabe. El mundo gira a nuestro alrededor acompasado con nuestro pulso, parece que todo sonríe y que hemos sido capaces de sintonizar con el ritmo vital del planeta –o alguna idiotez por el estilo-. Entonces, cuando más justo parece todo, sobreviene la desgracia.

Antes ya nos habíamos encontrado con inconvenientes que habíamos superado con mejor o peor fortuna, y tal vez habían llagado un poco el plan, pero nadie esperaba la debacle final. Nadie esperaba que aquel futuro predeterminado que se iba cumpliendo pudiera venirse abajo de una forma tan definitiva. En ese instante, por nuestra maldita planificación, nos sentimos desnudos, desarmados ante un futuro que se nos viene encima como una ola que no hemos sabido enfilar a proa.

Todos los sueños que aguardaban prestos bajo el manto del tiempo cercano y dócil han sido arrastrados en un gigantesco remolino, demostrándonos lo débiles que eran en realidad. Y sólo queda rabiar, primero echarse la culpa a uno mismo y después a los demás y después al mundo con el que tan bien sintonizamos en su momento. Y algunos se atreven a echársela a Dios, que suele ser otro consuelo de los creyentes; el gran culpable universal. Un ser capaz de regir nuestras vidas y exculparnos de nuestra estupidez mediante el uso de una terrible crueldad.

Yo nací ateo. No puedo echar balones fuera. No puedo culpar a Dios. No puedo culpar al destino, ni siquiera a los demás, pues de los demás sólo he obtenido un apoyo incondicional. Solamente quedo yo como culpable universal y, muy a mi pesar, eso no me eleva a la categoría de Dios. Si acaso a la de persona honesta consigo misma.

Y por una vez asumo el daño. El que he causado y el que me he causado. Y no veo la necesidad de evadir responsabilidades, porque no soy político. No veo la necesidad de mentir ni de mentirme, porque ya no me lo creería. No veo la necesidad de planear, sino la de fluir con la vida sin intentar acotarla, sin pensar que está hecha para mí o que debe ser de una manera concreta. No veo la necesidad de vivir mientras muero, sino la de morir mientras vivo.

Pero cuesta tanto. Y es tan duro dar un revés a tu forma de entender la vida que en muchos momentos me sepulta la enorme ola que lo ha arrasado todo. Estoy rodeado de mis esperanzas empapadas y de mis recuerdos inútiles y no sé dónde queda el fondo y donde la superficie. Sólo sé que me falta el aliento. Aunque sé que llegará.

De momento respiro de vez en cuando y me niego a mí mismo lo que todo ser humano hace después de darse cuenta de algo: Olvidarlo y repetir todos los errores. Y vivir esos errores como la primera vez, pero con el recuerdo de que una vez se entendió la vida. El problema fue que la vida, desnuda de dioses, destinos, planes y porvenires tan sólo me tenía a mí de protagonista. Y yo sobreactúo y se me queda grande el papel. Necesito el mundo como complemento y mentirnos de mutuo acuerdo sabiendo que en el fondo conocemos la verdad el uno del otro.

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