martes, 22 de septiembre de 2009

Yo no soy un caballero.

Últimamente vengo observando un comportamiento muy característico entre esas cotorras engominadas que se hacen llamar “periodistas” y que son, cuanto menos, marujas, cotillas porteras y quinquis de toda índole delictiva y catadura moral. Bueno, para abreviar puedo llamarlos tertulianos o carroñeros y me gustaría explicar brevemente ciertos hábitos de comportamiento que se dan en estos animales televisivos.

Voy a evitar meterme con las mujeres/carroñeras tertulianas, no por pudor o respeto, sino porque al fin y al cabo no me interesan en el sentido que ahora nos ocupa –tal vez más adelante, en una tipología de arpías-. En esta ocasión me interesan los hombres/carroñeros que pueblan ese enajenado concepto televisivo llamado “magacín”. Este tipo de programas (de nombre elegante, heredado de las antiguas publicaciones escritas sobre temas variados) ha terminado por ser un criadero de majaderos esperpénticos que se escupen en directo para regocijo de una audiencia no menos patética.

Entre esos majaderos, me entusiasman especialmente los que se pasan la vida diciendo: “Yo soy un caballero”. Por regla general, el yosoyuncaballero va seguido de un “y jamás comentaría en una televisión mi trío sadomasoquista con Marujita Díaz y Yola Berrocal”. Entonces el espectador no habituado a semejantes alardes de templanza y saber estar puede actuar de dos formas distintas: La primera y más conveniente, tirar la televisión por la ventana, a ser posible encima del caballero en cuestión. La segunda, seguir viendo un poco más, aun a riesgo de perder la cabeza y el sentido del bien y del mal.

Yo, en pos de la experiencia empírica y movido por mi fascinación por lo sórdido, cometí el error de seguir delante del televisor unos minutos más. Entonces pude comprobar varias cosas. Entre ellas, la más importante es que se considera periodismo a lo que la humanidad lleva haciendo durante siglos bajo el nombre de “cotilleo”. También que el majadero de turno podía responder a dos tipos distintos que serían el “carroñero-meacostéconalguien” y el más repugnante “carroñero-periodista”.

El primero no me preocupa. Siempre ha habido gente encantada de airear sus hazañas sexuales y demostrar que su pene es mucho más grande que su inteligencia –lo que tampoco garantiza un tamaño de pene respetable-. El segundo sí, ya que propicia la existencia del primero. Y tal vez me afecte más porque yo estudié periodismo y jamás diría que soy periodista. Porque me parece uno de esos pocos oficios vocacionales que quedan y yo no tengo esa vocación.

El periodismo no tiene nada que ver con esas porteras andróginas siempre indignadas que se llenan la boca de enfermedades venéreas y las vomitan sobre la audiencia, mientras se escudan en el derecho a la información. ¿Cómo se atreven a mezclar un derecho fundamental con el tráfico de chismes, ya no banales, sino estúpidos y ofensivos para cualquier inteligencia media?
Perdonen que me indigne. Pero sí, quizás sea de naturaleza sensible o de ánimo susceptible. El caso es que no puedo entender que esa gentuza lleve el mismo nombre que los periodistas que tratan temas de interés público y cuyo manejo de la información puede afectar a un gobierno o al conjunto de la población.

Sin embargo, aunque sólo sea ya por saturación, puedo tratar de convivir con las cotorras y su audiencia. Puedo aceptar que tienen una vida tan vacía y carente de estímulos que se ven obligados a vivir la de los demás. Puedo aceptar que se llamen periodistas, aunque sólo sean licenciados en Periodismo –algunos ni eso-. Pero no puedo aceptar que, después de todo eso y de comportarse con semejante falta de dignidad, se autodenominen caballeros. Entonces sí; grito, monto en cólera y maldigo en hebreo, arameo, sanscrito, en verso, por telegrama y por tam-tam. Porque son cualquier cosa menos eso. Porque la caballerosidad desaparece al ser apelada por el supuesto caballero.

Me explico: Un acto de caballerosidad es innato para un caballero. Tan sólo el zafio se percata de su conducta extrañamente correcta y lo hace notar, autoproclamándose caballero, gentilhombre o gentleman, que dirían los ingleses. En definitiva, cualquier romano –o jurista pedante- susurraría aquello de excusatio non petita accusatio manifesta.

¡Qué terrible sería dejar la caballerosidad en manos de jinetes de asnos más inteligentes y cabales que ellos mismos! Yo, mientras tanto, seguiré sin ser un caballero. Porque me aterra la idea de montar a caballo. Porque no quiero parecerme a esta nueva hornada de caballeros y porque la moto también me parece un animal muy noble.

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