miércoles, 8 de febrero de 2012

Pienso, luego existo.


Desde hace unos días vengo luchando contra una disyuntiva que me trae de cabeza. Siempre me he presentado ante el mundo como un ser radicalmente racional, pétreo casi de tan tangible y terrenal. Sin embargo, la propia racionalidad y, más concretamente, el pensamiento me ha planteado un gran problema en su propia condición de inmaterial. Me explicaré mejor: todo vino de una conversación en apariencia metafísica, pero ya casi mundana de tan manida, cuyo objeto no era otro que la existencia de una inteligencia desligada del cuerpo.

Como ustedes podrán suponer, mi postura fue la que siempre ha sido, que no. Que nuestro ser más inmaterial necesita de la base física para poder funcionar, que el cerebro, con sus impulsos eléctricos alimentados por nuestra energía, es el que genera el pensamiento. Que todo viene de la manzana, el filete o el whisky que nos tomemos, si me permiten el efectismo. Que nuestra alma no es más que el procesamiento del mundo que nos rodea, cosa que no deja de ser mágica y apasionante.

No obstante, no es un argumento que suela convencer a los más espirituales. Yo, que tengo vergonzosas debilidades poéticas, apenas me puedo erigir como adalid de la ciencia. Al contrario, soy un hombre de letras, pero tampoco olvido que el conocimiento científico nació del filosófico y el filosófico del simple diálogo trascendental con uno mismo. Por eso me paro a escuchar y pongo en duda no sólo lo espiritual, sino sobre todo lo material, lo que creemos conocer. Porque lo más cercano es lo menos cuestionado. Y, de entre lo más cercano, lo más familiar y desconocido somos nosotros mismos.

Y es que, entre tanta materialidad que tanto me tranquiliza, entre tantos átomos, células, nervios y órganos, nace algo absolutamente inmaterial. Nuestro pensamiento. No dudo del proceso mediante el cual transformamos nuestro alrededor en energía, no dudo de los instrumentos físicos que lo posibilitan, pero me quedo desarmado ante el momento en que consiguen crear de la nada algo que no existe físicamente, algo que no reside en ningún domicilio fisiológico, algo que nos define más aun que nuestro físico.

De momento sigo pensando en la necesidad de lo físico. No creo en la trascendencia del alma más allá del apagón vital, pero me pregunto por la trascendencia del pensamiento una vez liberado de sus ataduras corpóreas. Esa energía, ya formada, con una personalidad y unos rasgos definitorios, ¿cómo se deshace? ¿en qué se transforma? Si fuese sólo electricidad, probablemente nos quedaríamos en una toma de tierra un poco más mística que el calambrazo de un cable pelado. Pero, si sólo fuese electricidad, el pensamiento podría cuantificarse, podría medirse, y además podría reproducirse fuera del cuerpo, fuera del cerebro, en un aparato que tendría la misma categoría que una persona. Nadie podría negarle su legitimidad, pues es el pensamiento lo que nos define.

Sea como fuere, me resisto a aceptar que el pensamiento sólo está compuesto por energía. Algo que va en contra de todo mi sistema de creencias me dice que nuestra expresión inmaterial es mucho más que el resultado de un proceso celular. No me refiero a nada religioso o espiritual en el sentido clásico de los términos, sino más bien a algo que todavía no se ha descubierto, algo emocionante: el momento en el que nuestro ser tangible, dependa o no de lo material, se torna intangible . Y, sin embargo, sigue existiendo.

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