martes, 26 de enero de 2010

In the mood (II).

Roberto recordó las chifladuras que le había contado su amigo Bosco acerca de la Santa Compaña, una especie de procesión de almas en pena que recorría las noches gallegas, llevándose consigo a quien se encontraran por el camino. En fin, la historia en sí le resultaba típica, pero si añadías música de Glenn Miller y un lago de Maine… Definitivamente tenía que sonreír.

Pero aquella noche del segundo día, tras el breve espacio de sonrisas, la nostalgia se hizo con él. Echaba de menos a su familia, a sus amigos y a sus variados líos femeninos. Estaba harto de la vida de abstinencia. Tan sólo había tenido esporádicos encuentros sexuales en la sala de impresión con una de las secretarias con más pinta de secretaria estereotipada que había conocido. Aquel arquetipo rubio, escultural y de deficiente nivel intelectual le había proporcionado el estímulo justo para no tener que recurrir a la prostitución. Cosa que, aunque rechazaba de pleno, había empezado a rondar por su cabeza más de lo que estaba dispuesto a aceptar.

Sentado ahora sobre las tablas del embarcadero, Roberto tenía los pies colgando sobre el vacío del cielo hecho agua y el vacío del cielo hecho cielo se suspendía sobre su cabeza. Rodeado del silencio incompleto de la naturaleza, apuraba el último trago de whisky del día. Mantenía la vista fija en el reflejo del luminoso de un hotel sobre la superficie del lago. Las luces se difuminaban entre las leves ondulaciones, hasta que empezaron a avanzar hacia él. No podía creerlo. Como en una mala película, Roberto miró su vaso vacío, esperando esa respuesta que nunca llega y volvió a mirar hacia las luces.

El reflejo seguía en su sitio, pero no había duda. Unas cuantas luces parecían haberse desprendido entre el débil vaivén del agua y navegaban a un ritmo lento e hipnótico hacia él. Debería de haber huido, debería haberse encerrado en la casa. Eso le decía su cabeza, pero, por otro lado, la curiosidad ante el extraño fenómeno le impedía mover un solo músculo. A medida que las luces se acercaban y casi de forma imperceptible –sería incapaz de determinar en qué momento había empezado a escucharlo-, su cerebro reconoció una melodía muy familiar: In the mood, de Glenn Miller.

Un escalofrío muy distinto al del verano pasado recorrió su espalda. Y en un flash, inútil pero muy ilustrativo, la portada de aquella extraña página web local sacudió su memoria. El tiempo parecía haberse acelerado y su cuerpo parecía haberse ralentizado, a pesar de que los latidos le golpeaban el cuello a ritmo de big band.

Las luces estaban ya a pocos metros. Avanzaban con lentitud, pero con continuidad. Serían unas cincuenta y dejaban una estela que evidenciaba su pertenencia a algo más grande. In the mood ahora lo llenaba todo. El ambiente era opresivo. Sentía que le iban a estallar los tímpanos y se llevó las manos a los oídos. Pero la música no remitía, parecía oírla a través de cada poro de su piel. Cerró los ojos y gritó, pero no escuchó su propio grito.

Cuando volvió a abrirlos, fue capaz de distinguir lo qué se escondía tras las luces. Eran los ojos de veinticinco ancianas que refulgían con la fuerza del infierno. Sus cuerpos marchitos, enfundados en bañadores, se movían obedeciendo a una extraña inteligencia colectiva. Guardaban una formación triangulada y nadaban sólo con los brazos, manteniendo las piernas cruzadas. Como en un terrible y absurdo ejercicio de natación llevado a cabo por autómatas.

Los oídos de Roberto ya sangraban cuando sintió que le ardían los ojos. Necesitaba meterse en el agua.

martes, 19 de enero de 2010

In the mood (I).

Si ustedes consienten -y si no también-, esta semana me permitiré el capricho de publicar la primera parte de un relato, fruto de una broma entre amigos. Les ruego que no vean en él más intención que el entretenimiento, o si acaso una parodía cariñosa de Stephen King. La siguiente semana podrán leer el desenlace, si les quedan ganas. Gracias por la fidelidad, sustentada por su infinita compresión.

A Germán.

Roberto Casadueñas llevaba ya demasiados meses en Nueva York. Al principio la noticia lo había noqueado por completo. Un escalofrío recorrió su cuerpo en pleno verano valenciano cuando una voz aquejada de un fuerte acento norteamericano emergió desde el móvil. De hecho, ahora recordaba con vergüenza como le había hecho repetir a su misterioso interlocutor cada cosa que decía.

-Pero, ¿de dónde dice que me llama?

- Disculpe, señor Casadueñas, supongo que falla la comunicación. Mi nombre es Stephen Calloway, lo llamo del estudio de arquitectura OMA Architecture de New York. Quería hablar con usted porque nos gustaría que participara en nuestro próximo proyecto. Hemos visto su trabajo en Valencia y nos encantaría contar con usted.

Desde luego no había duda. El tipo en cuestión tenía un acentazo, pero su fluidez y corrección eran perfectas. No era la comunicación lo que fallaba, sino el cerebro de Roberto intentado asimilar la noticia: el estudio del arquitecto Koolhaas en Nueva York lo reclamaba. A eso no se podía decir que no. Y no lo hizo, por supuesto.

Roberto era un hombre sencillo. Un arquitecto entusiasmado por su trabajo que vivía de espaldas a la gloria. Nada en él había cambiado desde que ganó el concurso para diseñar la nueva sede del Gobierno de la Comunidad Valenciana. La limpieza de líneas del edificio proyectado y la forma de captar la luz del Mediterráneo, utilizándola para definir espacios dentro y fuera de la construcción, habían causado sensación en el aburrido panorama arquitectónico español.

Pero él había seguido frente a las hojas llenas de bocetos a lápiz y, más tarde, frente al ordenador. Quería hacerlo todo, no soportaba la falta de pasión y, quizá, fuera demasiado renuente a delegar ciertas partes del trabajo que eran perfectamente prescindibles. Por eso, cuando remitió la euforia inicial, se apoderó de él la inseguridad y las dudas de trabajar con un equipo tan grande y bajo una autoridad tan cegadora. Aun así, como ya pensó desde el principio, la oportunidad no se podía rechazar.

Se mudó a Nueva York en cuestión de un mes. El estudio era increíble y los compañeros lo acogieron, no como a uno más, sino como a alguien traído del extranjero por el mismísimo gurú Koolhaas –quien resultó aun más feo al natural-. Lo respetaban y tenían muy en cuenta las directrices que sugería, hasta el punto de verse en una posición de liderazgo extraoficial. En vista de que el proyecto iba en la dirección adecuada y que todos los cabos estaban atados, lo instaron a que descansará una semana y volviera con energías renovadas para afrontar la fase final del trabajo.

Un compañero, con el que había hablado acerca del agobio que le empezaba a producir el ajetreo de la gran manzana, insistió en que pasara la semana en su cabaña del lago Chesuncook, en el estado de Maine. Roberto cedió ante el empeño de su amigo, cogió música, un par de libros, un avión y al día siguiente estaba frente a una imponente construcción de madera y cristal. Llamar a eso cabaña le pareció falsa modestia.

Sólo llevaba dos días y ya se sentía en el paraíso. El lago le recordaba al mar que tanto echaba en falta y el silencio parecía un bálsamo milagroso contra el estrés de Nueva York. Aquella misma tarde de su segundo día, se había sentado en el porche y había ojeado una pila de periódicos que abarcaban cerca de tres semanas. Ese era justo el tiempo transcurrido desde que su compañero pasará por allí en sus días de descanso. No comprendía porque estaba suscrito al periódico, cuando sólo iba unas cuantas semanas al año, aunque, por otro lado, era un lujo no tener que bajar al pueblo a comprarlo.

Roberto ojeaba las noticias enorgulleciéndose del nivel de inglés que había alcanzado en apenas unos meses, partiendo de la base típicamente deficiente del sistema educativo español. No tardó en darse cuenta de que abundaban las noticias de desapariciones. Y siempre respondían al mismo perfil: una señora mayor, ama de casa, de vida normal, con vecinos normales... Sólo existía un vínculo claro entre ellas. Todas asistían al mismo cursillo de natación para la tercera edad. El monitor estaba detenido. “Hijos de puta los hay en todas partes”, pensó sin darle demasiada importancia.

Sin embargo, a lo largo de la tarde no consiguió quitarse la noticia de la cabeza, así que investigó un poco en Internet, hasta encontrar una web de sucesos paranormales que le robó una sonrisa. Según esta fiable fuente, además de las desapariciones, en los últimos días se había escuchado música de Glenn Miller en algunos puntos del lago y habían sido vistas unas extrañas luminarias, que parecían flotar sobre las negras aguas.

Continuará.

martes, 12 de enero de 2010

LA NUNCA.

Déjese llevar. Eso me recomiendan. Bueno, “déjate llevar”, que mis amigos no me tienen ningún respeto y menos como para hablarme de usted. “Sí ves un atisbo de felicidad, lánzate a él como si te fuera la vida en ello”. Y yo pienso –poco, pero pienso-: “si me va la vida en todo lo que hago”. Y luego rectifico en cuestión de segundos: “no, no te va la vida en todo lo que haces. Se te va la vida con todo lo que haces”.

Y quizá tengan razón esos amigos irrespetuosos a los que no me como a besos porque ellas se podrían emocionar y ellos podrían dudar de su sexualidad –y yo no quiero eso-. En fin, que tampoco voy a darles la razón, porque nací embriagado por una clarividencia intelectual defectuosa, que me lleva al abismo una y otra vez, pero que ya sé cómo funciona. Sí, querido lector, es complicado. Tan complicado que no me quedan fuerzas ni para el habitual despliegue de oraciones coordinadas.

Estoy descoordinado. No es que nunca haya sido el rey de la psicomotricidad, pero ahora mis movimientos cardiacos me hacen tropezar con las manos que escriben como quien rompe una presa. Cuando intentas poner orden y recuperar los ladrillos, el agua te arrastra y entonces tienes que dejarte llevar. Aunque no quieras. O, mejor dicho, aunque no te atrevas.

Entonces me veo suspendido en el vacío, hundiéndome en una lámina de agua que cae conmigo y ahogándome en el mismo aire y me falta la costumbre. Antes controlaba estas caídas e incluso las aprovechaba para sacar electricidad. Pero ahora braceo errático, porque creía que podía volar y resulta que no.

Les hablo mientras caigo y les ruego paciencia, porque no entenderán nada. Pero yo tampoco y de eso se trata. No entenderán nada de mí, pero sin ningún esfuerzo encontrarán una situación parecida en el cesto de recuerdos. No hace falta que me digan cómo fue el aterrizaje. Tal vez sea mejor que no lo sepa. Me declararé agnóstico en la fe del vértigo emocional. No ateo, que de eso ya tengo mi dosis.

Y mientras caigo, como suele decirse, veo la película de mi vida en tecnicolor y es una pasada. Sobre todo la parte de cuando era pequeño. Una parte a la que, por otro lado, siempre he restado importancia. Caigo con toda la sala llena de butacas y la pantalla hundiéndose en la misma lámina de agua ingrávida que yo. Y me da igual, porque me ha enganchado mi historia. Me gusta mi vida.

Cuando era pequeño, podía ver colores sobre la oscuridad. Los puntos sorteaban las cuchillas de luz de los agujeros de las persianas y nadaban suspendidos sobre mi cama. Yo estiraba las manos y quedaban a la distancia justa como para no poder rozarlos con la punta de los dedos. Pero me daba igual, eran capaces de formar figuras y yo creo que lo hacían a mi voluntad.

De aquella época tengo recuerdos que no son contagiados. Me explico: todos recordamos cosas que nos han contado, aunque no seamos conscientes, aunque las veamos con nitidez. De alguna manera, hemos hecho nuestro el relato y lo hemos asimilado. Pura cuestión nutricional de la memoria. Sin embargo hay recuerdos genuinos, que los sabemos únicos. Porque no había nadie para vernos mientras los creábamos.

Sé que tuve una amiga invisible, que me gustaba. Una amiga que era invisible hasta para mí y que se llamaba LA NUNCA –no sé por qué, pero les prometo que va en mayúsculas-. Aun hoy me recorre un escalofrío al rememorar su nombre. Supongo que por lo infinito del trasfondo. Aquella niña vivía en la torre de una casa solariega que se veía en la lejanía, desde el chalé de mis abuelos. Una torre cuadrada con tres ventanas verdes y tejas ocres. Una vez traté de ir con mi padre, pero llegamos a una verja que aumentó aún más la sensación de lugar inalcanzable. Porque, por aquel entonces, todo tenía esa condición de absoluto.

Años más tarde llegué a la decadente casa. Un plan parcial había seccionado su pinada y había dejado a la finca desangrándose sobre el asfalto. Ascendí por una escalera aún majestuosa y llegué a la torre. Entre escombros, mi cabeza emergió en la habitación de la torre y me asomé a una de las ventanas verdes. Desde allí vi algo increíble, aunque yo lo crea. Desde allí vi el chalé de mis abuelos en el horizonte y a una chica preciosa asomada a la terraza que yo solía ocupar. Me miraba con el mismo desasosiego que yo a ella.

Fue hace ya ocho años y era invierno. Jamás había llegado a verla hasta entonces y casi la había olvidado, pero no dudé de mi certeza. No había nadie en el chalé. No, no había nadie, excepto LA NUNCA. Quizá había ido a buscarme justo cuando yo había conseguido llegar a su casa. Quizá nuestros ojos se cruzaron en la mitad de nuestros universos paralelos y lamentamos la sincronía de nuestra decisión. Aquella tarde juré que si volvía a verla, correría a besarla y a convertirla en SIEMPRE.

Ahora la veo y me dejo llevar. ¿Alguien más se deja llevar?

martes, 5 de enero de 2010

Realidad acompasada.

Me enfrento al folio con la firme indecisión del que controla una mentira. Sabedor de que sólo manejo esta realidad paralela con soltura, mientras que la otra fluye ajena e independiente. Supongo que será también cuestión de pulsar las teclas adecuadas, pero no me sirven las reglas que aprendí. Por eso, cuando escribo ficción, escribo ensayos. Sé que no es la acepción correcta del término porque no son tratados, ni divagaciones académicas, ni etcéteras intelectuales varios. No, no lo son.

Son ensayos en el sentido estricto de la palabra. Son la última gran prueba antes de la función definitiva. Antes de poder quitarme el papel de la cara y que ella esté ahí sin tener que imaginármela. Así paso las páginas, calculando las palabras, las reacciones, las variables de sus gestos. Después, simplemente dejo que la historia siga su curso y me ayude a pasar de la realidad literaria a la realidad a tientas.

En esos ensayos puedo fracasar, pero me evito la puesta en práctica sin paracaídas. No hay consecuencias ni riesgos, pero tampoco ilusión real ni satisfacciones sinceras. (Sí, mientras se escribe. No, mientras se lee). Los sentimientos se desperdician al derramarse sobre el papel –quizá se derramen porque han colmado lo asumible- y luego se recogen, se comparten y se desvirtúan. Se interpretan y se convierten en sentimientos escritos. En sentimientos ociosos y sin un propósito cierto.

Por eso, mientras me recuesto en el sofá, con el portátil sobre las rodillas y un sol anaranjado incendiando el horizonte, se me ocurre qué tal vez ella se recueste sobre mí. Y, tal vez, mire estas palabras surgiendo en la pantalla, escribiéndose a la vez que se leen, pasando página cuando el propio transcurrir lo pide. Sí, se me ocurre que algún día se mezclen las dos realidades y que, durante las breves pausas en las que dudo entre una u otra palabra, baje la mirada y vea el brillo de su cabello rojizo por el ocaso. Al ver que he parado de escribir, es posible que gire la cabeza hacia mí y me mire buscando una respuesta. Puede incluso que compartamos el deseo de que todas estas letras sigan emergiendo como si estuviesen ya escritas antes de que el cursor las descubra.

Para entonces, para cuando eso pase, yo ya sabré cómo comportarme, porque lo habré ensayado una y otra vez. En mi imaginación y por escrito, con el cálculo cálido del que razona con los sentimientos. Y, para entonces, para cuando eso pase, yo ya habré visto muchos atardeceres en su compañía sin estar acompañado. Habré recogido todas las miradas que me deja entrever y sabré interpretarlas de forma que las letras y la realidad se acompasen como nuestros latidos.

Entretanto, seguiré ensayando, si me lo permiten. Les será fácil adivinar cuándo se desvele este telón de párrafos porque seguiré escribiendo de lo mismo, pero con la amargura olvidada y sin los titubeos de los ensayos. Con la seguridad de estar en la escena y sabiendo que puedo improvisar porque su mirada curiosa va del teclado a las letras -como cuando mira mis manos al tocar la guitarra, buscando las conexiones que yo creo haber encontrado-. Y, quizá, sugiriéndome alguna palabra cuando no sepa encontrarla.

Entonces y sólo entonces esa palabra sugerida será lo mejor del texto. Pues ahora sólo puedo ensayarlas, imaginar que las leo de sus labios. Pero entonces y sólo entonces mis manos las copiarán del aire, que no andará tan vacío como ahora. Porque, cuando las realidades se acompasen, escribir dejará de ser la única forma de vivir y vivir será la única forma de escribir.