miércoles, 27 de abril de 2011

Las raíces del miedo.

Cuando era pequeño prestaba más atención a las pesadillas. Quizás las tomara más en serio. Lo cierto es que me resultaba difícil conciliar el sueño tras una pesadilla sin pensar en cosas que dieran lugar a otra. Tampoco nada del otro mundo, no era un niño de miedos complicados. Nada más allá de momias descarnadas, de muertos putrefactos, de emparedados o de una sombra sentada a los pies de la cama. Un repertorio bastante cerrado que, desde la distancia, me produce dos reacciones. Por un lado una curiosidad tintada de paternalismo y, por otro, un terror profundo pero atenuado. Algo que ya no duele de pura costumbre.

La curiosidad viene de lo estático de todos esos miedos. No había acción. Yo no esperaba que el muerto de turno sacase un brazo desde su escondrijo y me asiera para atacarme. No, ni siquiera creo que fuesen muertos con capacidad de moverse. Y así reaccionaba yo también. En mitad de la oscuridad, con los objetos familiares convertidos en grotescos bultos desconocidos, me cubría la cabeza con la sábana y me quedaba quieto. A veces dejaba de respirar para asegurarme de que sólo yo respiraba en la habitación. Luego pensaba que ni los muertos ni los fantasmas respiran, pero el miedo a escuchar otra respiración a mi lado no cedía. Si acaso se intensificaba.

No quería darme la vuelta. Dejaba que el sudor frío empapara la almohada hasta hacerse molesto. Prefería la incomodidad al contacto con el intruso. Me daba por pensar en sus ojos abiertos, vacíos de vida. Los recuerdo vidriosos en mi imaginación, casi falsos de tan cristalizados. Tampoco se me escapaba su piel llagada y sus labios cuarteados. Pero no se me ocurría pensar en el olor, pues eso me hubiera tranquilizado. No, mis muertos eran asépticos e inodoros, pero terribles. Terribles por su hieratismo, por su inmovilidad, como la sombra sentada a los pies de la cama. Sólo observan, y ni eso. Sólo están, aunque queden fuera nuestra vista. Eso los hace aún mas inquietantes. Todavía no sé si tiene que ver con el miedo a lo oculto o con el miedo a la muerte.

La otra sensación, el terror adormecido, me viene de la evocación. Me viene porque con la edad cambian los miedos, pero no los absurdos. Confundimos el miedo con la preocupación. Tenemos miedo a perder a nuestros seres queridos, miedo a la soledad, a no tener medios para vivir o para mantener lo que ya tenemos. Existe un miedo basado en lo posible. A primera vista no encontramos semejanzas con el miedo infantil. No diríamos que se trata de terror. Por eso sé que si dejo de pensar en lo cotidiano y rememoro aquellas imágenes, sentiré algo que no sé explicar. Porque no es racional. Volverá el sudor frío, el latido del corazón en la sienes y, lo más importante, la inmovilidad como defensa. El terror paraliza.

Entonces me envuelvo en el manto de la racionalidad y me digo que el miedo a la oscuridad viene del pasado, de cuando nos acechaban los peligros en bosques oscuros. De cuando no existían la electricidad ni las velas y se dormía al raso. Y el resto, la puesta en escena, le compete a la muerte, que al fin y al cabo simboliza lo desconocido. Lo más desconocido, vaya. Y al final todos los miedos –los racionales y los irracionales- tienen algo en común; la incertidumbre. El desconocimiento.

Pasada la infancia, creemos saberlo todo. Los muertos no se levantan y se acuestan en tu colchón –sería un engorro-, los fantasmas no existen y la sombra a los pies de la cama es un montón de ropa –soy muy desordenado-. Sea como fuere, aunque no nos demos cuenta, nuestros nuevos miedos tienen que ver con lo mismo de siempre. Muerte, indefensión, incertidumbre, debilidad y soledad, lo único que con aspecto de enfermedad o de hipoteca, de paro, de crisis, de problemas de autoestima y demás cosas aburridas y terrenales.

Acabamos convirtiendo una buena película de terror en un telefilm de sobremesa. Eso hace la edad con nuestras pesadillas. No les cuento lo que hace con los sueños.

(Eso sí que da miedo).

miércoles, 20 de abril de 2011

Sagrado Tribunal Supremo.

Acabo de leer que el Tribunal Supremo ha dado la razón a aquella profesora de Religión a la que despidieron por estar divorciada. Ahora le devolverán su puesto de trabajo y podrá continuar con su vida al margen de la moral católica. Y me parece bien, sino fuera porque todo el asunto, desde su raíz, es un despropósito.

Supongo que no soy el primero en preguntarse por la razón de que exista una asignatura llamada Religión y Moral Católica en el marco de una enseñanza pública laica. No obstante, reconozco el profundo arraigo del catolicismo en nuestro país. Entiendo la profesión de una religión concreta y respeto las expresiones públicas que correspondan al ejercicio de la fe de cada cual. Pero no por parte de un organismo oficial.

Vivimos en un estado aconfesional. Las instituciones públicas no profesan una u otra religión. Tenemos libertad religiosa como tenemos libertad política. A todos nos escandalizaría que se impartiera una asignatura de Ideología Comunista o de Fundamentos Sociales de la Derecha Española. Sin embargo, estamos tan acostumbrados a la asignatura de Religión, que nos parece razonable, cuando en realidad está fuera de lugar. La educación religiosa, al igual que valores políticos, pertenece al ámbito privado. (Por no hablar de que, cada vez más, tanto lo uno como lo otro son una cuestión de fe).

Los defensores de que se mantenga la asignatura arguyen que existe la de Alternativa a la Religión, o lo que es lo mismo: una perdida de tiempo para los alumnos y un marrón para el docente de turno. No debería de existir una alternativa a la religión porque no debería de existir un adoctrinamiento religioso en la educación pública. Otro argumento de los favorables es que se facilite una clase de religión según la fe de cada alumno. Es decir, profesores de religión católica, musulmana, judía, protestante, budista, hindú… Y para mí, un profesor de ateísmo –un tipo descreído, frío y racional, con un dilatado curriculum de empirismo…-. En definitiva, un absurdo de proporciones bíblicas, si me permiten el chiste fácil.

Se mire por donde se mire, la inclusión de esta asignatura genera desigualdades a todos los niveles. Desde los alumnos confinados a la Alternativa a la Religión, pasando por los de otros cultos no reconocidos en la docencia, hasta los propios profesores que han estudiado una oposición. Porque, aunque no lo crean, los profesores de Religión imparten clase en un centro público sin haber superado ninguna prueba oficial -es lo que tienen los cargos de designación divina-. Son elegidos por la Diócesis que corresponda mediante una valoración de méritos completamente subjetiva y sin intervención del Ministerio de Educación. Como pueden ver, es mejor conocer a Dios que ser amigo del presidente del tribunal.

Por otro lado, esas dos horas semanales bien podrían cederse a asignaturas elementales como Lengua, Matemáticas o algún idioma extranjero. Incluso podría convertirse en una Historia de Las Religiones. Pero, a pesar de las múltiples posibilidades, el panorama actual es anacrónico, injusto e improcedente, y no tiene visos de cambiar. Sólo nos queda esperar a que la creciente diversidad religiosa termine por provocar el caos. Hasta entonces se impartirán clases de moral (!) católica por personas que no son consecuentes con sus preceptos. España es un país divertido.

miércoles, 13 de abril de 2011

¿No te da vergüenza?

Con el tiempo he aprendido a vivir en un estado de felicidad irresponsable. No es que sea mala persona, por lo menos tengo la conciencia tranquila. Es, más bien, que me he insensibilizado del entorno y me he sensibilizado con lo próximo. No podría decir de quién es la culpa, o si sólo es el hastío ante tanta injusticia, que ya estoy saturado. Quizás las desgracias ajenas, y con ellas la conciencia social, necesitan algo de espacio para ser oídas. Esto es, que no haya tantas.

No es la primera vez que lo pienso, la primera vez que descubro una mirada reprobatoria en el espejo. “¿Cómo puedes ser tan feliz con las desgracias que acontecen a la vuelta de la esquina?”. Algo así. Y a ese reflejo inquisidor y aguafiestas no le falta razón. Veo el brillo de la conciencia social en su pupila y vuelvo la cabeza. No me quiero enfrentar a ella y, sin embargo, no hallo remordimiento alguno pasados cinco minutos.

Aun así, recurro a la sempiterna excusa del pusilánime; aquello de: “¿Qué voy a hacer yo si sólo soy una persona anónima?” La verdad es que resulta bastante cómodo escudarse en ser sólo una persona anónima, pero omito para mi tranquilidad que los grandes cambios los llevan han llevado a cabo las personas anónimas. Y, aun más, que todos los líderes sociales fueron personas anónimas alguna vez. Lo que ocurre es que es más fácil ser feliz. ¿Y por qué no?

Los que me leen saben bien que tiendo a echarle la culpa de casi todo a los medios de comunicación y a los políticos –que muchas veces vienen a ser lo mismo-. Pero hasta en eso fracaso, pues si realmente quisiera un cambio, también podría luchar para remodelar el actual sistema informativo. Es más, si alguna vez ha habido una situación óptima –por motivos de tecnología, alcance y alfabetización- para reformarlo, es esta misma.

De momento sólo tecleo, desde mi cómoda felicidad. Si bien, tengo la controversia, la confrontación de mi complacencia con ese extraño deber, que tiene algo de empatía irracional. Por un lado me siento en el sofá y me dejo acariciar por un suave sol de primavera. Por la ventana entra sin llamar una débil brisa y el aire huele a café y a tormenta futura. Todo es paz, hasta el clic rítmico de cada tecla que pulsa cada dedo amaestrado. Las personas a las que quiero están bien. Y me quieren. Tengo todo cuanto pudiera desear, casi puedo sentir lo bien afinadas que están las cuerdas que sostienen la realidad. Y cómo vibran conmigo.

Por otro lado, es encender la tele y todo se torna sórdido. Es abrir el periódico y todo se torna sórdido (aunque más intelectual). Es encender el ordenador y todo se torna sórdido. Entonces me olvido de la realidad, pulso el icono que hace funcionar el procesador de textos y me dedico a evadirme. Aunque a veces se cuelan párrafos como los anteriores. Y sé que me los dicta el mismo tipo que me mira desde el otro lado del espejo. Lo sé porque cuando apago el ordenador y el blanco deja paso al negro, su cara sigue en la oscuridad. A lo mejor yo tengo media sonrisa, remanente de lo escrito, pero él no. Él sigue reprobándome: “¿No te da vergüenza?”.

Pues un poco, la verdad.

miércoles, 6 de abril de 2011

Libia demodé.

Poco a poco se va apagando el tema libio. Si me permiten el cinismo, empieza a estar demodé. No encuentro otro motivo, porque el conflicto sigue más vivo que nunca. El tira y afloja es la norma en los frentes y, lo que antes avanzaban unos, ahora lo ganan otros. No obstante, las explosiones cada vez hacen menos ruido. ¿Por qué? Pues bien, se me ocurren varias razones.

En primer lugar, se trata de una guerra, que ya de por sí tienen mala prensa –ellas sabrán por qué-. Y, además, es una guerra en la que hemos entrado unos cuantos países europeos a los que nos viene bien una buena cortina de humo. Esta cortina es estupenda para arropar a la crisis y dejarla dormida durante unos días. Sí, digo días, porque, cuando el tema se alarga, también se alarga el número de víctimas, lo que no termina de quedar bien en una presunta misión de liberación democrática.

Resulta que a Occidente le entra el prurito democratizador sólo si hay petróleo de por medio y encuentran una forma de comprarlo más barato. En Irak la cosa fue distinta: para justificar una acción internacional, primero hubo que inventarse una mentira bien gorda y con un buen nombre, léase “armas de destrucción masiva” –el término acojona, no se lo voy a negar-. Sin embargo, en esta ocasión no hay excusa, más allá de lo buena gente que somos y de lo mucho que nos solidarizamos con los revolucionarios.

Lo que no nos cuentan es que el gobierno revolucionario prometió suministrar petróleo con menos trabas de las que ponía Gadafi. Para ello, obviamente, necesitaba la ayuda de los interesados, los mismos interesados que antes de la revuelta se hacían fotos con el dictador y encajaban con arte las “bromitas” y los desatinos del coronel. Entonces no importaba, era parte del precio.

A estas alturas, sólo se podría pedir un poco de respeto a nuestra inteligencia. Pero tampoco mucho, porque no puedo entender las manifestaciones contra la guerra de Irak sin manifestaciones contra la guerra de Libia. Ahora resulta que este conflicto armado es progre –toma ya- y nadie se manifiesta. Y eso que el objetivo es el mismo; quitar a un dictador incómodo para poner un gobierno títere del que obtener más beneficios. Todo ello disfrazado de caridad democrática del primer mundo. Un asco, vaya.

Y, por si fuera poco, los rebeldes se quejan. Que si no se bombardea lo suficiente, que si Gadafi recupera terreno, que sí está atacando las explotaciones petrolíferas… Parece que nuestros líderes no entienden que Gadafi tiene partidarios entre los civiles y al ejército de su parte. Quizás tampoco entiendan la diferencia entre meter el brazo hasta el codo en oro negro y meter la pata hasta la rodilla en mitad del desierto. Aunque, si eso llega a ocurrir, ya nos habremos largado. Dejaremos el país sumido en el caos y continuaremos con nuestra misión de evangelización democrática en otra parte.

Porque no hemos abandonado nuestro papel, seguimos teniendo complejo de metrópolis. Si por nosotros fuera, viviríamos en la época de las colonias. De hecho, parece que no tuvimos bastante con dejar un mapa trazado con tiralíneas, con mezclar en el mismo país a tribus que llevan siglos matándose entre sí y con agotar los recursos naturales. Nos fuimos sin dejar nada y promovimos gobiernos favorables a los intereses de las respectivas metrópolis. No hay más que mirar lo que fue nuestra Guinea, la Libia italiana o la Costa de Marfil francesa.

Precisamente este último país ha recogido el testigo informativo de Libia. Allí las fuerzas militares internacionales son fuerzas de paz, no bombardean en favor de ningún bando. Será que hay menos beneficios en juego, por eso la democracia de unos importa menos que la de otros. Será que la importancia se traduce en dinero y los ideales son más brillantes si reciben un baño de oro –sea del color que sea-.