martes, 7 de julio de 2009

Realidad en potencia.

Hace ya algún tiempo, durante una época en la que escribía poesía casi a diario, escribí: “¿De qué lado quedan los olvidos olvidados?”. Y hoy, que soy más bien hombre de prosa –incluso prosaico-, me pregunto: “¿Adónde va la realidad en potencia?”. La realidad en potencia es esa realidad que pudo ser, pero que jamás llegó ni llegará a ser, porque ha pasado su momento, porque siempre es tarde para ella.

Desde que nacemos, nos vemos abocados a un mundo real, que se irá desplegando según nuestros actos, decisiones, ideas o simple azar. Todo cuanto hacemos o pensamos tiene una repercusión en la realidad en esencia, que es la que vivimos, y, por tanto, también la tiene en la realidad en potencia. No en vano, nuestra realidad actual fue realidad en potencia antes de existir.

El problema es que una vez instalados en nuestra realidad, no podemos olvidar lo que pudo ser, como si siempre se pudiera mejorar lo que tenemos. Y es que tenemos la manía de pensar en negativo, cuando es igualmente posible que nos hubiera tocado una realidad peor que la que consideramos tan desilusionante. Todo es cuestión de perspectiva, supongo.

No obstante, me parece un tema muy interesante y creo recordar que ha sido tratado en el cine y la literatura, de manera que se nos presentaban dos realidades a partir de un suceso clave. Pero no todo depende de un suceso en apariencia trascendente y, desde luego, no hay sólo dos caminos, sino cientos de ellos que dependen de variables intrascendentes, casi imperceptibles, y que determinan nuestro futuro aun con más fuerza que los que se nos ocurren importantes. Por eso la literatura y el cine no pueden dar abasto.

En cambio, nosotros podemos analizar la realidad en esencia y calcular la realidad en potencia más probable. Y solemos hacerlo sin darnos cuenta y con la extraña percepción de haber predicho el futuro. Aunque la realidad en potencia no se basa en el tiempo, ya que nunca ha sido. Simplemente tuvo un momento, su oportunidad, de llegar a realizarse, pero una vez irrealizada no se sustenta en un pasado o en un futuro, sino que avanza en una línea temporal que no existe –una vía muerta- y que, a su vez, se bifurca en cientos de posibles realidades que son aun más imposibles, porque dependen de una que nunca llego a ser.

Después de este pequeño esfuerzo teórico, les pido que se paren a pensar. Que busquen en su memoria cualquier momento (pequeño o grande, importante o banal) capaz de haber cambiado su vida. No creo que les cueste mucho dar con uno: una declaración de amor, la decisión de estudiar una u otra carrera, vivir en una u otra ciudad… Ese tipo de cosas se recuerdan y se considera que han supuesto un punto de inflexión en el discurrir del devenir. Un punto controlado por nosotros y elegido entre las demás posibles realidades, que han quedado huérfanas de nuestra presencia.

Sin embargo, a mi me interesan las que no dependen de nosotros. Las que nunca conoceremos: ese día que salimos de casa diez minutos después, evitando un atropello que nos habría matado o dejado inválidos, o tal vez nos habría internado con una pierna escayolada en un hospital donde habríamos conocido a una enfermera que resultaría ser la mujer de nuestra vida. Las carambolas de eso que llaman destino y que sólo es la vida, en donde las decisiones las tomamos nosotros mismos sin saber que las tomamos. No hay un dios jugando a los dados con nosotros –eso sería darse mucha importancia-, somos nosotros los que apostamos a cada segundo, y lo hacemos porque desconocemos las consecuencias.

En los otros momentos que les he pedido rememorar sí tuvimos en cuenta la realidad en potencia y elegimos según nuestro criterio. Sopesamos esas realidades y elegimos una, dando al traste con todos los demás futuros trazados, ya imposibles de retomar. Pero en el azar de nuestras decisiones no hay valoración, no hay riesgos en salir diez minutos después. Es probable que el conductor que nos podría atropellar también saliera diez minutos después, es posible que frene a tiempo, es posible que nos enamoremos o que muramos. Si morimos, entonces todas las realidades en potencia serán inútiles y, como nuestra propia vida –la vida que deberíamos haber vivido- estarán vacías de sentido.

Con todo esto, sólo quiero animarles a vivir sin pensar continuamente en las consecuencias de cada acto. Los que pueden determinar nuestra vida y están bajo nuestro control –por lo menos en apariencia- se nos presentaran claros y distintos. No habrá problema para decidir. Pero los otros, los banales, los que al final determinan nuestra vida, no entran en nuestro radio de acción, no podemos predecirlos, sopesarlos ni elegirlos.

Y todo ello da lugar a algo maravilloso: la vida no tiene sentido, más allá de vivir. Vivir es lo que debe explicar todo cuanto hacemos. Es el transcurso, el camino que recorremos hasta la muerte lo que debe sustentar todo el conjunto, no una meta establecida. La meta sólo debe ser la justificación para seguir viviendo. Cada uno somos miles de realidades en potencia.

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