martes, 11 de agosto de 2009

El tipo de los escenarios.

Hoy me van a tener que perdonar, pues quizás venga en exceso filosófico, o tal vez apesadumbrado, que viene a ser lo mismo. Intentaré no ser aburrido ni profundo ni excesivo en nada de lo que diga. De hecho, intentaré ser vulgar porque he visto que mis intentos de ser extraordinario han sido, cuanto menos, insuficientes.

Sólo quería hablarles y de manera muy breve de “las localizaciones de nuestra vida”. Al igual que los actores en el cine, nosotros mismos nos movemos a través de una serie de escenarios que nos son más o menos familiares, pero a los que no solemos prestar gran atención. Sin embargo, en mi costumbre de tomar el tedio por entretenimiento, he intentado fijarme en todos los detalles que nos dejamos olvidados. Bajo los pies, tras alguna esquina o quizás frente a nuestros ojos, o rozándolos con las yemas de los dedos.

En esta tarea de hombre ocioso, me he entretenido en observar la eficiencia del tipo que diseña los escenarios. Es una persona laboriosa, casi científica en su proceder, que no obstante suele guardar un punto de humor negro. A veces es simplemente poético, como en el caso de poner una clínica de reproducción asistida lindando con un prostíbulo.

Pero, dejando de lado las casualidades sospechosas, hay que reconocer que de vez en cuando sabe hacer bien las cosas. Por ejemplo: ¿Qué hacer cuando te encuentras con un torrente contenido de sentimientos y eres capaz de decirlos como si no te importase lo más mínimo? Podemos pensar que el tipo en cuestión dejaría que la propia sordidez y contención del momento sirviese de attrezzo, pero no. Resulta que ese día anda inspirado y hace uso de sus poderes infinitos para construir una tormenta sobre el mar, que roza la punta de los dedos.

Todo se electrifica, como las miradas torpes de los personajes. Los sentimientos que se dicen con una mezcla de cinismo y derrota se agolpan en los ojos. Se pueden intuir unas lágrimas que nunca aflorarán. Mientras tanto, la tormenta del tipo permanece quieta, igual de extrañamente contenida, sin una gota, con sus relámpagos lejanos flotando sobre el mar. No puede percibirse siquiera un trueno. Su voz es queda, derrotada, toda la fuerza de la tormenta explota con discreción. Apenas se percibe. Jamás pensé en una tormenta cabizbaja. Pero tampoco en un hombre mirando su reflejo en el cielo. Y no el reflejo físico, sino el reflejo de su actitud.

Después ambos desaparecen también sin hacer ruido. Justo tras haber estallado sin parecerlo. Tras haberse quebrado sin llegar a partirse. Y luego, la calma. Una calma falsa y poco reconfortante, una calma sin verdadera tempestad. Y por dentro todo tirante, como antes. Entonces el tipo se siente realizado. Mira su trabajo aun destellando en el cielo y más tarde echa un vistazo a tu alma –porque es así de chulo- y ríe a carcajadas en cada enorme ola del mar, que ya no roza la punta de los dedos.

Esta historia era para presentarles al tipo que hace lo que ven a su alrededor. Yo una vez lo fui, hice ese trabajo mientras escribía una pequeña novela que pretendía ser un regalo. Hice de tipo de los escenarios y no fui benévolo tampoco. Fui paradójico también. Fui cínico, quise ser gracioso; fui cruel, quise ser poético; fui excesivo porque quise ser realista.

Y es que el tipo de los escenarios, aparte de ser un cachondo, es un exagerado con muy poco sentido de la mesura. Y le da igual que no te fijes más que de vez en cuando. Pero le importa que un tanatorio se llame La siempreviva. Y le importa porque es su trabajo y porque tal vez esa sea la única manera que tiene de reír, de emocionarse o de fastidiar a la gente. Si nos fijamos –en nuestros propios recuerdos-, veremos que se ocupa de nosotros. Da verosimilitud con sus exageraciones a este teatro constante que vivimos. Y, desde luego, no es Dios. Ni tampoco el destino. Si acaso, un decorador.

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