martes, 15 de diciembre de 2009

Desasosiego.

Siento el aire en mi cara y el olor a salitre. Puedo notar la sensación de velocidad, aunque no sé cómo he llegado a estar sentado al volante de este coche. Sólo sé que soy feliz y que me encuentro tremendamente ilusionado. El sol es el sol amarillo tan familiar del Mediterráneo y puedo percibir su calor acariciando la piel de mis manos, que se apoyan en un volante de pasta blanca. Sobre mi cabeza no hay ningún techo, sino aire, cielo azul y las copas de unos cuantos pinos que se estiran en un fugaz borrón verde al pasar por debajo.


Definitivamente no es mi coche, pero tampoco lo siento ajeno. En ese momento sé que conduzco un Alfa Romeo Giulietta del que me siento profundamente orgulloso. El tiempo durante el que voy tomando consciencia de mi situación es de segundos, pero lo siento eterno. Es como si fuera una bobina en un viejo proyector al que le cuesta empezar a girar. Sin embargo, progresivamente, me viene el sonido del motor y certezas que advierto imprescindibles para que la proyección alcance la velocidad adecuada.

Levanto la vista del velocímetro y, a su vez, el pie del acelerador y sé que lo hago a petición de un reproche de alguien que me acompaña. Un reproche cariñoso hecho antes de mi toma de consciencia. Lo primero que veo es una carretera que baja serpenteando por la ladera de una montaña árida. Al fondo, en un horizonte muy cercano, se extiende el mar, reflejando el sol en destellos dorados que parecen flotar sobre la superficie. A mi derecha, hay un precipicio del que nos separa –porque sé que hay alguien conmigo- una serie de bloques de piedra que delimitan la calzada.

Me miro en el retrovisor y me reconozco. Soy yo, aunque más pulcramente afeitado de lo que acostumbro y con un corte de pelo que se me hace extraño. Como si yo fuera un mero espectador de mí mismo, mis labios se abren y pronuncio: “¿Así te quedas más tranquila, querida? Entiende mi impaciencia, quiero enseñarte algo muy importante”. Aprovecho que la carretera ha dejado de serpentear ladera abajo y se ha hecho más llana y recta y giro mi cabeza hacia mi acompañante. La reconozco de inmediato y sé que es mi mujer. Veo una alianza y un solitario en su mano y algo en su aspecto tampoco me cuadra. Desde el pañuelo que cubre su cabello negro –algunos mechones se escapan y se dejan mover por el viento- hasta su falda y su blusa.

Yo la conozco y ni ella es así, ni yo estoy casado con ella, ni ese es mi coche. Todo es antiguo, pero esta nuevo. Brillante. Mientras pienso esto, he tomado un camino de tierra que se interna entre tierras de cultivo y se acerca al mar. También reconozco el lugar, pero está desierto. No hay enormes edificios de apartamentos, ni asfalto. Tan sólo algunos chalets recién construidos, de líneas rectas, aspecto antiguo y, sin embargo, todavía deshabitados. Con la cal de las paredes deslumbrando y reflejando la luz polvorienta de esta tierra inhóspita y familiar.


De repente, noto que me pongo nervioso a medida que nos acercamos a una valla alta y blanca jalonada de refuerzos más altos cada diez metros, más o menos. Detengo el coche frente a una puerta que es una enorme plancha de acero galvanizado encuadrada en un pequeño porche. Me giro hacia mi mujer y le desanudo el pañuelo. Me mira nerviosa, me dice cosas que no recuerdo, sonríe mientras yo pliego el pañuelo y le cubro los ojos. Salgo del precioso Alfa Romeo rojo y la ayudo a bajar, la tomo de la mano y empujo la puerta. Sin esfuerzo, la pesada plancha se desliza en silencio sobre un riel y queda oculta tras la valla. Y, poco a poco, como un telón que se retira, me deja ver una preciosa casa que se alza ante mí en un promontorio frente al mar. Se trata de un chalet que parece salido de la Bauhaus, con amplias cornisas sobre las ventanas corridas, formas rectangulares abajo y curvas en el piso superior. Las ventanas están protegidas por contraventanas catalanas blancas y la parcela se encuentra vacía y estéril, como si acabasen de plantar la casa allí. Y en verdad debe de ser así.

Vuelvo a coger la mano de mi mujer –evito decir su nombre, pues se trata de una amiga mía- y la encamino a la fachada principal, que se extiende a lo largo del lateral de la parcela orientado al mar. Me pongo detrás de ella y levanto el pañuelo de sus ojos. La abrazo por la espalda y le beso suavemente el cuello. Ella me aprieta las muñecas y se emociona al contemplar el edificio. Se da la vuelta, me besa y nos abrazamos. Esa casa es nuestra y es increíblemente perfecta. Tan perfecta como el resto del día, como el coche, como mi preciosa pareja, como el mar, como el sol. Todo tan perfecto y tan irreal. Tan antiguo y tan nuevo.

Entonces me despierto inquieto, de una sacudida, con una sensación de caída como si me hubiera precipitado del sueño a la cama. Abro los ojos con la sensación de haber vuelto de otro lugar y, sobre todo, de otro tiempo. Sé que aquel era yo, sé quién es ella y sé dónde estábamos. Conozco sus ojos, sus manos, sus labios que conozco y desconozco a la vez. Y conozco mis deseos estúpidos e intento no dejarme llevar por ellos. Lo único que puedo pensar nada más incorporarme y encender la luz es que de alguna manera yo ya había estado allí en aquel momento. De acuerdo que son sitios que conozco –excepto la casa, que fue lo que más reconocí-, pero todo me era tan familiar que me cuesta teñirlo de irrealidad.


De hecho, en el sueño no ocurría nada fuera de lo normal, nada que case con los consabidos despropósitos oníricos. Excepto que el sueño en sí mismo es un despropósito. Sigo inquieto, con una sensación de vacío, añoranza y tristeza que no puedo explicar. Me levanto a beber agua y, cuando regreso, abro un cuaderno y dibujo la casa. “Antes de que se me olvide”, pienso. Y mi mente, aun ensoñada, me corrige: “Antes de que se te vuelva a olvidar, pues sólo has hecho que recordar”. Mi mano traza segura cada línea de la casa como si la hubiese visto durante toda mi vida. Estoy seguro de la imagen. Sé que no hay error. Y lo que veo tiene una extraña fuerza evocadora.

Soy una persona racional. No creo en la vida después de la muerte. No creo en la reencarnación. Por eso no puedo asumir que mis sentimientos, mi gusto por los objetos y la arquitectura de esa época puedan tener alguna relación con una existencia anterior. Me niego a aceptar que pude vivir una vida perfecta y que ahora intente recuperarla inconsciente por medio de todos los trastos que acumulo, de las mujeres que me enamoran, de la ropa que me gustaría vestir, de los modales que me gusta practicar o del tipo de coche que elegí. En cualquier caso, sería terrible descubrir que todas mis expectativas se basan en recuperar aquella vida perfecta. Y más terrible es ver cómo voy fracasando.

Y sin embargo no lo puedo evitar; miro una y otra vez el dibujo y me inunda un sentimiento de desasosiego que me encoje el alma. ¿Sentirá lo mismo mi amiga al ver el dibujo? ¿Recordará?

6 comentarios:

  1. Agradecida y emocionada,solamente puedo decir, gracias por venir.

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  2. Ehmm... Desconcertante, cuanto menos. Gracias por leerme, seas quien seas. Saludos.

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  3. ...me gusta tu toque antiguo...venga de donde venga...

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  4. A mi me gustas tú... y tus miles de puntos suspensivos...vengáis de donde vengáis... Un beso... Nos vemos pronto...

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  5. hombreeee un articulillo distinto, con imágenes es más ameno y si son personales entra más gusanillo por seguir jij
    alguien me dijo que era malo escribir lo soñado o algo así, pero la de pelis y libros geniales que podría haber realizado...
    molaaa

    Crisssssssssss

    P.D.:Ahora comprendo todo, eres una reencarnación!!! El christma es un paisaje levantino,no? Por la forma de los tejados...

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  6. Bueno, da igual que sea malo. Es un sueño imposible. Gracias por leerme y me alegro de que te guste.

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