martes, 19 de enero de 2010

In the mood (I).

Si ustedes consienten -y si no también-, esta semana me permitiré el capricho de publicar la primera parte de un relato, fruto de una broma entre amigos. Les ruego que no vean en él más intención que el entretenimiento, o si acaso una parodía cariñosa de Stephen King. La siguiente semana podrán leer el desenlace, si les quedan ganas. Gracias por la fidelidad, sustentada por su infinita compresión.

A Germán.

Roberto Casadueñas llevaba ya demasiados meses en Nueva York. Al principio la noticia lo había noqueado por completo. Un escalofrío recorrió su cuerpo en pleno verano valenciano cuando una voz aquejada de un fuerte acento norteamericano emergió desde el móvil. De hecho, ahora recordaba con vergüenza como le había hecho repetir a su misterioso interlocutor cada cosa que decía.

-Pero, ¿de dónde dice que me llama?

- Disculpe, señor Casadueñas, supongo que falla la comunicación. Mi nombre es Stephen Calloway, lo llamo del estudio de arquitectura OMA Architecture de New York. Quería hablar con usted porque nos gustaría que participara en nuestro próximo proyecto. Hemos visto su trabajo en Valencia y nos encantaría contar con usted.

Desde luego no había duda. El tipo en cuestión tenía un acentazo, pero su fluidez y corrección eran perfectas. No era la comunicación lo que fallaba, sino el cerebro de Roberto intentado asimilar la noticia: el estudio del arquitecto Koolhaas en Nueva York lo reclamaba. A eso no se podía decir que no. Y no lo hizo, por supuesto.

Roberto era un hombre sencillo. Un arquitecto entusiasmado por su trabajo que vivía de espaldas a la gloria. Nada en él había cambiado desde que ganó el concurso para diseñar la nueva sede del Gobierno de la Comunidad Valenciana. La limpieza de líneas del edificio proyectado y la forma de captar la luz del Mediterráneo, utilizándola para definir espacios dentro y fuera de la construcción, habían causado sensación en el aburrido panorama arquitectónico español.

Pero él había seguido frente a las hojas llenas de bocetos a lápiz y, más tarde, frente al ordenador. Quería hacerlo todo, no soportaba la falta de pasión y, quizá, fuera demasiado renuente a delegar ciertas partes del trabajo que eran perfectamente prescindibles. Por eso, cuando remitió la euforia inicial, se apoderó de él la inseguridad y las dudas de trabajar con un equipo tan grande y bajo una autoridad tan cegadora. Aun así, como ya pensó desde el principio, la oportunidad no se podía rechazar.

Se mudó a Nueva York en cuestión de un mes. El estudio era increíble y los compañeros lo acogieron, no como a uno más, sino como a alguien traído del extranjero por el mismísimo gurú Koolhaas –quien resultó aun más feo al natural-. Lo respetaban y tenían muy en cuenta las directrices que sugería, hasta el punto de verse en una posición de liderazgo extraoficial. En vista de que el proyecto iba en la dirección adecuada y que todos los cabos estaban atados, lo instaron a que descansará una semana y volviera con energías renovadas para afrontar la fase final del trabajo.

Un compañero, con el que había hablado acerca del agobio que le empezaba a producir el ajetreo de la gran manzana, insistió en que pasara la semana en su cabaña del lago Chesuncook, en el estado de Maine. Roberto cedió ante el empeño de su amigo, cogió música, un par de libros, un avión y al día siguiente estaba frente a una imponente construcción de madera y cristal. Llamar a eso cabaña le pareció falsa modestia.

Sólo llevaba dos días y ya se sentía en el paraíso. El lago le recordaba al mar que tanto echaba en falta y el silencio parecía un bálsamo milagroso contra el estrés de Nueva York. Aquella misma tarde de su segundo día, se había sentado en el porche y había ojeado una pila de periódicos que abarcaban cerca de tres semanas. Ese era justo el tiempo transcurrido desde que su compañero pasará por allí en sus días de descanso. No comprendía porque estaba suscrito al periódico, cuando sólo iba unas cuantas semanas al año, aunque, por otro lado, era un lujo no tener que bajar al pueblo a comprarlo.

Roberto ojeaba las noticias enorgulleciéndose del nivel de inglés que había alcanzado en apenas unos meses, partiendo de la base típicamente deficiente del sistema educativo español. No tardó en darse cuenta de que abundaban las noticias de desapariciones. Y siempre respondían al mismo perfil: una señora mayor, ama de casa, de vida normal, con vecinos normales... Sólo existía un vínculo claro entre ellas. Todas asistían al mismo cursillo de natación para la tercera edad. El monitor estaba detenido. “Hijos de puta los hay en todas partes”, pensó sin darle demasiada importancia.

Sin embargo, a lo largo de la tarde no consiguió quitarse la noticia de la cabeza, así que investigó un poco en Internet, hasta encontrar una web de sucesos paranormales que le robó una sonrisa. Según esta fiable fuente, además de las desapariciones, en los últimos días se había escuchado música de Glenn Miller en algunos puntos del lago y habían sido vistas unas extrañas luminarias, que parecían flotar sobre las negras aguas.

Continuará.

4 comentarios:

  1. Me encanta!!! aunque ahora no consigo quitarme "in the mood" de la cabeza.
    Muy bien ambientada la historia, un casita en Maine, trabajando con OMA... estoy deseando leer la segunda parte.
    Un abrazo y gracias por acordarte de mi

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  2. Muchas gracias, Germán. Me alegra que te guste, aunque tu ya sabes como acaba. Muahahahahaha...

    Un abrazo.

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  3. ajaj qué diver
    cómo no, mar y edificios levantinos.
    bss
    Crisssss

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  4. Gracias, Cris. La parte divertida, como ya has visto, era la segunda. Perdona mi demora en contestarte, pero ando de paseo por las nubes.

    Besos.

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