martes, 23 de marzo de 2010

Las únicas palabras.

Aquel hombre caminaba trastabillando sobre las losas de granito de las aceras de la Gran Vía. Él mismo habría elegido ese verbo para definir su forma de caminar y él mismo habría pensado que siempre resultaba más reconfortante trastabillar por borrachera que por vejez. Pero, en efecto, ya no había marcha atrás: era un hombre viejo, “un anciano” le decía su cabeza reprochona. Y mientras paseaba con dificultad se miraba los pies, enfundados en unas ridículas zapatillas deportivas. Entonces, empezó a pensar.

Pensó en sus pies, en los dedos artríticos apiñados dentro de los calcetines grises e hizo un esfuerzo. Quería verlos en su juventud y lejos del pavimento de color Madrid-centro. Quería verlos en la orilla de su playa, jugando con la sombra de su cabello y mojados intermitentemente por el vaivén de las olas. No le costó demasiado, ya casi podía sentir la brisa de levante salando sus labios. Se los lamió y siguió con la mirada puesta en los pies jóvenes. Tan absorto iba que no se dio cuenta de que ahora pisaba cemento fresco. De todas formas, daba igual, para él era arena húmeda y la arteria de Madrid una playa de levante. ¿Quién se extrañaría de dejar huellas?

Precisamente, al darse la vuelta y mirar sus huellas, no pudo evitar levantar las manos y mirarlas. Lo que vio no casaba con sus pies jóvenes y soleados. No, qué va, aquellas manos eran manos nudosas. “Sí –pensó- nudosas es el adjetivo. Son como los nudos de la madera de un encofrado sobre el hormigón armado: inalterables”. Esa última palabra lo asustó. Si sus huellas (como vetas) eran inalterables, significaba que nada en él iba a cambiar. Tuvo esa certeza cuando decidió hacer otro esfuerzo más.

Se centró en sus manos y apretó los párpados hasta ver lo que quería ver: los dedos largos jóvenes, en armonía con sus pies, libres de la erosión del tiempo. En la mano izquierda, advirtió la presencia de los callos de cuando tocaba la guitarra. En ambas, las uñas muy cortas para no mordérselas. Y, entre las dos, un mundo de posibilidades que había dejado escapar. Ya no quedaba agilidad en los dedos, ni para pulsar cuerdas ni para pulsar teclas. Aquel hombre, que tanto creía saber de palabras, intentó hablar y sintió que le faltaba el aire. No pasaba nada, no era problema. Es más, hacía años que no reconocía su voz. Mejor imaginarla. “Esa sí es”, reconoció mientras se escuchaba pronunciando un discurso de agradecimiento que nunca llegó a pronunciar. –Tanto y tanto ensayo estúpido frente al espejo-.

Entonces abrió los ojos de nuevo y se encendieron todas las luces. Al principio lo cegaron, pero después los vio. Eran todos los que ya no estaban. Las caras que amaba, las sonrisas que lo reconfortaron, las manos que lo llevaron en volandas por una vida fácil. Estaban todos rodeándolo, allí, en mitad de la playa. También estaba ella, que salió del grupo y lo cogió de la mano. De los ojos de él brotaban lágrimas de emoción mientras se agachaban juntos. Ella escribió su nombre sobre la arena y el hizo lo mismo justo debajo. Después, sin hacer ruido, llegó una gran ola y las luces se apagaron para siempre.

En aquel trozo de cemento siguen las únicas palabras que consiguió publicar. Las palabras en las que habría resumido su vida si alguien se lo hubiera pedido.

5 comentarios:

  1. Eres tú, de mayor :P

    Desaparecido! Que no hay manera de que des señales de vida. Se te echa de menos ;)

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  2. cómo resumirías tu vida? (te lo pido, jajaj)

    Crisss

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  3. Iván, voy en breve y daré señales de vida... Y beberemos hasta la muerte. Abrazos surtidos.

    Cris, te debo un capítulo sobre estilismo en la historia de mi vida.

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  4. Jo, me ha "tocado" bastante leer esto, supongo que debido a mi obsesión con el tiempo.
    Qué lindo y qué doloroso texto...

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  5. Rune, muchas gracias por leerme, me alegra que te haya gustado el texto. En cuanto al tiempo, siempre he pensado que sólo existe cuando se detiene.

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