martes, 6 de abril de 2010

El señor Braque. (Parte I).

Esta semana, con vuestro permiso y con precedente, me paso a la narrativa con un pequeño relato que os ofreceré en dos entregas. Espero que os guste.

I. La realidad.

Otra vez sonaba In the mood de Glenn Miller en su cabeza. Quizás no fuera en su cabeza, quizás todos le engañaban y realmente sonaba y se adueñaba de cada partícula del aire sucio de la habitación. Y Eduardo ya sabía lo que sucedería después. Lo mismo que ocurría cada vez que la notas de aquella canción lo despertaban en mitad de la noche. Siempre a las cuatro y diez.

Se encontraba tumbado boca arriba en la enorme cama de matrimonio. Su mujer hacía años que había dejado de vivir y él jamás invadió su lado. Ya estaba muy mayor y no le gustaba entristecerse con todos los recuerdos que le rodeaban, pero aun menos quería ser internado en una residencia. Ni siquiera teniendo que aguantar lo que tenía que aguantar.

Eduardo sacó el brazo de entre las pesadas mantas y trató de atisbar la hora en su viejo Boctok del cuerpo de infantería soviético. Le fue imposible. La tenue luz de la luna no era suficiente para permitir a sus maltrechos ojos distinguir las manecillas del reloj que lo había acompañado durante la segunda guerra mundial. Cuando conoció al Señor Braque.

El viejo soldado se llevó la muñeca al oído y no distinguió ningún tic-tac. Eso era la señal inequívoca de que lo que más temía en el mundo estaba a punto de suceder. El tiempo se había parado. La ropa de cama comenzaba a pesar como los cadáveres de los compañeros bajo los que un día se vio obligado a esconderse. Le oprimía el pecho y le hacía sudar gotas heladas que poco a poco perlaban su frente hasta formar pequeños hilillos que se deslizaban entre el fino cabello blanco.

Eduardo no podía moverse, sólo observar, como había pasado en Rusia en 1944. Tampoco esta vez tardó en escuchar los pasos de las botas en el pasillo. Acercándose desde la puerta y helándole la sangre en las venas. El anciano imaginó el marcapasos dando descargas inútiles a su corazón, incapaz de aguantar una vez más semejante suplicio. Entonces una figura negra cruzó por delante de la puerta, pero no se detuvo. Al fin y al cabo había veces que no entraba.

Sin embargo, en esta ocasión no tendría tanta suerte. Los pasos regresaron del lado contrario y la negra silueta del señor Braque se recortó en el umbral. Eduardo comenzó a temblar y el señor Braque se acercó con pasos lentos y firmes. A pesar de la oscuridad, aquel hombre irradiaba una luz amarilla y enfermiza que dejaba ver su terrible aspecto. Bajo el uniforme de oficial de Falange, se escondía un cuerpo marchito y delgado. Sus rasgos eran afilados y sus ojos dos finos surcos vacíos. Su mirada era un abismo negro que lo atrapaba todo, convirtiendo en invisible cualquier otro elemento de la habitación.

El señor Braque, altivo, levantó el mentón y miro a Eduardo con sus dos ojos llenos de nada. Luego tomó el maletín de cuero que siempre llevaba en su mano izquierda y lo acarició ante la mirada horrorizada del anciano. Por fin, abrió el maletín y sacó un pequeño aparato para dar descargas eléctricas. El viejo soldado vio aquella maquina infernal y se orinó sin poder evitarlo. El líquido caliente empapó su pijama y el colchón, pero él no podía dejar de mirar la aguja del medidor de intensidad y la rueda para seleccionar la corriente.

Sin perder el tiempo, el señor Braque encendió el aparato y, pese a no estar enchufado, una luz verde se iluminó en el frontal. El zumbido eléctrico deshizo el sonido de los jadeos. Después, retiró las mantas y pegó los electrodos sobre los genitales de Eduardo, tal y como había ocurrido en el sótano de San Petersburgo. También, al igual que entonces, era incapaz de defenderse. Sólo podía mover los ojos, el resto del cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro. Tan sólo podía limitarse a ser un espectador impotente de su propia tortura.

Con las primeras descargas vinieron los primeros gritos.

-El señor Braque...Ha venido el señor Braque- Alcanzó a decir en un alarido desgarrador.

No gritaba para ser escuchado por los vecinos. Ni siquiera para que vinieran en su auxilio. Lo hacía porque había perdido la noción del tiempo. Lo hacía para que el resto de compañeros republicanos trataran de huir o de amotinarse. No en vano, ellos habían sido su única compañía desde que tomaron aquel apestoso carguero en el puerto de Alicante. Había compartido con ellos el dolor del exilio durante un viaje en el que casi mueren de hambre. Había visto en sus caras la desolación del que ve perderse su tierra en el horizonte. Uno jamás piensa que verá el horizonte del revés. Cuando la tierra es la línea que se junta con el cielo y cada vez se va haciendo más pequeña, se añora todo. Todo lo que se deja. A todos a quienes se deja.

Para Eduardo seguía siendo 1944 y seguía luchando contra los nazis en el frente San Petersburgo, la ciudad más bonita que había visto en su vida. Aquel hombre de rasgos afilados y piel apergaminada que se erguía frente a él seguía siendo el señor Braque, destacado dirigente de Falange y mandamás de la División Azul. El cruel militar, después de mandar a morir a sus hombres en la helada estepa, había decidido continuar con su guerra civil a miles de kilómetros de casa. Había encontrado a los que habían huido por los pelos y tenía la oportunidad, no ya de matarlos, sino de verlos sufrir.
(Continuará...)

3 comentarios:

  1. Jo, qué sensible soy... me he quedado con un mal rollo...
    Me gusta cómo escribes ;)

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  2. Hola Nacho,
    cada vez que leo el relato me gusta más, enhorabuena.
    Un besito y nos vemos pronto.

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  3. Rune, muchas gracias por pasarte y por comentar. Me alegro de que te guste y espero que el desenlace también sea de tu agrado. Saludos.

    María, como siempre, un placer leerte por estos lares. A ver si nos vemos pronto. Besos.

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