miércoles, 19 de mayo de 2010

Desenchufado.

Se empiezan a desdibujar los contornos de los objetos. Primero parece algún tipo de enfermedad ocular, como si el fino velo de una catarata prematura filtrase las formas que se dibujan en nuestro cerebro. Pero, más tarde, nos damos cuenta de que no es así, porque el resto del objeto lo seguimos viendo claro y nítido. Son sólo los contornos, que parecen nublarse y derretirse a un tiempo. Entonces nos levantamos preocupados y nos acercamos. Palpamos las aristas en un intento de ver con las manos lo que deberíamos de ver con los ojos y tampoco funciona.

Nuestras manos tocan, sí, pero no saben lo que tocan. Diría que nuestras terminaciones nerviosas han sido anestesiadas y no dudaríamos en afirmar que nuestros dedos están hechos de corcho, en lugar de carne y huesos. De hecho, empezamos a dudar de tener sangre circulando por las venas. Así que, metidos en esta vorágine de curiosidad y extrañeza, buscamos una navaja bien afilada, la cogemos con nuestros dedos acartonados y exponemos su filo bien cerca del ojo. Ni a esta distancia podemos distinguir con claridad la perfección del acero afilado, pero sí un destello sobre la hoja en forma de nebulosa brillante que nos llega amortiguado.

Los dedos son torpes, porque no sienten, pero todavía hacen bien su trabajo. No les pedimos precisión, no hay problema. Tenemos dos intentos porque tenemos dos ojos. Y, si fracasamos dos veces, tampoco pasa nada, porque no es que ahora veamos mucho. Intentamos pensárnoslo, a lo mejor es una situación transitoria, a lo mejor sería preferible ir al médico en lugar de operarse uno mismo en casa con una navaja de Albacete (de esas que hacen “clac, clac, clac, clac” cuando las abres). Pero pensamos en qué día es. Tampoco está muy claro, hace tiempo que se solapan las noches y los días y no somos capaces de situarnos. Quizás sea domingo y no esté abierto. “Bueno, siempre puedes ir a urgencias”. Me sorprende la rapidez de mi mente y por primera vez me doy cuenta de que llevo días hablando en primera persona del plural. Me extraña. Y me extraña porque no es el plural mayestático que tanto va conmigo, sino el plural de vasta colectividad. El plural del rebaño.

Ahora sé que he tenido un momento de lucidez. Es posible que mi mente, al percibir –aunque con dificultad- el filo de la navaja casi rozando mi globo ocular derecho, haya decidido demostrarme que todavía puedo pensar con claridad. Bajo el arma y miro a mi alrededor. Ya no hablo en primera persona del plural y eso me da fuerzas para distinguir con criterio los objetos que me rodean. Entonces lo veo: todo parece sumido en una pesada y salada bruma marina excepto el televisor. Su pantalla se distingue con una luminosidad nítida. Las imágenes parecen irreales, de tan contrastadas, y los sonidos parecen surgir en mis propios oídos, de tan claros. No lo dudo, tiro la navaja y corro con torpeza hacia el televisor. Ni siquiera lo apago del botón. Lo desenchufo y aprieto los ojos con fuerza. Los ruidos de la calle se dibujan en mi cabeza con perfecta definición. Sí, sé que he hecho lo correcto. Abro los ojos y la bruma ha desaparecido. El sol irradia su calor sobre mi cuerpo y lo siento en cada poro de mi piel. Veo el cielo de un azul infinito. Veo las vetas de la madera en los muebles, su fibrosidad. Veo cada punto de mi odiado gotelé y lloro de emoción. La vida es preciosa, clara y distinta con el televisor desenchufado.

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