martes, 1 de junio de 2010

De Madrid al... purgatorio.

Un escalón, dos, tres, cuatro –compruebo que sigo sabiendo contar- y llego al vestíbulo de la estación de metro de Alfonso XIII. Nada cambia, salvo el precio del bono de diez viajes, que dentro de poco será más caro que pagar diez viajes de uno en uno. Mi ánimo es el de costumbre, cuando uso el transporte público, ceño fruncido y humor irritable. Sin embargo, en pleno estío, se agrava por un motivo que considerarán comprensible: el maldito calor subterráneo me confirma que una de las líneas lleva directa al infierno. Y yo no tengo nada en contra del infierno ni de sus habitantes, pero en verano me hastía por pura exageración térmica.

Tras cerciorarme de haber escogido la línea de metro correcta –la que no lleva al infierno, ni al cielo, Diosmelibre-, desciendo por las escaleras mecánicas. Me pongo a la derecha, para evitar ser arrollado por los que venden tiempo a cambio de vida, y me siento parte de una cadena de despiece. Mecido por el lento traqueteo de los escalones, mi mirada se cruza con la de los que suben hacia la luz gris de Madrid. Ellos ya han recorrido el viaje que a mi todavía me espera. Se me ocurre que su destino es mi partida y me doy cuenta de que sus ojos son mates. Tal vez sea el aire seco y ardiente que les ha obstruido el lagrimal, o tal vez sea que no hay alma que conecte con su nervio óptico.

Al final de la escalera mis pensamientos se me antojan dramáticos y exagerados. “Sólo vas a coger el metro”. Pero no puedo frenarme; tal vez algún tipo de microondas transmitidas a través de la catenaria me controlan el pensamiento, ahora que ya casi he llegado al ánden. “Sí –me digo presa del delirio- a medida que uno desciende, esas malditas ondas de control cerebral te atraviesan los tímpanos y te convierten en parte del relleno cárnico de los convoyes del infierno”. Como veo que los razonamientos adquieren tintes paranoides, decido distraerme en mis compañeros de espera, hasta que llegue el tren.

Un japonés-cámara-en-mano me recuerda inevitablemente los atentados con gas del metro de Tokio. El pensamiento me tranquiliza y me recuesto en el banco metálico, agradablemente frio, hasta que escucho el chirrido sobre las vías. (Ya llega). Me levanto con cierta desgana y miro el reloj sin ver la hora. Entro en el vagón y me siento después de mirar que el asiento no contenga vómito, armas blancas, armas negras o una ensalada de los tres ingredientes. De momento estoy a salvo y durante varias estaciones me dedico a mirar mi reflejo en el cristal de enfrente. Veo mi cara traslúcida sobreimpresa en el fondo negro y vertiginoso de los túneles, fugazmente iluminados por la luz de neón. La misma luz que titubea, que tartamudea sobre mi cabeza, como si no se me acabase de ocurrir la idea que me hará rico –feliz ya soy-.

No me doy cuenta de mi soledad hasta que sube un hombre y se sienta enfrente de mí. Ya no veo mi reflejo, ya no me hago compañía. Algo abatido por lo impracticable de mi narcisismo, me dedico a estudiar a mi acompañante. No acierto a decir si es alto o bajo, porque está sentado y adivino una incipiente joroba bajo una camisa amarilla que otrora fue blanca. Tampoco podría asegurar una edad, quizás cuarenta y muchos, tal vez cincuenta y tantos, puede que roce los sesenta. Tiene el pelo, sucio y tieso, algo ralo en la zona de la coronilla –se refleja sobre mi reflejo en el cristal-. No me había fijado en que me mira, me mira de tal forma que no sé si me ve.

Tiene la mirada opaca, como la que podría tener un caballo. No puedo adivinar ningún estado de ánimo. Ni siquiera las líneas de expresión que rasgan su piel bronceada parecen haber tenido expresión que las cause. Su cara es afilada -es un hombre delgado pero compacto-, el mentón, prominente. Sin saber exactamente por qué, me siento amenazado por este hombre vacío por dentro. De repente, sin advertir cambio alguno en su semblante, abre la boca y con la agresividad que le presuponía, me increpa: “¿Qué?”. Pero no es un “qué” normal, no lo es en absoluto. Puedo sentir como la “e” se abre en su boca hasta tener el acento al revés –“¿Què?”.

No contesto, bajo la cabeza y me voy hacia la puerta más próxima, a esperar a ser salvado de la terrible presencia por la siguiente estación. Pero no llega, tarda demasiado. Comienzo a impacientarme y miro a mi alrededor. Los diagramas de las líneas están sobreimpresos en blanco y negro y carecen de estaciones. Son líneas lisas, ininterrumpidas, sin trasbordo posible. Entonces, lo veo reflejado tras de mí. Es bajito, muy bajito. Sus movimientos son rápidos, pero erráticos, torpes. Me doy la vuelta y lo miro con fuerza –si es que alguien puede mirar así-. Su expresión no cambia, claro, y su boca de nuevo se tuerce en un “Quèèèèè…” que ocupa todo el espacio del tren. Alzo la cabeza y leo el cartel luminoso que hay sobre la puerta que comunica un vagón con otro: “Purgatorio”, luce intermitentemente y se alterna con: “Próxima parada: No”.

Maldita sea, me he vuelto a equivocar de línea. Se me olvidaba por qué odio el transporte público. Se me olvidaba que a veces es preferible el infierno. Lo dicho, me he equivocado de línea.

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