miércoles, 14 de julio de 2010

Una electricidad nada corriente.

Como muchos de ustedes, queridos lectores, quien les habla ha iniciado hoy mismo sus vacaciones de verano. Para no variar, he recalado en el chalet que mis abuelos tienen en la playa de San Juan, en Alicante. Es posible que algunos de ustedes recuerden tan querida localización, ya que creo haberla mencionado con anterioridad en no pocas ocasiones. Reconozco que no puedo ser imparcial y asumo la total y absoluta idealización de lo que considero paraíso terrenal y prueba fehaciente de que no hace falta vender la vida a cambio del divino.

Para ponerles en situación, les explicaré que existe una habitación exenta de la edificación principal, donde tengo el gusto de dormir y el placer de escribirles. Pues bien, aquí mismo he descubierto como sería la vida en el siglo XIX si hubieran existido las linternas y los ordenadores portátiles. De acuerdo, no les negaré que el supuesto que planteo no es sólo bastante absurdo, sino que además carece de cualquier interés científico o antropológico –lo que confirma mi vocación docente y mis aptitudes para ocupar cualquier cátedra de humanidades-.

Sin embargo, nunca les he ocultado mi fascinación por el absurdo y les aclaro que el supuesto estúpido referido es fruto de combinar los adelantos tecnológicos contemporáneos con la falta de electricidad decimonónica. Y todo ello viene de una estancia anterior en esta misma habitación. Por aquel entonces, las bombillas refulgían como gloriosas teas en los apliques y los enchufes chisporroteaban de eléctrico regocijo. Pero tuve que estrenarme como electricista.

Todo ocurrió por los rigores del invierno, que hacían imperioso el uso de la calefacción. Nunca un simple gesto había ensombrecido mi vida de una forma tan radical. Recuerdo a cámara lenta como mis dedos conducían el enchufe del radiador hasta el enchufe hembra de la pared. Cuando copularon, saltaron chispas y tuvo lugar la muerte súbita de toda la instalación eléctrica. Entonces subí al cuadro de luces y fui conectando las distintas fases, hasta llegar a la tercera, que hacía saltar el automático. Tras verlo saltar dos o tres veces, decidí que el problema tenía que estar en el famoso enchufe hembra –típico de un hombre, pero es lo que pensé-.

Mi solución fue sencilla: eliminar el enchufe. Así que desconecté las demás fases y, armado de destornillador, saqué el humeante cadáver de su nicho particular y lo destiné a una fosa común. En aquel instante, todavía orgulloso de mi pericia como electricista, subí a retomar mis encuentros en la tercera fase –tenía que decirlo, pido comprensión-. Pero el resultado fue el mismo, con el añadido de haber hecho un estropicio en la pared. Por supuesto, no hubo calefacción y así descubrí que el amor y las fundas nórdicas pueden ser mucho más efectivos. Ahora, en pleno verano no hay ventilador, tampoco las fundas nórdicas refrescan y el amor, por suerte, todavía no enfría. Y da igual. En consecuencia, puedo decirles sin miedo a equivocarme que en la electricidad, como en la vida, es fundamental encontrar las conexiones adecuadas. Y que, por desgracia, no se puede tener todo.

(Qué bien se vive sin corriente eléctrica, movido por una electricidad nada corriente).

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