miércoles, 27 de octubre de 2010

El Cairo. (Parte II).

La ciudad empezó a gustarme cuando nos apartamos de los cauces turísticos. Nuestro guía, en su lucha por escapar de lo típico, nos llevó a un mercadillo nocturno –anochece a las cinco y media, es fácil trasnochar-. No era un típico mercadillo turístico, sino un típico mercadillo egipcio. Lleno de frutas y verduras de aspecto excelente, de pescado de aspecto inquietante y de animales vivos esperando su cercana muerte, a voluntad del comprador –quiero ese y, hala, a degollar-. No hubo turistas. La única atracción allí éramos nosotros. Nadie nos acosaba para vendernos nada. Sí querían, en cambio, darnos la mano y preguntarnos de dónde éramos. Cada tienda se abría en un bajo de una sola puerta protegida por una persiana metálica. En las calles apenas había farolas, por lo que la iluminación provenía del interior de los comercios, que quedaban recortados como cuadros de otra época en el lienzo negro de las fachadas.

El contrapunto lo tuvimos al día siguiente, cuando fuimos al mercadillo de Khan el Khalili. Ese sí era típico en el concepto turístico de lo típico. Parecía un mercadillo de pueblo. No por el lugar, que es bien pintoresco y bonito, sino porque sólo se escuchaba a gente hablando español y preguntándose los unos a los otros por “la tienda del Jordi* ese”. Y es que resulta que si un español, al salir de su país, puede ir al sitio menos original del mundo y más cercano a lo que tiene en casa, allá que va. Da igual que luego desde ciertas zonas de la meseta digan que alguien que se llama Jordi no es español, sino un polaco. Tampoco importa que algunos Jordis idependentistas renieguen de ser españoles. Una vez se traspasan las fronteras, el chovinismo vence los prejuicios regionalistas y hermana a todos los españoles por igual. El nacionalismo siempre es autocomplaciente. De ahí que muchos se desilusionen al saber que el famoso Jordi se llama Mohammed. Cosas de la vida –les está bien empleado, pienso con media sonrisa-.

En vista del carácter excesivamente festivo de Khan el Khalili, parecía mejor opción volver al mercadillo del día anterior, a ver qué tiendas estaban abiertas y qué se podía comprar. Yo ya le había echado el ojo a unas cuantas tiendas de antigüedades que casaban bastante bien con mi incipiente síndrome de Diógenes. Supongo que era pronto todavía, ya que la mayoría de los comercios estaban cerrados. Sin embargo, en los que estaban abiertos, el trato fue excelente. Nada de agobios, nada de intentar venderte souvenirs. Aquí, el regateo reducía su margen considerablemente, hasta el punto de no saber nunca muy bien si la cara de indignación de comerciante era la de costumbre o era real. Las calles que habíamos visitado el día anterior revelaban su verdadero aspecto a la luz del día. Sólo las calles principales estaban pavimentadas, los laberintos adyacentes eran pasadizos embarrados y cubiertos de suciedad. No obstante, las personas eran las mismas del día anterior. Pese al terrible aspecto de muchas de las viviendas –algunas directamente en ruina- los vecinos parecían disfrutar de una tranquilidad lejana al monstruoso entramado turístico que se respira dos manzanas más al sur.

Entramos en una de las tiendas de antigüedades. El dueño, un hombre de mediana edad vestido de chilaba, nos pidió que entráramos y cotilleásemos tranquilamente. El salió y nos dejó mirar a nuestro aire, con total libertad y nula vigilancia. Agradecimos la confianza y nos quedamos prendados de un antiguo juego de té, para el que supusimos no llevar suficiente dinero. Y así fue, el precio que nos dio cuadruplicaba nuestro efectivo. Le dijimos que no podíamos comprar, que no llevábamos suficiente. Él nos pregunto que cuánto llevábamos y nosotros decidimos aportar al montante un auténtico arsenal de jaboncitos de baño del hotel que parecieron ser de su agrado. En mitad de la negociación, me tomó del brazo y me preguntó en tono confidente si teníamos algo para ayudarlo con su mujer, “like Viagra”, precisó. Yo, en una respuesta tan surrealista como adecuada a la situación, le respodí: No, pero tengo Paracetamol. El trato pareció convencerle. No sé si podría llegar a hacer nada, pero por lo menos ya no sentiría dolor.

Un blister de Ibuprofeno y un triste Paracetamol después, mi mujer y yo salimos encantados con nuestro nuevo-viejo juego de té y nos dispusimos a esperar al grupo de borregos que salían del redil turístico. Ya sólo nos quedaba un día en la capital de Egipto y yo estaba entusiasmado. Ese rato lo cambió todo. El hecho de salirnos del grupo organizado y explorar, aunque sólo fuera un poco, me hizo descubrir un pedazo de ciudad que incitaba a conocer más, a descubrir la realidad más allá de la postal. En vista de ello, a la mañana siguiente, decidimos ir al mercadillo de los borregos anteriormente mencionados. Porque, como buen español, debo criticar primero para hacer después. Es parte del orgullo patrio.

(Continúa.)


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* La tienda de Jordi es un comercio situado en el mercadillo mencionado cuyo dueño estuvo trabajando en Cataluña. La principal diferencia de este negocio con los aledaños es que no hay necesidad de regatear, lo que resulta más cómodo para los turistas occidentales.

3 comentarios:

  1. pescado de aspecto inquietante... Jaj
    Lo de Jordi-Mohammed no me ha quedado del todo claro; no así, tu animadversión a tu grupo de compañeros de viaje jaj
    ME ha encantado la parte Viagra!!!! Y leer esta nueva entrega de El Cairo hace que sienta curiosidad por leer lo que los guiris escriben de España. Qué recuerdos les quedarán a ellos...
    Crisss

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  2. Me encantas¡¡¡
    Mira que yo siempre digo que las pastillas te pueden solucionar la vida...

    Ale, sigue contandonos cosas de vuestro viaje porfa¡¡

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  3. Cris, lo aclaré en una nota a pie de página. Tenías toda la razón, no quedaba claro. Gracias por pasarte y comentar.

    Krys, me alegro de encantarte. Sigo con más cosas. Besos.

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