miércoles, 10 de noviembre de 2010

El cairo. (Parte IV).

No lo puedo evitar, me encantan las cosas decrépitas. El extrarradio era distinto, no menos chocante, pero sí más ajeno. Me explico: aquellas construcciones nuevas eran pura obra desnuda, sin ornamentación, sin personalidad más allá de una personalidad de conjunto. Sin embargo, cuando vi aquellos monumentales edificios occidentales, todavía sentí más extrañeza. Todo en ellos me era familiar. No tenían nada de oriental, podían estar en cualquier ciudad europea, pero no en ese estado. El estado al que me refiero no era de ruina, ni siquiera de abandono, era de agotamiento.

Todas esas cornisas, voladizos, cúpulas, marquesinas y ventanales no habían sido dejados a su suerte, sino que habían sido utilizados hasta la extenuación. En las ciudades occidentales, estos ejemplos urbanísticos suelen encontrarse en los distritos más distinguidos y, en consecuencia, mejor cuidados. En cambio, en El Cairo, se encontraban en una zona céntrica, sí, pero absolutamente popular y humilde.

El día que vi aquella plaza, la vi desde el coche y, aunque suene raro, la vi a vista de pájaro. Esto se debe a que un enorme scalextric la sobrevuela a cinco pisos de altura y tan cerca de las fachadas que casi se puede tender la ropa en el guardarraíl. Supongo que soy dado a ver la realidad a través de prejuicios y categorizaciones –qué le vamos a hacer-, así que mi mente procesó la visión de una forma bastante curiosa. Quizás de ahí venga mi fascinación por esta localización en concreto.

Lo que yo vi fue una calle de El Cairo con un edificio modernista achaflanado rematado por una cúpula. Lo que mi mente decidió regalarme fue una imagen post-apocalíptica de la madrileña Gran Vía. Imagínense la monumental calle de Madrid con los edificios negros de polución y los grandes ventanales rotos. Imaginen los viejos carteles luchando por seguir anclados a las fachadas, letras de bronce sueltas, muebles desvencijados en los balcones y barandillas y rejas herrumbrosas. A todo ello sumen un mercadillo a la altura del Edificio Metrópolis, un mercadillo de cientos de puestos unidos unos a otros por toldos de distintos colores. Por último, añadan basura y desperdicios varios, un enorme puente elevado cargado de coches y una multitud abarrotando los estrechos pasillos entre puesto y puesto. Surrealista, ¿verdad?

Pues no y eso era lo bueno, que era la realidad, sin más, sólo que muy diferente a todo cuanto había visto hasta ese momento. Aquella fue mi última sensación en El Cairo. Después al hotel, un hotel como los de aquí, y al aeropuerto, un aeropuerto como los de aquí –sin terminar y en obras-. Sin embargo, mi cabeza se quedó en mitad de la plaza, suspendida en el aire, intentando en vano encajar a la fuerza una imagen extraña en un esquema inútil. Definitivamente, mi manera de entender las cosas no sirve como guía para comprenderlo todo. Por eso todavía me cuesta volver, aunque llegase hace tiempo.

He descubierto que padezco un jet-lag cognitivo y que en ese conflicto radica lo interesante de la situación. Existe una falta absoluta de concordancia entre lo vivido y mis categorías y prejuicios. Debo admitir que me queda mucho por aprender, por fortuna. Que mi visión del mundo es sólo eso, una visión. Que mis categorías mentales se quedan ridículas para encasillar la inmensidad de lo individual. Que seguramente haya visto muchas cosas, pero eran variaciones de la misma. Que vivimos en el mundo de los moldes en lugar de modelar el mundo. Se nos pierden las individualidades, los rasgos únicos de cada uno. Se nos olvida que todavía podemos aprender mucho de nosotros mismos, aprendiendo de los demás. Que nuestra capacidad para ser diferentes nos iguala. Que las diferencias son sólo aquel camino que un día pensamos y decidimos no tomar. Y que los demás son la forma de conocer todos esos caminos.

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