miércoles, 29 de septiembre de 2010

El americano (este sí) impasible.

Hoy (por el sábado) me he salido del cine. Sí, lo sé, suena duro, pero no me ha quedado más remedio. Yo iba de buena fe, cosa rara. Iba ilusionado, incluso, y me han dado un mazazo en mitad de la coronilla. El mazazo ha sido de esos anestésicos, de esos que te dejan un dolor sordo, la boca pastosa y un zumbido leve pero persistente en los oídos. De hecho, esta película podría reemplazar a la temida anestesia general, aunque los riesgos de quedarse en coma aumentarían exponencialmente. Tres cuartos de hora de El americano saben a treinta años mirando una pared, sólo que la pared se mueve más deprisa.

El caso es que sigo sin entender muy bien lo que ha pasado. Por seguir con el símil quirúrgico, la sensación tras salir de la sala ha sido la de despertar poco a poco de un profundo sopor sin llegar a liberarme del todo. Lo juro, en el cartel salía George Clooney con un rifle y con aspecto de correr, o por lo menos de caminar deprisa. Y, sí, el rifle salía, pero George no corría ni para comprar cápsulas de Nespresso.

En los títulos de crédito iniciales se puede ver el velocímetro del coche que conduce el protagonista. Uno, que es crédulo, ve que circula a 110 quilómetros, pero apenas se mueve y esa es la sensación que tuve durante el tiempo que aguanté antes de salir gritando interiormente. De verdad, hasta los coches se mueven despacio. Por eso George no puede simplemente salir de la casa en la que se esconde. Qué va, tiene que abrir la puerta, salir, dar tres pasos, mirar al horizonte, plano subjetivo de las escaleras de las calles del pueblo, otro plano de lo mismo pero dos metros más allá, paneo de la cámara, plano de George con cara de George, desandar los tres pasos y finalmente cerrar la puerta.

Sin palabras –él y yo-.

Si mi artículo, que no crítica, les parece inconexo, lo hago sólo para seguir el estilo narrativo del film. Porque así, ahora y sin que venga al caso, les explico otra secuencia: George va a cenar con el cura del pueblo y yo mientras cuento las patatas que hay en el guiso del cura. Y las cuento porque no tengo nada mejor que hacer y porque el plano dura como cinco segundos de remover carne y patatas –dos patatas-. Sinceramente, para eso pongo a Arguiñano, que sé que lo va a hacer, pero por lo menos cuenta chistes.

Eso sí. Hay que reconocer una cosa. Cuando usted salga de la sala, si no ha muerto o se ha pegado un tiro durante el metraje –no lo descarte-, podrá pegarse el tiro en casa. ¿Por qué? Porque, aunque no lo crea, sabrá fabricar un rifle de largo alcance. Y también sabrá que con un eje de transmisión se puede construir un dispersor de sonido. Lo sabrá porque lo habrá visto durante una hora. Habrá visto a George cogiendo las piezas, desmontándolas, limpiándolas, dándoles forma y finalmente incluyéndolas en el arma que está modificando por encargo. Lo sabrá porque no podrá mirar otra cosa y lo sabrá con la precisión con la que persisten las patatas en su retina.

Para terminar, siempre aceptando que a lo mejor la última media hora de película es trepidante, hay que destacar ciertas cosas. Por ejemplo, que el principio promete todo lo que luego no cumple, pues pasan cosas y todo. También es reseñable que salen dos ovejitas monísimas y que salen pechos –no de las ovejitas, por fortuna-. Y, sobre todo, que usted, haga lo que haga, tiene una vida mucho más emocionante que la de George Clooney haciendo de asesino a sueldo. (A no ser que decida ir a ver esta película).

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La misma persona.

No sé si me gusta o no ser trascendental. Quizá sí ser trascendente, pues a ello aspira todo aquel que se dedica a escribir. En cualquier caso, la mayoría de las semanas, cuando pienso de qué hablar en La realidad a tientas, pienso en ustedes y en evitar en la medida de lo posible el tedio que pudieran causarles mis cavilaciones. No quiero decir que escoja entre humor y filosofía –a veces la filosofía es una juerga, créanme-, sino en el interés del tema que escogeré y en el tratamiento que le daré. No me gusta hablar de mí mismo. Carezco de interés en lo individual, porque, en este marco, sólo me interesa lo general.

Aquí se habla de realidad, de mi percepción de la realidad y de cómo existen lazos que unen irremediablemente mi visión y la suya. Por supuesto, esto no sucede en todos los casos, pero sí en un número importante de ellos. Esos casos son los que, en mí soberbia opinión, hacen vibrar el universo, el universo humano, la colectividad. No me interesa mi reacción al escuchar una pieza de piano en la soledad de mi casa. Al contrario, me interesa saber si existiría una convergencia en nuestras emociones al escucharla en grupo, en la penumbra de un auditorio.

Es indudable que el hecho de pertenecer a la misma especie –por más que reneguemos en según qué ocasiones-, nos hace percibir ciertas emociones de la misma manera. Sin embargo, también es propio de nuestra especie el carácter individualista, casi ególatra, a la hora de experimentar determinados sentimientos. Cuándo algo nos llega de verdad, cuando sentimos una catarsis, a nuestro entender toma proporciones espirituales. Por uno u otro motivo, nos sentimos como el destinatario del mensaje, como el ente elegido para ser capaz de comprender una canción, un poema o un cuadro como nadie antes.

Por supuesto, esto es ciertamente pretencioso, cosa bastante humana. Resultaría más fácil pensar que existen muchas otras personas capacitadas para experimentar lo mismo que nosotros, ya que es harto posible que estén viviendo una situación emocional similar a la nuestra. No obstante, pensaremos que ningún otro puede estar viviendo la vida cómo nosotros, por lo que no podrán sentir lo mismo. Ese es el mecanismo. Es cierto, a la gente le tranquiliza sentirse único.

A mí, cada vez más, me gusta sentirme humano, antes que único. No se trata de renunciar a la identidad personal. No es cuestión de renegar de nuestras rasgos característicos o de nuestro talento. No vale desistir, en mi caso, de intentar traducir la realidad en palabras. Podría argumentar que si ustedes la comparten, qué les voy a contar yo de nuevo. No, no se trata de eso.

Más bien, la intención es comprender que tal vez diferiremos en muchas apreciaciones, en muchos valores, pero siempre podremos encontrar algo que nos haga entender la situación del otro; su camino, su elección. Quizá no sea lo que nosotros hubiéramos hecho, quizá piense de una forma distinta a la nuestra, pero siempre habrá un nexo, un punto de inflexión en el que fuimos iguales. En el que fuimos humanos. Un instante en el que podríamos haber sido la misma persona.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Mamá, quiero ser político.

Antes eran los artistas quienes llevaban vidas azarosas. Dejaban su suerte en manos del talento, daban rienda suelta a sus vicios y andaban de mujer en mujer, de hombre en hombre, de ambos en ambos, se daban baños de billetes recién horneados, vivían de fiesta en fiesta, acudían a los más importantes eventos deportivos y culturales y miles de fans coreaban sus nombres mientras ondeaban las pancartas. Así, parece normal que los niños, quienes todavía no conocen la doble moral, quisieran dedicarse a la farándula.

Hace un par de años, los niños variaron el rumbo de sus aspiraciones y quisieron ser, simplemente, famosos. Habida cuenta del panorama televisivo español, no debería escandalizar a nadie. Ser famoso requiere menos trabajo que ser artista. Antes la fama venía del talento, ahora viene del talento para compartir cama con la persona adecuada, o mejor; con la persona conveniente. Las primeras generaciones de famoseo puro necesitaban un famoso tradicional –alguien con talento o renombre- para, mediante cuitas siempre sexuales, captar la atención mediática.

Pasado el tiempo, tras la primera generación de famoseo puro, ya no se depende de nadie que sepa hacer nada, ahora pueden interaccionar endogámicamente entre ellos de tal manera que se genera un crecimiento exponencial de seres repugnantes -¡hasta tienen hijos!-. Sin embargo, nada de esto sería posible sin la intervención de Telecinco, que resulta ser un auténtico plan de pensiones para todo el rebaño de indeseables que acompaña al famoseo puro. Ya he hablado de ese rebaño en ocasiones anteriores, del daño que han hecho al periodismo al adjudicarse un nombre que no les corresponde –si acaso, porteras, chismosos y traficantes de mierda emocional-. También les he hablado de su audiencia, esa audiencia con una vida tan insignificante que tiene que refugiarse en las miserias de los demás. Ya no hay que pegar la oreja a la pared ni depender de la vecina –a quien también se odia y se envidia-. Ahora la intimidad ajena llega procesada para el consumo hasta su propio salón, en alta definición y en cuántas pulgadas puedan pagar.

Y en mitad de esta vorágine, yo, periodista sólo de estudios, siempre he defendido la crónica política, porque en verdad me gusta. Hasta ayer: Caía la tarde entre amarilla y violácea sobre un Madrid repleto y caluroso. El autobús bajaba por Serrano, a mi lado la mejor compañía posible y delante, en esos cuatro asientos enfrentados, una familia de cuatro miembros. Los dos niños, pequeños y rubios de ojos oscuros, hablaban de casi todo lo que veían. Entonces, para mi sorpresa, rodeados de boutiques, el niño dijo: Yo de mayor lo que quiero ser es político, para vivir bien.

Se me heló la sangre. Yo ya no me fio de los niños. Ya no quieren ser policías, ni médicos, ni bomberos, ni pilotos… Debí escamarme cuando empezaron a querer ser futbolistas y mis sospechas se consolidaron con sus aspiraciones al famoseo. Pero, al oír al niño decir que quería ser político, ya sé lo que percibe. Nada de servicio a la sociedad, sino la sociedad a su servicio. El niño quiere regalos caros, coches de lujo, chóferes, mansiones que infrinjan la ley de costas, áticos a lo Zaplana en plena Castellana a interés cero, jornadas de fórmula uno con Camps, Agag y toda la cohorte, quieren los pisos de Ripoll en el centro de Alicante.

Mientras pensaba esto, se me ocurrió una idea que intenté alejar de mi mente. Me recordé a mí mismo, devorando las páginas del periódico, disfrutando con los escándalos de corrupción, leyendo con avidez la sórdida historia de aquel Edil de Palma que abusó de menores, viendo con interés morboso la detención de Ripoll en su casa… Tuve que hacer autocrítica. Sigo pensando que la crónica política es periodismo –la crónica rosa no, porque a nadie interesa lo que hace gente irrelevante-. No obstante, al admitir sin duda tal afirmación, me veo en la obligación de aceptar que mi papel como lector tiene mucho que ver con el morbo y el cotilleo y que, tal vez, el gusto por los detalles escabrosos es una condición universal del ser humano. Tal vez no haya tanta diferencia entre un famoso y un político y, por ende, entre un cotilla y un ciudadano informado.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

No saber empezar.

Hace un par de años empecé a escribir una historia que se prolongó más de lo esperado. Yo no tenía puesta ninguna esperanza en ella. Quizás el único deseo era fabricarme un universo a medida para vivir lo que la realidad no me permitía. Pues bien, cumplió ese objetivo hasta tal punto de mezclarse con mi vida y cambiarla por completo. Esa historia, cuyo título cambié, comenzó con el nombre de No saber empezar.

Si lo miro desde una perspectiva actual y le busco las vueltas, le encuentro mucha lógica en lo que a mi persona se refiere, pero no en lo que concierne a la historia en sí misma. Porque no había una duda al empezarla, ni unas expectativas. Simplemente puse los dedos sobre el teclado y vi que salía sólo. Y que me gustaba ese rato de olvido. Me gustaba ese cambio de vida. Seguramente porque cometí el error de personalizarme en la ficción. Y ese error fue un gran acierto.

Cuando la terminé, otro título la encabezaba, pero gracias a ella aprendí que debía empezar algo, que ya tenía las claves para dar el giro que me dejó dónde ahora estoy –ya pasó el mareo-. El problema viene ahora en la ficción. No sé si aquello fue inspiración. Sólo creo en la inspiración a medias, a medias con la constancia, la técnica y la ilusión. El caso es que me ronda una idea y me gotean las letras por entre los dedos. Sin embargo, ahora no sé muy bien cómo empezar.

Tampoco tengo muy claro qué es lo que hace que se te ocurra una historia, qué mecanismo mágico de la cabeza hace “clic” y te regala un mundo aparte que cabe en la palma de una mano. La idea surgió y está llena de matices. Eso asusta. La anterior no surgió, sino que fue brotando. Entonces yo no sabía nada, sólo tenía que dejarme arrastrar. Ahora lo sé todo y siempre he sido muy desordenado.

Así las cosas, asumiendo mi poca capacidad organizativa, pienso que el problema de no saber empezar viene del conocimiento del final, del encorsetamiento del destino fabricado por uno mismo. Por eso, si Dios existiera, ya se habría muerto de aburrimiento o de frustración. No sé si para un escritor –yo no lo soy- está bien saber el final. No sé hasta qué punto puede disfrutar del proceso, de la vida de los personajes, si sabe cómo acabará todo. Nadie quiere que le cuenten el final, a no ser que no le interese realmente la historia.

Soy de la opinión de que la literatura debe fluir. También sé que eso complica en gran medida el desarrollo argumental y que da lugar a libros muy extraños, con cambios de ritmo, con cabos sueltos. Es lo que yo entiendo por libros vivos. Porque se asemejan al propio devenir. ¿Qué sentido tendría vivir la vida si conociéramos todo nuestro recorrido? Si no vivo lo que escribo, ¿qué sentido tiene escribirlo? Sería un dictado de un esquema argumental. Y eso se me antoja un ejercicio de técnica, no un proceso creativo. Prefiero disfrutar del camino antes que ponerlo al servicio de la meta.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Vivir de ilusión.

Ayer fui a ver la última película de Woody Allen. Resultó ser una de esas películas que es mejor si se ve en buena compañía desde la fila de los mancos, pues en caso contrario tampoco nos aseguramos mucha emoción. El neoyorquino por antonomasia –esta palabra parece una prueba médica- nos presenta distintas historias que se van complicando hasta el final. Y, justo en ese final, las deja inacabadas, colgando de los últimos fotogramas que se solapan con los títulos de crédito.

La mayoría de las tramas estaban en pleno nudo narrativo, en el punto álgido, por lo que la sensación es de desazón. Por primera vez en mucho tiempo salí del cine pensando que faltaba una hora de metraje, en lugar de sobrarle. Eso, en principio, debería ser positivo, si no se hubiera hecho a base de coger el guión y arrancarle la mitad -¡hala, ya está!-. Entonces uno no sabe muy bien si las ganas de más vienen por el ágil ritmo de lo visto o por la simple curiosidad ante lo irresoluto. Sea como fuere, no deja de ser una forma innovadora de suspense cinematográfico.

Y todo esto venía por la conclusión final –no se preocupen, no desvelo nada, pues nada hay que desvelar-. La moraleja es más bien manida, aunque muy apropiada para el caso: se vive a base de ilusión. Espero que la ilusión en la vida no sea tan decepcionante como la ilusión por saber qué pasa con los personajes de la trama suspendida. Y lo espero porque, no sólo lo considero cierto, sino sano frente a otras opciones más románticas y perjudiciales, como la nostalgia y el alcoholismo, o lo uno mezclado con lo otro en un vaso de tubo.

De todas formas, resulta conveniente saber de qué ilusiones puede vivirse e intentar que no empañen el disfrute del presente. Vivir de ilusión no tiene porque denotar un descontento con nuestra existencia actual, sino la esperanza de poder mejorarla aun más, por muy satisfactoria que sea. Esto se traduce en metas y objetivos más o menos factibles que nos acerquen al fin de todo ser humano, que debería ser la felicidad en sí misma –o la infelicidad ajena, en según qué casos-. Sin embargo, otras tantas personas, más que vivir de ilusión, viven de imposibles. Y, claro, luego pasa lo que pasa.

Lo que pasa es que, o bien son muy tontas y siguen intentándolo hasta romperse la cabeza en lugar de las esperanzas, o bien se frustran y se entristecen. En consecuencia, resulta interesante saber hasta que punto nuestras ilusiones deben adecuarse a nuestras posibilidades. Pero, incluso para ello, deberíamos saber si nos hemos hecho demasiadas ilusiones con respecto a nuestras posibilidades. Así que la cosa se complica y hay quien dice que lo mejor es no esperar nada, que de esa manera cualquier cosa superará las expectativas.

Tampoco me parece una solución. Prefiero estrellarme mil veces antes que poner mis ilusiones por debajo de mis sueños. Siempre será mejor volar a ratos que no haber volado nunca. Quizás no se trate de ilusionarse o de no esperar nada, sino más bien de esperarlo todo, pero sabiendo esperar. Es decir, tener la esperanza sin desesperarse. Y buscar, poner los medios para favorecer el devenir. El título de la película es Conocerás al hombre de tus sueños. Supongo que algo así le decía Woody a su hija cuando era pequeña. De acuerdo, es un ejemplo extremo, pero ya saben ustedes que soy un extremista. Así, en general.