miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cristo me mira mal.

Desde hace unos meses vengo arrastrando cierta fascinación por lo fúnebre, tal vez recuperada de mi infancia, o tal vez como presagio de los resultados electorales. Es por ello que pasé la jornada de reflexión paseando por el madrileño cementerio de la Almudena, donde hay más parados que en toda España, concretamente cerca de ocho millones. Es posible que, a priori, el lugar no les parezca el más idóneo para pasar un día tan señalado, pero, si uno se toma su tiempo y no se deja llevar por cuestiones trascendentales, es seguro que llegará a alguna conclusión política.

Para empezar, un cementerio es la cuna de la democracia y la justicia. La muerte nos iguala a todos y poco importa lo alta que sea nuestra lápida o lo ornado que proyectemos nuestro panteón. Ni siquiera importa que descansemos en una fosa común, que viene a ser como un vagón de metro en hora punta, porque al final siempre tendremos el mismo aspecto, un aspecto poco agradable y apenas reconocible –esa tibia me recuerda a tu abuelo-. Allí los signos de riqueza y poder no son para uno mismo, ni siquiera para su recuerdo, sino para mayor gloria de los que quedan vivos. Quizás los de un rancio abolengo venido a menos se lleven a las novias para impresionarlas: “Mira, este es el panteón de mi familia. Hoy por hoy no tenemos ni para alquilar un piso, pero, si te casas conmigo, pasaremos la eternidad en este chaletito de granito de Guadarrama, como los reyes”.

Cosas así pensaba cuando una figura ensotanada y de tonsura en coronilla se alejó a pocos metros de mí. Empezó a chispear y pensé que ese hombre de coronilla despejada y andares pesados bien podía ser Rajoy. El aspecto de franciscano lo delataba, pero no me decidí a abordarlo para compartir mis dudas electorales. Al fin y al cabo, todavía no le he oído contestar a nada de lo que le han preguntado… No, lo mejor era seguir mi camino sin rumbo en mitad del silencio del camposanto, que diría mi querido Iker Jiménez.

Así que, a solas con mis tribulaciones, me crucé con unos cuantos señores vestidos con un mono rojizo. Sobre la tela, en letras desgastadas, se podía leer: “equipo de enterradores”. Mientras me preguntaba por qué no les habrían puesto un nombre de más enjundia, algo así como “escuadrón de la muerte”, me fijé en uno de ellos, en el único que llevaba pala y sacaba la tierra y hacía agujeros. Me daba la espalda, pero distinguí una calva brillante y blanquecina y también una barba, al verlo de medio perfil. Era menudo, delgado y caminaba algo encorvado. Al principio parecía cavar sin ton ni son, pero, poco a poco, el hueco iba tomando forma rectangular y adquiriendo profundidad. Él seguía sin percatarse de mi presencia, aunque yo ya sabía que era Rubalcaba. Reconozco que me vi tentado de acercarme y preguntarle, quizás de pedirle explicaciones por haber defraudado a los que somos de izquierdas, por no habernos sabido convencer y por regalar España a las derechas. Pero tampoco quise molestarlo. Se le veía pensativo. No apesadumbrado, pero sí conformado. En cualquier caso, nadie le había ocultado que estaba cavando su propia tumba.

Me alejé de allí con mal sabor de boca. No me gusta la derrota asumida de antemano. La tristeza de quien se inmola a sabiendas, pero sin parecer inconsciente o enajenado, me inquieta. Además, ya casi no se escuchaban las paladas hiriendo la tierra y una escalinata me había llevado hasta la puerta de un enorme panteón familiar. Era de piedra gris, de gruesos sillares y esquinas coronadas por pináculos. El techo era de tejas, cubiertas de musgo marrón, y la puerta, de forja, carecía de cristal en una de sus hojas. El cielo se oscureció aun más y la lluvia casi pulverizada dejaba pequeñas perlas cristalinas sobre el paño de mi abrigo. Allí, plantado frente la tétrica construcción, me vi impelido a mirar hacia la negrura del interior. No pude evitarlo, la fascinación por la muerte nace en lo más profundo del ser humano.

Una vez frente a la puerta, me asomé entre los barrotes, dejando mi rostro enmarcado por las cuchillas del cristal quebrado. Lo que vi superó cualquier expectativa. El habitáculo era amplio y el altísimo techo estaba construido como una sobria bóveda de cañón. De entre las piedras, surgían regueros de humedad que manchaban los muros y descendían hasta el suelo, donde reposaba un reclinatorio ajado con la tapicería hecha jirones. Al fondo, cubriendo toda la pared, un enorme Cristo crucificado se dejaba morir cabizbajo, con la mirada entornada. A sus pies, sobre un pequeño altar, brillaba el metacrilato de una urna vacía. No comprendí bien su presencia, hasta que leí lo escrito sobre los sepulcros de las paredes laterales.

Arriba, a la derecha, en letras de bronce, pude leer: “Derechos de los trabajadores” y, un poco más abajo, “Educación y sanidad”. En la pared opuesta, en la dirección en que la figura crucificada no quería ni mirar, conseguí leer: “Ley del matrimonio homosexual”. Y ya, casi en el suelo, “Ley del aborto”. Entonces me incorporé y palpé el bolsillo interior del abrigo. Allí llevaba mi papeleta en su sobre. Escuché crujir el papel bajo la presión de mis dedos y me decidí a empujar la pesada puerta, que cedió con un chirrido sobre sus goznes. El aire húmedo del interior penetró en mis pulmones, al tiempo que cruzaba el umbral. Mis pies me llevaron hasta la urna, mientras extraía mi voto y me preparaba para introducirlo por la ranura. Pero, nada más acercar el sobre, comenzaron a escucharse una serie de secos chasquidos, como quien retuerce una rama o aplasta una piña.

De inmediato se me erizaron los pelos de la nuca y una náusea sacudió mi estómago. Sin darme cuenta, di un par de pasos hacia atrás y tropecé con el desvencijado reclinatorio, que me hizo caer al suelo. Allí, mis ojos fueron directos al crucificado. Era su cuello al moverse lo que crujía como madera seca y desde abajo se podía ver su cólera. Él conocía mi decisión; sabía que había votado al señor que cavaba su propia tumba y que había ignorado al franciscano de la tonsura, que podía encarrilar mi existencia. Cristo me miró mal, desclavó una mano y me señaló con su dedo acusador. Enseguida, el suelo se abrió bajo mis manos y caí en la oscuridad, donde mi voto reposará para siempre, junto a los derechos de los trabajadores, a la educación y la sanidad, a la ley del matrimonio homosexual y sobre la ley del aborto.

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