miércoles, 28 de septiembre de 2011

Qué mis manos no se vuelvan contra mí.

Desde hace unos días el mundo real empieza a verse en letras, como testigo de un cambio imparable que está por venir. Todos los que alguna vez hemos escrito ficción sentimos inevitablemente una sensación de triunfo, ingravidez y desazón cuando damos por terminada la historia de turno. La euforia es la primera en marcharse, para ir dejando, como el café que se posa, un regusto amargo. Tras la corrección, la recorrección y mil y una lecturas, el que les habla termina pensado lo siguiente: “Es lo mejor que he escrito, no creo que pueda repetirlo”. Desde luego no es un pasamiento motivador, porque ni la obra concluida es tan buena, ni la venidera será tan mala. Es más, para quienes nos hallamos en un permanente proceso de aprendizaje, lo más seguro es que sea mejor según se avance.

Así y todo, cuando va pasando el tiempo y no se tienen ideas nuevas, se tiende a considerar que las anteriores fueron desperdiciadas. Algo así como: “Si lo pudiera escribir ahora, le sacaría mucho más jugo”. Pero yo, personalmente, no me veo con fuerzas de retomar ningún relato pasado, menos aún de destriparlo y recomponerlo. Eso sería un monstruo literario. Y los monstruos literarios nunca vienen solos, qué va; les encanta ir de la manita, por si se pierden. Y a mí se me echa encima el fantasma del fracaso, ese mismo que me ha impedido presentarme a concurso alguno. No porque me crea malo, sino por miedo a ser peor de lo que creo. Por miedo a saber con certeza que todo el trabajo sólo vale en cuanto a los buenos ratos que he pasado escribiendo. Pero que nunca llegará más allá. No es tampoco afán de posteridad, eso es pretencioso e idiota. Es más una cuestión de someter tu identidad, tu oficio y tu talento a la posibilidad de su inexistencia. La negación de la escritura me dejaría sin saber quién he sido, quién soy y sin ganas de saber quién seré.

No obstante, hay un momento, que es el actual, en el que no había pensado hasta ahora. Siempre me quedaba reflexionando sobre el posterior a la ficción. Nunca sobre el previo. Y es que la literatura, como cualquier arte pasional, es como el sexo; nadie se pararía a divagar antes. No se tiene la mente clara, esa es la razón. Pues bien, para variar, tenía ganas de dejar por escrito este antes de sinrazón, de expectativas, de calentón y de sueños. Porque luego llegará el después, con sus consabidos monstruos hermanados. Y después del después llegará otro más y luego otro antes del siguiente antes. Así, una vez más, perderán sentido todas las palabras que una vez utilicé para inventarme un mundo entero y a sus habitantes que no existen. Una vez más dejaré de ser Dios para convertirme en mortal, en un mortal con miedo a ser mediocre, vulgar y negligente. Es duro el despido divino.

Pero todo eso hoy no importa, porque lo he vuelto a sentir. Tengo la idea en la punta de los dedos y esto es sólo un calentamiento. No puedo pensar en lo que pasará después, en sí servirá para algo o en si será una buena novela. ¿Qué más da? De momento empieza a ser inevitable, casi incontenible. Será mejor disfrutarlo. La historia que barajo será sombría, como la última. Volveré a teclear al ritmo de algún que otro tango de Gardel. Retiraré el reloj de mi muñeca para que no me afecte el tiempo de los mortales y prepararé café. Buscaré alguna bombilla tenue, que no dé más luz que la que ilumina mis manos. Las mismas manos que me parecerán autónomas, las mismas que miraré desde un lugar mágico que no existe aunque lo haga existir. Las miraré sin reconocerlas siquiera y, al final, las miraré esperando que no se vuelvan contra mí.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Próxima estación.

El otoño tiene mala fama. De hecho se lo considera una estación transicional, como la primavera, pero en formato triste. Durará lo mismo, hará más o menos la misma temperatura y los árboles se comportarán de manera extraña. Aunque al revés. Los niños cargarán de nuevo con mochilas que les enseñarán a caminar de la misma manera en que afrontarán la vida, con la cabeza gacha y el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Qué cura de inocencia. Los padres empezarán a olvidar los placeres estivales y las pasadas vacaciones y sólo querrán perder de vista a sus pequeños monstruos. Y se volverán locos para aparcar, porque ya ha vuelto todo el mundo, y no encontrarán sitio en el metro ni en el autobús. Y pasarán frío por la mañana y calor a mediodía. En definitiva, el otoño cabrea a la gente, pero no se engañen, no lo hace más que las otras épocas del año.

Lo que pasa es que nos quejamos de todo, pero sobre todo del tiempo. Especialmente con los desconocidos. Hace ya unos cuantos artículos, hablaba en mi blog de La realidad a tientas acerca de las conversaciones de ascensor. Más concretamente, relataba mi costumbre de decir: “Cómo está el tiempo”, nada más entrar, para luego contradecir a mi interlocutor en su observación. Así, si el interpelado sugiere: “Es verdad, menudo frío que hace”, yo optaré por decir: “¿Si? Pues yo tengo un calor terrible” y viceversa. La cara de la víctima siempre merece la pena, aunque conforme pasa el tiempo, me va pareciendo todo un ataque al principio mismo de la concordia humana; el enemigo común, un blanco de las quejas compartido. Algo que nos une contra otra cosa, sea cual sea. Y el tiempo es el objetivo perfecto.

En invierno, que si hace mucho frío, que si los días son muy cortos, que si llueve mucho, que si “ojalá llegue pronto la primavera”... En primavera el problema serán las alergias o los “no se qué ropa ponerme” -¿alguien sabe que es el entretiempo?¿tiene algo que ver con los entremeses? Aparentemente sí-. En verano las quejas se extreman con el calor; no se puede dormir, se suda te vistas como te vistas y los mosquitos son aviones. Es cierto. Todas y cada una de las quejas están fundadas y son lícitas. Parece mentira que a ningún estadounidense se le haya ocurrido demandar al planeta por daños y perjuicios. Será que la cosa no está tan mal, al fin y al cabo.

Porque ahora los días se acortan y la noche enfría las fachadas de las casas a su debido tiempo. Las sabanas están tibias y una suave brisa invita a taparse y a compartir la piel. Las mañanas son bulliciosas de nuevo, se descarga fruta en la calle, huele a pan y a prisas y los coches dejan mellada la calzada hasta la tarde. El sol ha decidido acariciar en lugar de golpear. Dentro de poco los árboles empezarán a colorearse y a diferenciarse del resto en una guerra de egos. Aquí, en Madrid, el Retiro o los Jardines del Moro se convertirán en un lienzo impresionista sobre nuestras cabezas. Mientras tanto, las calles lucirán sobrias alfombras pardas. Los cárteles luminosos parecerán tener más sentido, intentando ocupar el mayor espacio de oscuridad en lo alto de los edificios –en esta ciudad no hay más estrellas-. Y, en mi otra ciudad, en Alicante, las playas empezarán a parecerlo. Se vaciarán de gente como si la arena y el agua hubieran decidido tragarse a tanto pelmazo. Por la noche, la humedad y una ligera bruma emborronará la luz amarilla de las farolas. Y todo parecerá extraño, extraño y maravilloso.

El otoño es una etapa indecisa, ambigua e irreal a ratos y no hubiera existido la poesía sin indecisión, ambigüedad e irrealidad. No hubiera existido poesía sin otoño.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Periodismo de la anécdota.

Con los años he llegado a una sencilla conclusión: todo aquel que decida estudiar periodismo sin albergar malas intenciones es un idiota o un idealista. Cuando yo lo decidí debía de ser las dos cosas, ahora sólo me queda la idiotez. Y a ella apelo como si significara cierta garantía de integridad, porque el periodismo –sobre todo el televisivo- cada vez da más risa, o más asco, o más risa… No sé decirles bien, pero me provoca una mezcla de arcadas y carcajadas. Algo así como carcarcadas o arcajadas. Elijan ustedes.

Primero tuve que asumir que, si alguien sale por la tele contando cotilleos que no importan a nadie, ese alguien será llamado periodista. Pero no sólo lo llamará así el común del vulgo que se dedica a ver estos programas, sino que él será el primero en indignarse y en enarbolar su profesión a gritos –siempre a gritos-. “Tú no te has documentado, cuáles son tus fuentes, porque yo sí he investigado y he hablado con su madre, su ex amante, su vibrador y un señor de Murcia y sé muy bien lo que digo. Soy periodista.” Adelante, pueden aterrorizarse. Yo ya soy inmune. De verdad, lo había conseguido. Sin embargo, otro tipo de periodismo antiperiodístico me esperaba con sólo cambiar de canal.

Con el tiempo, el periodismo del corazón ha conseguido desautorizarse a sí mismo por el mero hecho de seguir existiendo. Tiene mala imagen, nadie lo toma en serio y, sí, lo ve todo el mundo. Esto último no se puede evitar. En España la gente se siente orgullosa de hacer tonterías: “Pues yo me hago Madrid Tenerife en dos horas, borracho y en coche”. Y otro contestará: “¿En coche?”. A lo que el español medio asentirá orgulloso y apostillará: “Por mis cojones”. Y así funciona el país. El problema es cuando se intenta vender algo pretendidamente bueno y resulta ser una tontada, cuando no una afrenta a cualquier código deontológico -¿alquien sabe que eso?-.

Me refiero a los programas de investigación con cámara oculta. Qué yo recuerde, el primero del que tuve noticia lo creó Mercedes Milà, famosa también por ser hermana de un periodista de verdad, hacer pis en la ducha o presentar Gran Hermano. Pues bien, a la vez que ideó el formato también inventó la doble cámara enfocándola a ella, porque, aunque diga lo contrario, este programa sólo tiene una protagonista. Y no estoy hablando de la información. Así mientras a la Milà habla con una cámara mientras otra la filma hablando con la otra cámara, meten una tercera –cuánta cámara- en un bolso y engañan a algún delincuente habitual. Porque el programa va de eso, de engañar, por un lado al interesado y por otro al espectador. Una vez se ha descubierto el pastel, allá que va la Milà a encararse con el susodicho, pero en plan chungo. Sí, en lugar de llamar a la policía y denunciar la trama tontorrona de turno, se dedica a increpar a los criminales, a ver si le dan una pedrada y le llega la medalla. No creo que le importe que fuera póstuma siempre que la entrega se filmase con dos cámaras.

El formato se dio bien y ahora florecen programas gemelos, aunque con menos cámaras, en las distintas segundas cadenas de las nacionales. La gente los ve y no tiene que afirmar categóricamente que lo hace. No es necesario un “por mis cojones”, porque tienen buena fama y porque se ha vendido como investigación lo que sólo es esconderse y grabar. Y no crean que destapan la trama Gürtel o el caso Brugal. En realidad se ocupan de asuntos sensacionalistas cuando no sonrojantes. Véanse como ejemplo los siguientes temas reales: “Descubrimos a un psicólogo que se masturba mientras hace terapia” o “descubrimos a un odontólogo no titulado que practica la medicina en iglesias evangélicas”. Madre mía, visto lo visto les propongo: “Descubrimos a un neurólogo jubilado que espía a sus vecinos zoófilos a través de un rollo de papel higiénico usado”. No puede fallar. Porque a esto me refiero: eligen temas amarillistas, que no tienen una verdadera trascendencia y que, para colmo, son enrevesados hasta el ridículo. Es más, parece que la pretendida investigación consista en buscar el tema más tonto y con más complementos sintácticos.

Al final, todo este entramado informativo sólo sirve para distraer, para ocultar los temas verdaderamente importantes, esos mismos que tratan los que sí merecen llamarse periodistas. No es lícito hacer creer al público que lo anecdótico merece más de diez líneas en la sección de sucesos. Cualquier redactor jefe con un mínimo de criterio ya habría despedido a la Milà y a sus imitadoras si no las conociese nadie, si no fueran ellas en sí mismas la única noticia de sus programas.

Es hora de que nosotros, los lectores, hagamos labor de investigación y busquemos los temas que de verdad nos afectan. De lo contrario, el periodismo del corazón y el de la anécdota terminarán por desbancar al periodismo sin apellidos y, con él, a todo rastro de información relevante. Acabaremos siendo ovejas catatónicas que, encima, creerán saber sobre asuntos importantes. Por mi parte intentaré retomar el idealismo y reincorporarlo a mi idiotez. Porque respeto mucho la profesión que no ejerzo.