Probablemente muchos de ustedes hayan oído la frecuente estupidez del “alma gemela”, aquella persona que comparte nuestros intereses y desvelos y que se oculta en algún sitio remoto–se ve que tienen la molesta manía de esconderse-. Todos la deseamos en nuestra vida y si existe la posibilidad de que sea nuestra pareja todavía parece ser más apetecible. Se dice que “nos complementa”.
Sin embargo, es difícil que nos complemente alguien igual a nosotros. Alguien que tiene las mismas inquietudes, la misma cara y la misma cruz que nosotros. Definitivamente sólo haríamos que sumarnos las cualidades hasta anularlas de puro predecibles. No, no puede ser así. No es el alma gemela la que nos complementa, sino más bien todo lo contrario.
Por decirlo de una manera gráfica y prosaica; si sólo somos luz, necesitaremos una sombra, o terminaremos por quemarnos. Y así caminamos –así camino- cegados de tanta luz, o a oscuras de tanta sombra. Esperando la luz que nos descubra nuestro alrededor o la sombra que nos permita ver tras el blanco cegador que hiere nuestros ojos.
Los intereses comunes son la posibilidad de compartirse mutuamente. La necesidad de saber el uno de otro, de conocer aquello que apasiona a nuestra pareja más allá de todo prejuicio. Los intereses comunes hay que buscarlos en el propio interés que suscitamos y que nos suscitan. Los intereses comunes son los nexos, las conexiones, y suelen empezar con besos y terminar con manos entrelazadas que ya no saben caminar solas.
En la dualidad que tanto me gusta, paseo naufragando en un mar de soledad, como viene siendo costumbre. Y es que mantengo una relación curiosa con la soledad. Cuando no la tengo, la persigo y, cuando la consigo, la desprecio. La necesito y necesito tener el poder de alejarme de ella. Porque, ahora que la soledad no es buscada, casi anhelo la compañía forzosa.
Recuerdo una escena de la película El cartero y Pablo Neruda en la que el pobre cartero –ese entrañable Mario Ruoppolo- observa al poeta y a su mujer bailando un tango (tal vez Madreselva, cantado por Gardel) en la terraza de la pequeña casa encalada que acoge su exilio. Recuerdo o quiero recordar las risas de ella entre los brazos de Neruda y me veo como su contraportada.
Al igual que él, me encuentro en una casa encalada frente al Mediterráneo. Al igual que él, ando exiliado de algún modo. Al igual que él, escucho la voz metálica de una vieja grabación de Carlos Gardel. Al igual que él, me dedico a jugar con palabras. Pero es de noche, no hay sol cálido que inunde el porche. No hay nadie dejándose llevar por mis brazos y ni siquiera sé bailar. Y, definitivamente, no puedo encontrar las palabras para decir lo que él diría sin esfuerzo. No puedo jugar con el significado ni hablar con las imágenes.
Me siento como la cruz, como el reverso o el envés de esa escena. Compartiendo una copa de vino con nadie y bailando tangos con un teclado cansado de mi insistencia, cansado de dibujar vidas que no he vivido y que nunca viviré. Vidas en las que los poemas son como los del poeta, en las que el amor no habla de ser imposible y no hay necesidad de incluirlo en una ficción construida para colmar las frustraciones. Sí, quizás ande siempre pensando en protagonizar aquella escena llena de luz que se grabó en mí como si yo fuese la emulsión de una película vieja. Tanta luz fuera y yo encerrado dentro de la cámara, con el único consuelo de haber sido alguna noche la sombra de Pablo Neruda.