Cerca del chalet de mis abuelos,
nada más salir del camino de entrada, existe un bloque de apartamentos
construido a finales de los años sesenta. No es muy alto; si no me falla la
memoria, no sobrepasa las cuatro alturas y su fábrica es de ladrillo ocre, un
amarillo apagado, parecido a la arena de la playa que puede verse desde sus
terrazas, que son terrazas largas con barandilla de hierro. Y ventanas de suelo
a techo, como los apartamentos de antes, para que la luz del Mediterráneo se
desborde por el suelo y acabe por reflejarse en el techo, que hagan falta gafas
de sol para tomar el desayuno. Pero no es así su escalera, situada de espaldas
al mar, oscura y estrecha, con peldaños revestidos de terrazo, ya pulido de
tanto subir y bajar, castigados por la ausencia de ascensor.
La entrada está custodiada por un
gran ficus que ensombrece el jardín y, hasta la última reforma, una enorme
hiedra trepaba por la pared, como si intentase escapar de allí. Recuerdo que,
cuando era pequeño, aquella hiedra me parecía una tupida barba, con una boca
enorme y negra en su centro, una boca que era una ventana y dos ojos más
arriba, que eran otra ventana de dos hojas –de dos ojos- siempre cerradas.
Tenía cara de loco aquella fachada barbuda y sombría, con su tez amarilla de
ladrillos ocres y su barba verde, con su boca dentada de rejas y sus ojos
cuadrados de cristal. Dos ojos de cristal.
En ese edificio veraneaba una
prima lejana, que dejó de serlo, al menos administrativamente, por motivos de
divorcio de quien propiciaba el parentesco. Por eso alguna vez mis pies
ayudaron a pulir el terrazo de los escalones. Y pude mirar desde la boca como
si el edificio se me hubiera tragado, y pude ver a través de sus ojos, como si
fuera yo la vista de aquella fachada de grito perenne. En la escalera resonaban
los ecos de las risas estivales, y los descansillos parecían sucursales de la
playa, de tanta arena acumulada sobre el pavimento. La barandilla estaba
formada por travesaños de madera horizontales, de esos que ya no se ponen, por
si a los niños les da por subirse y bajar sin ascensor, sin paracaídas, pero
con prisa. Cuestiones de seguridad, ustedes saben.
Del apartamento en concreto no
recuerdo gran cosa. Quizás un amontonamiento de muebles demasiado oscuros para
una casa de playa, también unas cortinas vaporosas, blanquecinas como mortajas
que parecían raídas por la luz potente del sol. El suelo estaba frío, eso sí lo
recuerdo. Y ya está, no sé ni por qué entré, ni cuánto tiempo estuve, ni por
qué me fui. Aun menos con quién, seguramente con mi abuela, la única persona
con vocación de relaciones públicas de la familia, la única también con el
suficiente don de gentes y carácter para tales menesteres. De lo que sí estoy
seguro es que no volví a entrar y de que, cuando aquella visita tuvo lugar, yo
contaría con unos escasos cinco años.
Luego el tiempo transcurrió y
aquel edificio y su fachada barbada pasaron a ser parte del decorado de mi
vida. Verano tras verano, pasaba todas las mañanas por delante para bajar a la
playa. Y es verdad que seguía mirando su cara de loco, su grito eterno y mudo y
sus ojos de cristal, pero lo hacía como el que lo da por sentado, como si fuera
inamovible. Supongo que en alguna ocasión rememoraría el tiempo que permanecí
en su boca, o lo que vi desde sus ojos y luego lo dejaría estar. Lo amontonaría
junto al resto de recuerdos, tan fugaces que apenas son sensaciones –ese suelo
frío-. Y lo dejaría amontonado hasta que aquella escalera oscura salió en una
conversación, como parte de una trágica anécdota que ya acumulaba polvo de tan
olvidada, de mucho tiempo antes que mi recuerdo almacenado. Una anécdota
horrible que, sin embargo, había pasado a formar parte del alrededor, de la
vida acumulada que soporta la memoria. Una memoria que apaga las brasas y vulgariza
lo fantástico, lo terrible y hace creíble lo imposible.
Mi abuela me contó que justo
sobre el hueco de la escalera había una polea. Seguramente para subir y bajar
objetos pesados aprovechando la oquedad vertical. Sea como fuere, se accedía a
ella a través del último piso; yo imaginé una pequeña portezuela en los
travesaños horizontales, aunque dudo mucho que exista. Pues bien, tiempo atrás
aquellos apartamentos tuvieron un portero, un guardés más bien, que se
encargaba de cuidar la finca durante el invierno, ya que todos los apartamentos
permanecían deshabitados fuera de la época estival. En realidad no me acuerdo muy
bien de los detalles, pero creo recordar que aquel empleado había perdido
recientemente a su mujer, y que, desde entonces, se había dado a la bebida como
quien se tira a una piscina, o quien se deja caer en una cama; para despertar,
para sentir, o para dejar de hacerlo.
En mi cabeza podía ver
perfectamente a aquel desdichado, vagando por la oscuridad de los pasillos, con
el frío húmedo de Alicante calando sus huesos, con la cabeza embotada por el
alcohol y un sabor agrio en la boca. Sí, lo vi con unos zapatos desgastados,
subiendo uno a uno los escalones, con el eco de sus pasos siguiéndole,
intentando atraparle, o ponerle la zancadilla para que no hiciese lo que estaba
a punto de hacer. Lo vi con el pelo ralo y grasiento pegado a la cabeza, con un
bigote descuidado y el rostro demacrado, con los ojos desorbitados y apagados a
un tiempo. Y también lo vi desde fuera, pasando por la boca abierta de la
fachada barbuda y recorriendo sus ojos un piso más arriba, sus ojos de cristal,
vidriados como los suyos, mirando sin ver, porque sólo miran hacia adentro.
No pude quitar la arena de los
descansillos de mi imaginación, por muy invierno que fuese. Pero sí cuando
llegó arriba, en ese descansillo final que no tiene ventana y a donde no llega
la arena. Allí cogió la maroma que se utilizaba en las mudanzas, una cuerda de
esparto, como las que se utilizan para amarrar los barcos, y comenzó a
anudarla. Un nudo corredizo, un nudo de suicida, un nudo que estrangula y
sostiene, que mata y salva del vacío. Por supuesto lo hizo, casi de forma
automática, casi sin mirar, porque en realidad ya no veía nada, solo podía
recordar. Entonces abrió esa portezuela que seguramente no exista y se paró al
borde del forjado. Se agarró a la parte superior del soporte de la polea y pasó
el cabo a través de la ruedecilla. Estiró hasta que empezó a rodar y el
chirrido del eje reverberó como un quejido animal, hasta que salió por la boca
barbuda, que por fin pudo gritar, aunque nadie la oyese. Luego ató el extremo a
la barandilla y tomó la lazada del nudo corredizo. No hubo expresión en su
rostro mientras la ajustaba alrededor del cuello. Ni siquiera sintió el tacto
áspero y desagradable de la fibra contra la piel. Sólo había determinación, la
determinación que lo hizo saltar por el hueco de la escalera, saltar a la
oscuridad con los ojos abiertos y quedar suspendido entre sacudidas, oscilando
como un péndulo en el corazón del edificio, matándose y dejándose morir. Afuera
la luz amarillenta de las farolas iluminaba el aire cargado de humedad y, más
abajo, el mar rugía ocultando los chasquidos de la cuerda y los estertores del
portero.
Cuando me contaron la historia,
lo hicieron con la asepsia de quien lo ha vivido, con la cotidianeidad de lo
asumido. Como una curiosidad hecha para un tipo morboso, con una mente
peliculera y una vida literaria, si soy yo quien la escribe. Y la acogí con
impresión, porque no me figuraba que la boca barbada hubiera gritado alguna vez
y comprendí sus ojos de espanto y su cara de locura. Pero sobre todo, no se me
quitaba de la cabeza aquel cuerpo suspendido en el vacío, con una leve
oscilación. Y no se me quitaba porque, por primera vez, aquel nombre inocente,
incluso estival y festivo, que tenía la finca, cobró un sentido desagradable: Mar i cel. Ese fue el lugar en dónde
decidió morir el guardés; en mitad de la noche, en silencio, sin que sus pies
tocarán la tierra, ingrávido entre el mar y el cielo.