martes, 26 de mayo de 2009

Recuerdos inventados.

Hace un tiempo (indeterminado), leí en cierta revista (indeterminada) la explicación de una psicóloga (cualquiera) que exponía la teoría de que los vacíos de la memoria se cubren con recuerdos inventados. Y me gustó eso; “recuerdos inventados”, aunque encerrase la posibilidad de vivir en una mentira.

Sea como fuere, lo que nosotros vivimos no es más que lo que recordamos. Nadie vive de futuro más que para escapar del pasado y los que viven en el pasado se refugian del futuro. En la mitad, queda ese momento de acontecer que no existe, que lo es todo en potencia y que ya no es nada, el presente. No me cabe ninguna duda de que la persona más feliz será la que se refugie en el presente, sin el lastre del pasado ni la deuda permanente del futuro. Sólo un segundo y otro y otro y otro, sin condicionantes ni consecuencias. Lo que pasa es que esto es imposible.

En esta imposibilidad es donde entran los efectos terapéuticos de los “recuerdos inventados” –no den ninguna fiabilidad a esta teoría, hoy estoy más sobrio que de costumbre-; Puesto que la vida es el pasado, lo que recordamos, ¿qué mejor que inventarnos nuestro pasado? Si yo me dedico a escribir vidas que nunca viviré, ¿qué daño puede hacerme asimilar los recuerdos de mis personajes?

Pues supongo que un grave trastorno mental, sólo equiparable al provocado por los recuerdos reales. Es decir, ninguno. La memoria de una persona que ha desperdiciado su vida –esto es, que no se ha atrevido a tomar las decisiones que debía- conseguirá atormentarlo y terminará por destruirlo. En cambio, si esta persona llena sus vacíos con vivencias ficticias acerca de lo que nunca pasó, mejorará su ánimo y quizás se enfrente al futuro de otra manera. Con más confianza.

Mientras tanto, yo me veré obligado a convivir con los recuerdos de mis personajes, que me miran con arrogancia, haciéndome más débil que su papel y su tinta y demostrándome bajo mis propios dedos que ellos sí hacen las cosas que yo nunca haré. Más allá de escribirlas.

Dejando de lado todas las tonterías autocompasivas, se me ocurre un uso más perverso (y, en consecuencia, más atractivo) de los recuerdos inventados. Ese uso perverso pasa por la necesidad de que todos ustedes, la sociedad, -mi afán de lectores no conoce límites, algún día “recordaré” que me leyeron millones de personas- , conozcan la existencia de estos recuerdos adquiridos o inventados. Me explico:

La idea de que yo adquiera recuerdos de libros que he leído o películas que he visto no hace daño a nadie, no supone ningún problema. Es más, me ayuda. De esta manera puedo recordar que entre la comida y la cena, en lugar de dormir una siesta indecente, he estado en Mónaco, vestido de esmoquin, acostándome con cualquier mujer que huiría despavorida de mí, mientras salvaba al mundo de los comunistas.

- ¡Ay, estos comunistas, cómo son!- diría despreocupadamente a mis amigos durante la cena, poco antes de ingresar en un sanatorio mental o en algún partido político.

El caso es que estos pequeños recuerdos falsos, que hacen de mi triste existencia una encantadora mentira, podrían ser la excusa perfecta para cualquier ciudadano de buen vivir (o de vivir bien). Figúrese que de improviso usted ha adquirido los recuerdos de algún político que buscaba armas que no existían. Como es lógico y de deber, no dudará dar explicaciones:

“Bueno… Ehm, mire usted, yo es que esas armas… ¿Sabe? Estuve hablando con los Reyes Católicos en George Town y ellos conocían la existencia de las armas. Creo que esos recuerdos se han metido en mi cabeza”. Y a ver quién lo discute. El rigor histórico en este caso concreto es el mismo en los recuerdos inventados que en los reales, pero los inventados son exculpatorios. Ese es el peligro.

Aun así, la apropiación de recuerdos también puede jugar malas pasadas a la hora de relacionarnos con nuestras amistades: De igual forma que mis amigos me enviarían al psiquiátrico ante el relato de mis hazañas como espía-super-atractivo, los amigos del President Camps podrían enfadarse por su falta de gratitud, al creer que paga sus propios regalos.

“ Uff, qué bien, ya tenía ganas de que se conociera toda la verdad: Verá usted, yo es que vi una película, basada en un libro en valenciano, que aunque no lo hable, lo leo, ¿eh?, donde el protagonista se pagaba sus trajes…”

No creo que sea la memoria la que nos cuente películas. Puede, no obstante, que las películas sean preferibles a según qué memoria.

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