martes, 23 de junio de 2009

Cosas que no vienen a cuento.

Últimamente entro y me voy. Entro y salgo del procesador de textos como un cazador furtivo en busca de una presa esquiva. El texto se me escapa, raudo, entre mis manos inexpertas e intento describirlo en un vano intento de cronista estéril. Sin embargo no sirve de nada, porque lo que llego a cazar es tan solo la estela de algo que no alcanzo a ver con claridad y en medio de esa neblina descriptiva caminan mis letras.

Entonces me pregunto por varias cosas que no vienen a cuento y siempre encuentro la misma explicación, que viene a decir: “te haces demasiadas ilusiones”. Aunque supongo que es algo innato en mí. De verdad me hago demasiadas ilusiones, y no sólo son demasiadas, sino que son plásticas, casi tangibles, “experimentables” en mi imaginación hambrienta de imposibles.

Y supongo que por eso escribo, por eso me dedico a atesorar momentos que los demás dejan pasar –como un metro demasiado lleno en hora punta, un metro sudoroso y repleto-. Por eso trato de vivir hasta lo que no apetece, hasta lo que no aporta la chispa de ilusión necesaria para considerar cualquier realidad digna de recordarse.

Todo esto no es por masoquismo, ni siquiera por una extraña atracción perversa hacia los hechos banales. Es más una fascinación por lo cotidiano, que es lo que “hace vida”. Si nos fijamos, al dejar a una pareja, o más traumáticamente; una forma de vida, nos invade una sensación de desazón. De desubicación en el sentido estricto del término. Es decir, estamos fuera de lugar.

En contra de lo que todos podríamos pensar, una persona está fuera de lugar cuando no se siente capaz de reproducir sus conductas más básicas y, en apariencia, innecesarias. Esto se debe a que los actos cotidianos son los que marcan nuestra personalidad, nuestra forma de abrazar la realidad. Por supuesto que todos queremos quedarnos con los hechos infrecuentes, apasionados, desmedidos, pero estos son hitos en nuestra vida que no vuelven a repetirse, que se idealizan hasta el punto de no representar nada imprescindible en nuestro devenir.

En cambio, las conductas casi automáticas, las que realizamos sin percatarnos de nuestros actos, serán las esenciales en caso de que falten. Si, por ejemplo, desayunamos todos los días un zumo de naranja con tostadas junto a nuestra pareja, viendo como el sol fresco destella en sus cabellos, no seremos conscientes del peso psicológico de esta costumbre hasta que nos encontremos sin ella.

Esto se debe a que las conductas repetitivas, cotidianas –aunque voluntarias- terminan por ser asimiladas como una parte inherente a nuestra realidad. Por tanto, ante la imposibilidad de llevarlas a cabo, sentiremos que nos falta el aire, que no podemos respirar, pues hemos bebido de ellas hasta llevarlas a un punto de necesidad fisiológica y, en consecuencia, no concebimos nuestra rutina sin ellas.

En otro estatus navegan las situaciones extraordinarias. El amor más irrealizable se idealiza hasta un punto enfermizo que roza lo divino y, por tanto, pierde su cercanía y se nos antoja incomprensible y mágico. Fruto de estos episodios traumáticos, nace lo que Freud consideraba frustraciones (las pulsiones de la libido que no pueden ser satisfechas), que pueden superarse por diversos medios. El primero es la religión, que nos ofrece una realidad intangible donde todas nuestras imposibilidades tendrán respuesta. El segundo son las drogas, que nos ofrecen la posibilidad de transformar de forma artificial la realidad para que se aproxime a nuestro ideal imposible. Y la tercera es la llamada sublimación, que consiste en el procesamiento de esas frustraciones a través del arte.

Yo, que soy un ser frustrado desde hace una cantidad desaconsejable de tiempo, elegí la sublimación mediante la literatura. Y resultó ser más duro que la religión o las drogas, lo cual ya es mucho decir. Y es que soy demasiado poco ingenuo para ser religioso y demasiado pobre para ser adicto a las drogas.

No necesito pincel, si acaso un boli bic, y no necesito lienzo, si acaso el margen de un periódico. No necesito escoplo, si acaso tu rostro en mi memoria, y no necesito piedra, si acaso tu cuerpo en algún recoveco del pasado. Y, no obstante, vivo mis frustraciones más que cualquier otro artista –yo no lo soy, ni tengo “obra”- porque me veo obligado a dar vida a la vida que desearía vivir. Creo personajes que son “yo-pero-mejor”, que llevan a cabo mis sueños ante mis ojos tristes, demostrándome que jamás serán posibles más allá de la ficción.

Esos sueños están construidos de momentos cotidianos, carentes de la magia de lo sobrenatural e impregnados de la magia de lo humano. Esos sueños son tan simples, que me parece mentira no poderlos realizar. Por eso les animo a que atesoren lo que pasa vertiginoso ante sus ojos indolentes. Ahí está la magia.

Duelen más los sueños posibles que los imposibles.

2 comentarios:

  1. Este sí, querido.
    Sabes lo que opino de ciertas cosas de las que hablas aquí, pero bueno...supongo que si no te comieras tanto la cabeza con tus sueños (alcanzables e inalcanzables) no serías tú.
    Sigue así, da gusto pasarse por aquí y leer cosas nuevas :)

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  2. Muchas gracias, querida. jejeje. Para mí es un placer tener lectoras como tú. Me alegro de que te haya gustado.

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