martes, 30 de junio de 2009

La cara, ¡la cara!

No resulta fácil tomar prestados a la memoria ciertos recuerdos más o menos traumáticos, pero a veces son necesarios para ilustrar un sentimiento incomprensible sin el ejemplo concreto. En este caso, el ejemplo concreto se sitúa en una mañana indeterminada de un verano en el que mi edad debía de moverse entre los siete y los diez años, tal vez más cerca de los siete.

Por aquel entonces yo era un niño bastante asilvestrado que pasaba los veranos en bañador en el chalet de sus abuelos en Campello (Alicante). Tenía algunos amigos, de los cuales apenas me acuerdo, que vivían en apartamentos cercanos y con los que pasaba algunas mañanas y todas las tardes. Pues bien, una de esas mañanas, llegó a nuestros oídos la noticia de que había habido un accidente de moto en la carretera de la playa y, como es lógico –en la lógica de un niño-, no pudimos evitar acercarnos y echar un vistazo.

Cuando uno es pequeño jamás se para a pensar en las consecuencias de los actos, simplemente se mueve por morbosidad, por pura apetencia curiosa. Nada más pisar la tira de asfalto bordeada de arena, ya pudimos observar un reguero de piezas mecánicas imposibles de identificar en su conjunto. Lo seguimos con nuestras miradas, con los ojos inocentes entornados por el sol estival; aquí un estribo, allí una pinza de freno, más allá un tubo de la horquilla, pequeñas tuercas y la sangre. La sangre como un borrón en la carretera, como la tachadura de un error imposible de subsanar.

A nuestros ojos les siguieron nuestros pies y sus sandalias de plástico. Recorrimos el arcén, pasando inadvertidos entre una multitud indolente que apartaba la vista –justo lo que yo haría ahora-. En algún momento debimos cruzar la calzada sembrada de piezas, porque en mi cabeza la perspectiva cambia. Al otro lado yacía lo que quedaba de la motocicleta empotrada en el capó de un coche rojo –quizás eso ayudaba a no ver la sangre sobre el coche-. Me pareció que el tiempo se había detenido, que la unión de aquellos dos vehículos no era natural. Era como sumergirse en una fotografía hecha en el preciso instante del choque. No me hubiera extrañado ver uno de los dos cuerpos detenido, ingrávido, a dos metros del suelo, incapaz de asumir la caída.

Pero, lamentablemente, los cuerpos no se abrazan al aire para no caer y, después del coche, nos esperaban los viajeros, uno sobre el asfalto y el otro apoyado en un coche aparcado, llorando. Nosotros caminábamos entre una multitud de personas cuyas caras nunca guardé, pero cuyo aspecto sí, por lo discordante. Eran veraneantes, que habían abandonado sus esterillas y sus toallas a pocos metros sobre la arena ardiente. Por aquel entonces, uno no bajaba a la playa a lucir modelito y el aspecto de algunos era realmente grotesco. Imagínense las indescriptibles camisas de los noventa con bañadores minúsculos. Era como si una cohorte de payasos asistiese a una función terrible.

Nuestra presencia permanecía encubierta cuando pasamos por al lado del chico al que la suerte mantenía respirando –respirando para poder llorar-, así que nos acercamos al cadáver. Recuerdo poco, quizás porque mi memoria lo ha querido borrar, pero sí veo una melena rubia teñida de sangre, la piel lacerada por el asfalto y la extraña postura que adquieren los cuerpos al ser lanzados. La postura que nunca tendrían estando vivos, porque dolería.

Cada vez estábamos más cerca y entonces nos descubrieron. Una señora enorme, con un bañador negro, gritó: “Los niños, la cara, ¡la cara!, tapadle la cara”. Y un señor en forma de rayo salió del coro informe de espectadores y tapó la cara de la chica con su toalla, una toalla con anclas que ya nunca podría usar. Porque estaría impregnada de sangre y habría recogido la mirada que no ve. Enseguida nos sacaron de allí como se saca a los niños: Un bosque de manos morenas y arenosas nos abría paso y nos empujaba lejos de la cara que cubría la toalla.

Yo sé que vi aquella cara, pero no la recuerdo. Sin embargo sí recuerdo el grito desesperado de la señora del bañador negro (la cara, ¡la cara!). Daba igual que viéramos las profundas laceraciones de las piernas o el pelo teñido de sangre. Daba igual que viéramos partes de su cuerpo donde la ropa había cedido a la caída, partes que pertenecían a la intimidad de la chica cuando estaba viva. En ese momento sólo importaba el rostro y ahora, por un injustificado sentimiento de certeza, sé que no debía verle la cara.

Desde entonces, me ha sorprendido el empeño por cubrir la cabeza de los muertos. No importa que sea un cadáver enteramente desnudo, mientras un pañuelo cubra sus facciones. Y creo que todo esto tiene algo que ver con el espejo que los demás suponen para nosotros. El rostro de las personas con las que convivimos nos refleja en forma de gestos sobre sus rasgos. Una cara siempre expresa algo y, por regla general-por puro egocentrismo-, nos sentimos destinatarios de ese lenguaje no verbal. ¿Qué pasaría si reconociéramos la expresión de la muerte y cruzásemos su mirada con la nuestra?

Seguramente asumiríamos sin remedio nuestro papel de persona que sólo puede contestar con vida. Con una vida que se enfrenta al vacío por respuesta. No es cuestión de no querer ver, sino de no querer ser visto.

martes, 23 de junio de 2009

Cosas que no vienen a cuento.

Últimamente entro y me voy. Entro y salgo del procesador de textos como un cazador furtivo en busca de una presa esquiva. El texto se me escapa, raudo, entre mis manos inexpertas e intento describirlo en un vano intento de cronista estéril. Sin embargo no sirve de nada, porque lo que llego a cazar es tan solo la estela de algo que no alcanzo a ver con claridad y en medio de esa neblina descriptiva caminan mis letras.

Entonces me pregunto por varias cosas que no vienen a cuento y siempre encuentro la misma explicación, que viene a decir: “te haces demasiadas ilusiones”. Aunque supongo que es algo innato en mí. De verdad me hago demasiadas ilusiones, y no sólo son demasiadas, sino que son plásticas, casi tangibles, “experimentables” en mi imaginación hambrienta de imposibles.

Y supongo que por eso escribo, por eso me dedico a atesorar momentos que los demás dejan pasar –como un metro demasiado lleno en hora punta, un metro sudoroso y repleto-. Por eso trato de vivir hasta lo que no apetece, hasta lo que no aporta la chispa de ilusión necesaria para considerar cualquier realidad digna de recordarse.

Todo esto no es por masoquismo, ni siquiera por una extraña atracción perversa hacia los hechos banales. Es más una fascinación por lo cotidiano, que es lo que “hace vida”. Si nos fijamos, al dejar a una pareja, o más traumáticamente; una forma de vida, nos invade una sensación de desazón. De desubicación en el sentido estricto del término. Es decir, estamos fuera de lugar.

En contra de lo que todos podríamos pensar, una persona está fuera de lugar cuando no se siente capaz de reproducir sus conductas más básicas y, en apariencia, innecesarias. Esto se debe a que los actos cotidianos son los que marcan nuestra personalidad, nuestra forma de abrazar la realidad. Por supuesto que todos queremos quedarnos con los hechos infrecuentes, apasionados, desmedidos, pero estos son hitos en nuestra vida que no vuelven a repetirse, que se idealizan hasta el punto de no representar nada imprescindible en nuestro devenir.

En cambio, las conductas casi automáticas, las que realizamos sin percatarnos de nuestros actos, serán las esenciales en caso de que falten. Si, por ejemplo, desayunamos todos los días un zumo de naranja con tostadas junto a nuestra pareja, viendo como el sol fresco destella en sus cabellos, no seremos conscientes del peso psicológico de esta costumbre hasta que nos encontremos sin ella.

Esto se debe a que las conductas repetitivas, cotidianas –aunque voluntarias- terminan por ser asimiladas como una parte inherente a nuestra realidad. Por tanto, ante la imposibilidad de llevarlas a cabo, sentiremos que nos falta el aire, que no podemos respirar, pues hemos bebido de ellas hasta llevarlas a un punto de necesidad fisiológica y, en consecuencia, no concebimos nuestra rutina sin ellas.

En otro estatus navegan las situaciones extraordinarias. El amor más irrealizable se idealiza hasta un punto enfermizo que roza lo divino y, por tanto, pierde su cercanía y se nos antoja incomprensible y mágico. Fruto de estos episodios traumáticos, nace lo que Freud consideraba frustraciones (las pulsiones de la libido que no pueden ser satisfechas), que pueden superarse por diversos medios. El primero es la religión, que nos ofrece una realidad intangible donde todas nuestras imposibilidades tendrán respuesta. El segundo son las drogas, que nos ofrecen la posibilidad de transformar de forma artificial la realidad para que se aproxime a nuestro ideal imposible. Y la tercera es la llamada sublimación, que consiste en el procesamiento de esas frustraciones a través del arte.

Yo, que soy un ser frustrado desde hace una cantidad desaconsejable de tiempo, elegí la sublimación mediante la literatura. Y resultó ser más duro que la religión o las drogas, lo cual ya es mucho decir. Y es que soy demasiado poco ingenuo para ser religioso y demasiado pobre para ser adicto a las drogas.

No necesito pincel, si acaso un boli bic, y no necesito lienzo, si acaso el margen de un periódico. No necesito escoplo, si acaso tu rostro en mi memoria, y no necesito piedra, si acaso tu cuerpo en algún recoveco del pasado. Y, no obstante, vivo mis frustraciones más que cualquier otro artista –yo no lo soy, ni tengo “obra”- porque me veo obligado a dar vida a la vida que desearía vivir. Creo personajes que son “yo-pero-mejor”, que llevan a cabo mis sueños ante mis ojos tristes, demostrándome que jamás serán posibles más allá de la ficción.

Esos sueños están construidos de momentos cotidianos, carentes de la magia de lo sobrenatural e impregnados de la magia de lo humano. Esos sueños son tan simples, que me parece mentira no poderlos realizar. Por eso les animo a que atesoren lo que pasa vertiginoso ante sus ojos indolentes. Ahí está la magia.

Duelen más los sueños posibles que los imposibles.

martes, 16 de junio de 2009

Los cretinos.

Los cretinos son los seres más fascinantes y despreciables de cuantos pueblan el pretendido panorama cultural español y mundial. Lo de fascinantes lo digo para justificar una antigua etapa en la que estuve a milímetros de convertirme en un cretino bien afianzado y sólido en sus bases de pensamiento. Lo de despreciables lo digo con absoluto convencimiento y llevado por una mezcla de hastío y asco a partes iguales.

No es objeto de este pequeño artículo establecer una “tipología del cretino”, aunque sí me gustaría esbozar unos pequeños trazos del estereotipo más representativo en los últimos tiempos, el gafapasta. Estos seres, normalmente vírgenes y no por convicción religiosa, se pertrechan con un libro de poemas de Bukowski –que no entienden- y una chaqueta de pana. Huelga decir que no hacen falta unas gafas de pasta para ser un gafapasta. Eso se lleva en lo más profundo del corazón y se cultiva a base de vomitar presuntas observaciones brillantes.

Estos seres se tienen por doctos en varias materias, pero sobre todo en música y literatura. No debemos confundirlos con los frikis porque hay una diferencia esencial: los frikis saben de lo que hablan y lo estudian por gusto, no por apariencia. Lo de la apariencia suele ser algo secundario para los frikis en todos los aspectos, algunos que no se agradecen tanto como la honestidad con sus pasiones. Pero esa es otra historia.

Tampoco es raro verlos en los museos, divagando durante horas acerca de la potente expresividad de un cuadro con un punto, sin saber que están en la embajada de Japón. El compañero de divagación atenderá gustoso y jamás se le ocurrirá señalar que es una bandera. Imagínense que peca de persona razonable por encima de la cultura de la ostentación estéril…

La acción de los cretinos puede resultar inofensiva para mentes curtidas y poco impresionables, siempre que su actividad creativa permanezca en letargo. Y es que lo peor que le puede pasar a un cretino es tener un mínimo de “talento artístico”. Porque entonces se erigirá fundador de una corriente pictórica, musical o literaria. Véase Impresionismo postyuxtapuesto, Jazz sublimacional o Costumbrismo bucólico-urbano*.

Cualquiera de esos estilos, al contrario que los movimientos artísticos de verdad, habrá sido bautizado por ellos mismos y por supuesto estarán tan vacíos de contenido como llenos de complejos de superioridad. Porque la prepotencia de un cretino no conoce límites y en ella se basa su exasperante tenacidad.

Aunque por regla general los cretinos son seres envidiosos y rastreros, no dudan en arroparse en una suerte de grupo de filósofos de alcantarilla. Este tipo de filósofos, cuando ven una alcantarilla, en lugar de pensar en un agujero lleno de detritus, construirán toda una mitología de excrementos para reconvertirla en una “puerta al inframundo urbano, al infierno real que tapan las urbes posmodernas”. Yo los animo encarecidamente a que visiten el inframundo, pues encontrarán muchas más metáforas de su agrado.

En esta filosofía de alcantarilla, capaz de convertir la mierda en objeto de culto, entrarán libros, canciones, cuadros o películas que, o bien no se entienden, o bien resultan desagradables (Véase Anticristo de Lars Von Trier, mejor “no-véase”). Sin embargo, bajo su particular condición de iluminados, entenderán que “sólo ellos son los destinatarios del mensaje”. Sólo ellos tienen el bagaje necesario para apreciar el arte sublime. Y el arte sublime que tanto defienden son las migajas del arte que nadie quiere ver. Carroña para cretinos.

Escribo todo esto porque estoy harto de nuevos mesías culturales, siempre autoproclamados, que “crean” o fomentan modalidades artísticas minoritarias –minoritarias por sentido común-, alimentándose de una endogamia intelectual, que espero que termine por dejarlos estériles. La naturaleza es sabia.

El cine, la pintura, la literatura y la música deben de ser un lenguaje universal y sensible. Nunca un lenguaje de cretinos.


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*Las corrientes artísticas citadas son ejemplos ficticios, espero. Aunque no desentonarían en la terminología habitual.

martes, 9 de junio de 2009

Se nos llevan los recuerdos.

Para esta semana, con vuestro permiso y creo que sin él también, voy a recuperar un artículo que escribí hace un año sobre una casita sin ninguna importancia, más allá de ser un "recuerdo sólido" en mi vida. Los "recuerdos sólidos" son aquellos que guardamos desde la niñez y que se refieren a algo que todavía es tangible. Son recuerdos acerca de cosas que existen.

Sin embargo, si nos paramos a comparar nuestro recuerdo con la realidad, veremos que el recuerdo conserva toda la magia de nuestros ojos de niño y la verdad desilusiona demasiado. Esto no suele ser un problema, porque casi nunca nos remitimos al referente real de nuestro "recuerdo sólido", sino que, aunque pasemos por delante, no nos paramos a observar lo que ya hemos hecho nuestro. Es decir, miramos ese recuerdo como ya lo hicimos y no vemos lo que veríamos de adultos. No vemos la falta de misterio.

No pasa nada si esos recuerdos desaparecen de improviso (por ejemplo, si tiran una casa o venden un coche...) porque conservarán todas las maravillosas cualidades de las que carecían. El problema viene cuando vemos desmoronarse -en el caso que sigue, literalmente- un "recuerdo sólido". Entonces nos veremos obligados a reconocer nuestras exageraciones, a comprender los entresijos banales y débiles que sostenían nuestro recuerdo en pie y perderemos un poco de la magia que ya no sabemos ver. Que ya no se puede compensar.

Esto sólo es un pequeño homenaje a un recuerdo sólido:


A villa Carmencita.

En uno de mis frecuentes paseos nocturnos en coche, persiguiendo a la inspiración, he encontrado un ejemplo de cómo el progreso destruye los recuerdos. Supongo que en la propia definición de "progreso" figura la necesidad de no mirar al pasado, pero yo soy más de regreso que de progreso. Todo en el buen sentido, en la falta de sentido.

El hecho en sí es más bien frío y urbanístico. Resulta que la carretera de Valencia en Alicante va a ser ampliada añadiendo un carril a cada lado de la mediana, con la consiguiente expropiación salvaje. La partida de Vistahermosa, nombre que nunca he llegado a comprender, pasó de ser un secarral a una zona residencial entre los años 40 y 60. En aquella época, se construyeron hermosas villas modernistas, al estilo de las barcelonesas, pero en modesto; pequeños chalets con porche y los primeros pisos de veraneo en un infierno desarrollista que todos llaman "El complejo", no sin acertar.

Villa Carmencita era de los de en medio. Un pequeño chalet con porche, sostenido por columnitas cuadradas y una parra verde, dando una sombra tamizada a la puerta principal. En el lado más alejado de la entrada, podíamos encontrar una pequeña torre de planta rectangular, adosada a la casa. Sobre las dos ventanas, escrito con pintura negra y una cuidada caligrafía de plantilla, se leía el nombre que nos ocupa.

Desde pequeño, pasaba por aquella carretera en el coche de mi abuelo; camino del chalet de Campello. Creo que siempre me fijé en aquella casita. Me gustaba, parecía casi de juguete. Al borde de la carretera, con una valla blanca coronada de vegetación, en su diminuta parcela. Toda ella cubierta de polución, tenía un aire misterioso y un tanto siniestro que me atraía sin remedio.

Los años corrieron y dejé de fijarme en ella. Pasó a ser parte de mi vida. Simplemente estaba allí, habitada y descuidada, como siempre. Hace unos años me pregunté quién sería capaz de vivir al borde de la carretera más transitada de Alicante durante tantos años y con el valor que había adquirido el terreno. Me gusta pensar que sigue existiendo la Carmencita que da nombre a su casa. En mi mente es una señora mayor, con delantal, que camina despacio por la parcela. A veces hace punto bajo la parra o riega superficialmente el jardín. Por las mañanas, cuando se levanta, le gusta ver el sol amarillo del mediterráneo filtrarse entre las hojas de los árboles. Luego prepara un zumo de naranja.

El caso es que, hace unos días, pasé por delante y me pregunté si Villa Carmencita resistiría al progreso. Otra noche pasé y vi luz encendida. Pensé: "Si a estas alturas, siguen dentro, desviarán la carretera hacia el lado contrario. No tirarán la casa". Me sorprendió mi propio deseo de que aquella construcción resistiera. Sin embargo, hoy he visto su valla blanca herida de muerte. Con los ladrillos de barro sangriento sobresaliendo de la piel encalada. Ya no había luz amarillenta en la parte de atrás. Sus ojos se habían apagado.

Algún desalmado había arrancado la muralla de cipreses que protegía a Villa Carmencita. Alguien que quiere que la veamos mientras la aplasta una pala excavadora llena de dientes. La he visto desnuda e indefensa y me he entristecido. He podido ver, a paso de coche, que tenía un montón de ventanas, todavía pintadas de verde, y me he entristecido. He visto que las columnas del porche eran delgadas y estaban coronadas por un capitel cuadrado con molduras. He visto la parra, agarrándose desesperadamente a sus vigas y me he entristecido. He visto el nombre escrito en la torre y me he entristecido. Me he obligado a cambiar el tiempo del verbo del presente al pasado y me he entristecido.

Se nos llevan los recuerdos. Pero si yo tengo recuerdos de su casa, qué recuerdos no tendrán los dueños. Qué dinero paga lo que vale Villa Carmencita. Ninguno. Yo tardaré en pasar por allí. Si una brecha en su valla me ha dolido tanto, no quiero pensar si llego a ver la torre partida. Prefiero que un día desaparezca sin agonía. En mi mente siempre estará en pie. Queda aquí este recuerdo de letras.

martes, 2 de junio de 2009

Convencer a los muertos.

Lucía un hermoso sol primaveral, que entraba a rayos bien definidos por las rendijas de las persianas y se estrellaba contra la pared, formando una constelación privada en pleno día. El aire de la mañana era fresco y olía a tostadas y a zumo de naranja. No había nada que hacer y no se me ocurría nada mejor que no hacer nada.

Antes de desayunar, bajé a comprar el periódico y me impregné del ambiente del mi barrio alicantino, que ahora añoro en Madrid y que allí me exaspera. Con la cara de estúpido que sólo sabe poner la gente feliz, regresé a casa tras el auto-recado y, con el periódico bajo el brazo, abrí el buzón y extraje la correspondencia con despreocupación.

En el ascensor, subió conmigo una señora que decidió hablar del tiempo. Pensé: “¡Ah!, qué maravilla. Todo es tan tópico, tan banal, tan sencillo, tan fácil, tan correcto...” A decir verdad, a veces da gusto que todo cumpla los requisitos de lo que considero una “encantadora rutina”. Sin embargo, allí, en el oscuro descansillo, a tan sólo un golpe de luz, mis dedos sostenían el factor desestabilizador: El anormalizante mañanero de mi perfecta mañana mediterránea.

Entré en casa, dejé el periódico bañado por un sol amarillo sobre la mesa del salón, y me dispuse a ojear la correspondencia. Una factura, otra, otra más, propaganda. Y de repente un sobre con el membrete del Partido Popular. (No se preocupen, no soy tan sensible, hay más). Al ser el elemento discordante entre tanta factura, la tomé entre mis manos con curiosidad. Ni siquiera con el rechazo habitual.

Entonces mis ojos se posaron sobre el destinatario –tengo la mala costumbre de no abrir el correo ajeno-, pero la persona que debía recibir la misiva no se encontraba entre los cuatro posibles nombres de la casa. De hecho no se encontraba en sentido general. El destinatario era mi padre, que murió cuando yo contaba cinco años, es decir, hace veinte.

El hecho puede resultar comprensible, ya que los partidos utilizan bases de datos privadas que no se actualizan con las defunciones. De hecho, aunque el tiempo transcurrido es mucho, debo decir que ya habían llegado otras cartas a su nombre. Pero no en Alicante, si no en la que fue su casa. En Madrid.

Esto se debe a que él nunca vivió en Alicante. Nunca estuvo empadronado en otra ciudad distinta de Madrid. No llegó a pisar esa casa y, desde luego, nunca voto al señor Camps. Como mi capacidad de sorpresa no había llegado al nivel paralizante, decidí abrir la carta. En ella, firmada por el señor de los trajes subvencionados, se explicaban las bondades y los éxitos llevados a cabo por el gobierno autonómico. Huelga decir que de la educación pública y de la sanidad no había ni palabra.

Entonces me planteé una pregunta. No recuerdo si fue en voz alta, prefiero pensar que sí, es mucho más teatral. Así pues, imagínenme con una túnica romana, en actitud declamativa, lanzando al viento el siguiente interrogante: “¿Cómo es posible que el President sepa que soy el hijo de una persona fallecida que nunca vivió aquí? ¿Es tal vez posible que se me haya encomendado la misión sobrenatural de llevar la propaganda política al más allá?”.

Y ahí estaba yo. Preparándome para mi viaje espectral. El mundo de los muertos no podía permanecer ajeno a la impecable gestión autonómica del PP. Mi padre debía conocer lo que Camps estaba haciendo por nosotros y predicar su palabra entre los que ya no vivían. Sí, yo era el elegido, había cambiado mi situación de bon vivant mediterráneo por la de viajero intermundi.

Fue en ese momento, subido al alféizar de la ventana, con la misiva entre mis manos agarrotadas por la tensión, cuando me atraganté con mi propia ironía y decidí que la escenificación había caído en la sobreactuación y en la desmesura. Me bajé, aun con la brisa del tercer piso meciendo mi cabello, y me propuse seguir con el maravilloso día que me había recibido.

Tuve que aceptar que hay hechos que escapan a la razón humana y transgreden las normas de lo comprensible. Eso sí, me quedó claro que el Partido Popular empieza a buscar votantes entre los muertos. Literalmente.