martes, 28 de diciembre de 2010

El mensaje de Navidad de Obispo

Era de esperar que, en estas fechas navideñas, la Iglesia diese un mensaje de paz y esperanza a sus fieles. Esto es algo que no debería alarmar a nadie, ni siquiera a un ateo practicante como yo. No podemos obviar que España es un país con profundísimas raíces católicas y, en consecuencia, las manifestaciones de la jerarquía eclesiástica son dignas de ser divulgadas. Quizás nos aporten algo de consuelo y luz en esta época de crisis. Quizás nos den ideas para sobrellevar la carestía de vida. Quizás nos enseñen a vivir de acuerdo al voto de pobreza que reina en el Vaticano. O tal vez no.

El aludido mensaje de paz y esperanza viene de todo un clásico en estas manifestaciones, mi querido obispo de Alcalá de Henares, el señor –con minúscula- Reig Plá. Él es un obispo clásico, de los de siempre, de los de misa en Paracuellos, bandera preconstitucional y guiños a Blas Piñar. No, no me podía defraudar, ya había dejado bien claro sus filias y sus fobias. Por eso, en un año tan sensible con la violencia machista, la única opción era arremeter contra los matrimonios civiles y las parejas de hecho. Y no es para menos, porque este hombre ha encontrado la solución definitiva, el remedio infalible para terminar con los malos tratos y sus funestas consecuencias. Que todo el mundo se case por la iglesia.

La verdad es que, a estas alturas, prefiero el mensaje de Navidad del Rey. Y eso que es mucho más aburrido. Algunos dirían que hasta más predecible, pero sólo lo dirían quienes ignoran las anteriores perlas de Reig Plá. Y es que, ya dijo cosas como que la homosexualidad es un problema personal y que los gays deberían pedir perdón y misericordia por su condición –seguro que no tienen otra cosa que hacer-. También opinó que los matrimonios entre parejas del mismo sexo suponían causar un retraso de 3000 años –año arriba, año abajo- en la historia de la civilización. O que el aborto es la primera causa de muerte en España. Sin embargo no ha dicho si hay más abortos en las uniones civiles, o si piensa solucionar los malos tratos en los matrimonios homosexuales. Ah, esto último no, porque su solución sería casarlos. ¡Qué disyuntiva!

Una persona razonable se preguntaría en qué puede influir que la unión sea civil o religiosa. Es lícito. ¿Por qué existe más violencia en las uniones civiles que en los matrimonios de toda la vida? Pues muy sencillo, su explicación es que: “La violencia doméstica se da sobre todo en aquellos procesos de separación y divorcio, en aquellos procesos de litigio, de manera que los matrimonios canónicamente constituidos tienen menos casos de violencia doméstica que aquellos que son parejas de hecho o personas que viven inestablemente". ¡Claro!- he exclamado ante el televisor, mientras un rayo de luz celestial me iluminaba. El divorcio tiene la culpa. Si ya lo venían diciendo…

De acuerdo, otra persona razonable –cuánta persona razonable- les diría que el divorcio (y la cárcel para el agresor), en cualquier caso, puede ser una herramienta para atajar la violencia. Un útil para terminar con la convivencia indeseada y, por ende, con los malos tratos en el hogar. Pero Reig Plá no es razonable. Martes y trece debieron enseñarle que las barbaridades son más entretenidas. Así que, siguiendo su corriente de pensamiento absurdo, ha descubierto que prolongar un matrimonio donde puede haber malos tratos es la solución. Resulta evidente (si eres obispo) que, al no tener posibilidad de separarse, se darán dos posibles situaciones: La mujer dejará de quejarse o las palizas cesarán… por aburrimiento o defunción de uno de los cónyuges –adivine cuál y cómo-. Estoy harto de escuchar aberraciones sobre un tema tan delicado. No es necesario que me perdonen por frivolizar, pero discúlpenme al menos por no hacerlo en nombre de Dios.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Poesía y actualidad.

Estos días de atrás he estado un poquito más inmerso que de costumbre en la actualidad informativa. Quizás porque la situación lo requería, quizás porque pensaba que los lectores lo reclamaban. Y ahora no sé muy bien por dónde andar. Si bien es cierto que mi persona no debe, en principio, provocar un interés masivo, tampoco tendría que hacerlo mi visión sobre el devenir público. Además, un comentario de un amigo me recordó mis viejos artículos, incluso los del principio, incluso los que no publiqué o aquellos que se quedaron en dos párrafos huérfanos. Entonces me sentí prosaico de repente.

Así, sin previo aviso, todas las noticias me parecieron banales y aburridas. Feas y sucias. Me parecieron intrascendentes por su propia pretensión de trascender. Y pensé en los actos que carecen de esa pretensión, en los Grandes Actos y en los Pequeños Actos –todos con mayúscula-. Pensé en sus ojos entornados al sol de una playa que la reclamaba desde hacía tiempo. También pensé en aquella puesta de sol que parecía querer incendiar las ramas desnudas que cubrían el horizonte. Y, por supuesto, reviví los paseos en moto y la luna sobre el mar y las cenas con los amigos y las siestas interminables. Entonces dejé de sentirme prosaico.

Lo que mi amigo me recordó es que veía poesía en todas partes, como leyó de mí una vez. Esto debe rememorarse una y otra vez, si es que llega a olvidarse. Y si resulta que es cuestión de perspectiva, probemos a dar uno o dos pasos, o a inclinar la cabeza unos pocos grados. Los actos intrascendentes no son prosaicos, no quieren trascender, tan sólo ocurren porque sin irrefrenables. No niego que la actualidad esté formada de ellos, pero el propio carácter noticioso los oculta. Oculta todo el proceso y lo deja en un acto aparentemente aséptico e indudable que se hace pesado de entender. Simplemente porque cuesta identificarse.

Por ello, siempre he pensado que era tarea del periodista traducir la realidad. Yo no puedo ponerme en semejante posición, porque me parece terriblemente complicada. Porque, al final, lo que nos iguala a todos es la poesía en sus múltiples formas –prosa incluida-. Nos iguala porque es una traducción de sentimientos que casi todos hemos experimentado en uno u otro momento. Cuando es buena, sea música, pintura o literatura, no busca pasar a la posteridad, sino expresar un estado de ánimo que no puede permanecer oculto. Porque nace de la necesidad de compartir, de sentirse comprendido, de formar parte de algo tan especial como usual.

Aun así, a pesar de su universalidad, los sentimientos precisan de esa interpretación que hace posible su comprensión generalizada. Todos podemos ver poesía en todas partes, si miramos entre los enredos de la realidad, si le damos una oportunidad a los sentidos por encima de la razón. Se trata de buscar lo único, de reducir nuestra vida al mínimo común denominador que nos hace tan iguales. Tal vez sea un solo punto en común, pero será mucho más grande que todas las pequeñas diferencias que nos separan.

Ahí es dónde falla la actualidad. Intentamos comprender hechos absolutos, olvidando que los han realizado personas como nosotros. Y probablemente, en la mayoría de los casos, lo han hecho en circunstancias extraordinarias que poco podemos entender desde fuera. Sin embargo, la codicia, la ira, la envidia sí podemos entenderlas y aplicarlas a nuestra experiencia. La producción masiva de información confunde al ciudadano, pues le parece estar viendo una película en lugar de un informativo, o leyendo una novela rosa en lugar del periódico. Esa distancia genera una doble moral que degenera en más productos informativos.

Por tanto, parece necesario dar voz a los protagonistas, dejarlos explicarse, por encima de los gritos de los tertulianos, que se mueren por ser noticia. Las personas y los actos son el hecho informativo. El periodista, sólo un traductor y nunca un protagonista. Si nos olvidamos de los tertulianos y de los periodistas estrella, nos quedaremos con el hecho desnudo. Es posible que nos llegue de otra manera. De todas formas, seguiremos sin poder justificar según qué actos. No podremos encontrar nada de poesía en ellos, por eso nunca debemos dejar de buscarla en nosotros. Mejor no ser noticia. Mejor no trascender. Mejor hablar con los demás que hablar de los demás.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El mal menor.

Sé que hablando de los controladores voy a perder todo rasgo de originalidad, si es que me quedaba algo, pero no lo puedo evitar. Y no lo puedo evitar, en parte, porque confirma una de mis teorías preferidas: el odio une lo que el amor no puede. Este principio es más o menos aplicable en muchos ámbitos de las relaciones humanas, pero yo prefiero aplicarlo al de las macrorrelaciones. Sin embargo, como es un campo de estudio muy amplio, me centraré en el territorio español.

Sin lugar a dudas, España es un país con grandes diferencias culturales, políticas y sociales. Sencillamente tienen poco que ver un gallego con un andaluz. De hecho, es probable que no se entiendan ni hablando y, sin embargo, uno de Madrid te dirá que sí que se parecen, que ambos son unos penas. Entonces llegará otro de Barcelona y te dirá que ya está el de Madrid con su prepotencia centralista tratando a las provincias como si fueran el tercer mundo. Y así con cada provincia e incluso con cada pueblo –los del otro lado de la calle son unos paletos, vamos a tirarnos piedras al descampado, etc, etc-. Con este panorama, el único desenlace posible es que acabemos reclamando el derecho a la autodeterminación de nuestro salón y matemos al vecino de arriba por violar nuestro espacio aéreo.

No obstante, no pierdan la esperanza. Si es usted un español de pura cepa, de esos que se cuadran ante la bandera de la Plaza de Colón, aunque no lo sepa, padece del mismo mal que los otros nacionalistas. Aun así, todavía tiene una baza para unir su patria: buscar a un enemigo común, alguien a quien pueda llamarse gilipollas en cualquier rincón de nuestra piel de toro. ¿Y quién asume semejante apelativo con mayor precisión que nuestros controladores de vuelo? Antes eran los franceses y sus tomatinas fronterizas, pero también somos chovinistas para esto. Los controladores son un producto nacional.

A estas alturas, los que no me consideraban un frívolo y un cínico, ya se habrán desengañado. Por otro lado, tanto los nacionalistas españolistas, como los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos, aragoneses y de Alpedrete me odiarán por igual. ¿Quiere decir ello que soy un factor de cohesión social? Sí y no. Cada uno me odiará a su manera, pero por desgracia no soy tan importante. Además, mis aseveraciones tienden a igualar a unos con otros y –válgame dios- jamás admitirían ningún parecido. De lo anterior se desprende que el factor de cohesión maligno no puede poner en evidencia la identidad personal, sino que debe crear una supraidentidad nacional.

Lo que une debe ser sencillo, lineal. Debe poder expresarse en una oración simple enunciativa afirmativa, por ejemplo: “Los controladores son unos hijos de puta”. Es fácil de comprender, no entiende de nacionalidades y afecta a todos por igual. No genera debate político y resulta evidente la certeza del enunciado. El hecho de que unos tipejos con salarios medios de 250.000 euros paralicen el país por no poder computar bajas y vacaciones como horas extra indigna. Indigna y con razón. Y une.

Por último, me gustaría darle la vuelta a todo el planteamiento. Y es que, tras mi sarcasmo, debe haber algo de orgullo patrio –vayaustedasaber-. Es sólo que está teoría se me ocurrió en actos anteriores, actos donde los “hijos de puta” lo eran de verdad, actos de terrorismo de cualquier color. En España de eso sabemos. Me sorprendió y me agradó la manera en que se dejaban de lado las diferencias. Me gustó también la indignación más o menos generalizada contra ese señor de desconcertante dicción llamado Acebes y sus líneas de investigación electoral. Me gustó ver que los españoles sabemos reconocer una injusticia y darle el valor que tiene, a sabiendas de que deja nuestras reivindicaciones personales en el lugar que les corresponde. El problema es que en esas ocasiones estaba demasiado triste como para disfrutarlo. En cambio, ahora, puedo gozar del odio común al controlador de vuelo. Lo que han hecho es grave, pero son unos villanos entrañables. De puro ridículos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Clandestinidad informativa.

Con todo esto de Wikileaks, se me ocurren varias cosas. La primera es que antes, siempre que había crisis, se hablaba de ovnis. Ahora se habla de filtraciones. No es que yo tenga nada en contra de las filtraciones -periodistas, albañiles y fontaneros viven de ellas-, es sólo que los ovnis son más pintorescos y sirven para lo mismo; distraer. De hecho distraen y entretienen sin necesidad de entrar en temas escabrosos y dañinos para la imagen de tal o cual gobierno, si es que es posible dañarla aun más.

Por todo ello, y frivolidades aparte, no puedo evitar preguntarme hasta qué punto no es todo una cortina de humo. Tal vez me haya levantado especialmente cospiranoico, pero no me parece descabellado. Los revuelos informativos vienen bien para tapar otros revuelos anteriores. Si bien es cierto que los nuevos afectan en mayor o menor grado la estabilidad política, de momento no entrañan un riesgo económico grave. Por consiguiente, es lícito preguntarse hasta qué punto gobiernan los políticos y no las empresas que los apoyan. Es posible que les merezca la pena perder alguna cabeza con tal de mantener la cuota de influencia empresarial dentro del gobierno. Qué hablen de lo que quieran, mientras no sea de algo que haga bajar mis acciones.

Otra de las cosas que se me ocurren es si se puede considerar periodismo a esta corriente informativa clandestina. Bien, supongo que yo, habiendo estudiado periodismo, debería decir que no, que no se puede considerar como tal, pero también debería añadir el apellido institucional. Es decir, no podemos hablar de periodismo entendido como una institución más del Estado de Derecho por varios motivos: la información no se obtiene de una forma lícita en la mayoría de los casos, no hay manera de contrastar la información, las fuentes son dudosas, (presuntamente) se carece de línea editorial y, por tanto, de intereses políticos y económicos.

Algunas de las anteriores razones, sobre todo las primeras, pueden devaluar la información que Wikileaks nos ofrece. Sin embargo, la última de ellas resulta interesante, a la par que romántica e ideal. Pero hay un problema, que no me lo creo. Porque nada está exento de intereses. Porque en éste nuevo periodismo nadie responde de los contenidos, nadie tiene que demostrar nada. No sólo se dan por buenos hechos que pueden hacer caer gobiernos, sino que además parecen difundirse de forma desinteresada y por el bien común.

No niego la veracidad de lo dicho. No puedo demostrar que sean falsos ni verdaderos. No voy a entrar a juzgar nada porque lo dicho es demasiado grave. Es sólo que no puedo evitar fiarme más de los medios tradicionales, porque aun creo en la existencia de periodistas de vocación, con afán por descubrir la verdad –aunque sólo sea por ansia de protagonismo-. En sus jefes creo menos, pero sé que habrían deseado publicar muchas de las filtraciones, no por altruismo, sino por línea editorial e intereses político-económicos. En este caso no me importan sus motivos, porque serían responsables de lo publicado y, por tanto, se cuidarían mucho de contrastarlo –a no ser que hablemos de El Mundo-.

A todo lo anterior se suma la orden de detención del fundador de Wikileaks por delitos sexuales. Por supuesto, él dice que es sólo una excusa para amordazarlo, así que amenaza con publicar nuevas informaciones que conseguirán hacer temblar a países como Rusia. Ese es el comportamiento que lo desacredita, supongo: el hecho de guardarse las espaldas con los secretos que, según su propia filosofía, deberían ser de dominio público. Es curioso que un periodista sea más valioso por lo que calla que por lo que dice.

El escándalo no es que haya escándalos, sino que sean de alto secreto, que exista esa figura tan asumida por todos. El escándalo, en el fondo, es que haya que esconderse para informar, en lugar de hacerlo desde la libre exposición y sometido al juicio de los ciudadanos. Porque, es cierto, la clandestinidad, por desgracia, puede llegar a ser necesaria. Sin embargo, una vez publicada la noticia, se corre el riesgo de confundir clandestinidad con cobardía e información con irresponsabilidad.

(Y a ver luego cómo deshacemos el malentendido).