miércoles, 2 de febrero de 2011

Hace cuatro meses estuve en El Cairo.

Hace cuatro meses estuve en El Cairo. Desde luego, como corresponsal no sirvo. Ni siquiera es una situación excepcional o que no hayan vivido miles de españoles todos los años. Pero, por alguna razón, sí lo es a nivel personal. Porque fue una ciudad que me impresionó de una forma extraña e irresistible y porque nada parecía delatar semejante movilización. La ciudad era un gigantesco caos, sin más. Un fascinante desastre que se mantenía en equilibrio por las múltiples fuerzas opuestas que la recorrían. Claro, que eso lo sé ahora.

Entonces sólo me quedé en el paisaje, por mucho que quisiera escaparme del recorrido turístico. Caminé ciego entre lo que estaba a punto de saltar. No era calma precisamente lo que sugería el panorama. No había termino medio entre la miseria y el lujo. Tan sólo una carretera separaba los bloques de pisos descarnados de las mansiones pertenecientes a la jerarquía política. Esa carretera era la misma que comunica la ciudad con el aeropuerto. Recuerdo que pensé lo adecuada que era para que los políticos huyesen cuando la gente se cansase de soportarlos. Pero, no, no soy ningún visionario. No fue más que un comentario ácido para hacerme el estupendo. Yo, desde luego, no lo vi venir.

Muchos dirán que sí. Que ellos ya lo sabían, que era evidente. Incluso los posmodernos, siempre resacosos, aludirán al paralelismo entre la imprenta, internet, la revolución francesa y esta pseudorevolución oriental. Y se comerán la cabeza creyéndose muy listos, mientras se excitan escuchando el sonido de su propia voz. Pero lo harán de cara a la galería, como todo lo que hacen, porque simplemente no les importa. Porque se quedan en lo superficial. Tal vez para ellos fuera una crisis evidente, por eso sólo han sabido ver los detalles evidentes.

Lo realmente grave es lo que subyace de todo el conflicto. Lo preocupante es el resultado. Que morirá gente se da por sentado; ya han encendido el contador. Que el país se verá al borde de la guerra civil es probable. Hasta ahora las manifestaciones habían sido relativamente pacíficas. Los enfrentamientos eran entre los ciudadanos y las fuerzas del orden. Pero ya han entrado escena los partidarios de Mubarak y, en este momento, los altercados se dan entre civiles, entre ciudadanos.

Y, para colmo, aparece Obama, premio Nobel de la paz (!!!), y dice que, como esto siga así, mandará al ejército. A estas alturas los diplomáticos de todo el mundo ya deberían de haberse suicidado, sino se han muerto de impotencia. La paz es asunto de militares. Qué cosas.

Por otro lado, está el peso cultural de Egipto. ¿Hasta que punto pertenece al mundo un país? ¿Sería más independiente si no tuviera semejante patrimonio? ¿Tenemos derecho a intervenir en los asuntos nacionales de otra nación? Es un asunto muy complejo. Podría decirse que su legado es patrimonio de la humanidad, pero tampoco se puede negar que sea propiedad del estado Egipcio.

La cultura, en todas sus manifestaciones, es la primera libertad que se suspende, porque a nadie le interesa. Porque genera un sentimiento de unidad, porque es el referente de un pasado común y de una identidad propia en la que cimentar el futuro. Los egipcios son conscientes de su riqueza, pero el Islam es iconoclasta y, desde los sectores más radicales –como en cualquier religión-, siempre se ha pretendido destruir la iconografía faraónica. No obstante, ni todos los egipcios son extremistas, ni todos son islámicos. También existe una importante minoría copta que ya sufrió un atentando las pasadas navidades en una iglesia de Alejandría.

Estos son los ingredientes. Si empezamos a pensar, todo resulta más complicado de lo que a simple vista percibimos. Sólo espero volver a decir algún día la frase con la que empezaba esta pequeña reflexión. “Hace cuatro meses estuve en El Cairo”. Y espero decirla con la misma fascinación que sentí en su momento.

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